CULTURA

Periodismo de sucesos

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Si la obra literaria de Gabriel García Márquez ha tenido el éxito descomunal que la acompaña desde 1967 es porque es un producto genuino del periodismo. Formado artísticamente en las redacciones de El Universal de Cartagena y El Heraldo de Barranquilla, entre fines de los años 40 y principios de los 50, durante los cuales escribió cientos de artículos, García Márquez es un caso notable de precocidad.

A los 20 años ya escribía en el registro de un periodista consagrado, lo que lo envejeció un poco de entrada pero le dio la autoridad de la experiencia, que, real o fingida, es una plataforma de prestigio para el que vive de contar historias. De hecho, su primera decisión formal, tomada en la sexta palabra de su primera entrega para la columna “Punto y aparte”, publicada en mayo de 1948, es el uso del pronombre “nos”, que es el punto de vista de la experiencia colectiva, aunque, como es sabido, la escritura es una actividad individual.

Inscripta la técnica sobre el metal fundido de esa precocidad, el joven García Márquez define un poco más tarde su menú de intereses que, considerados en términos de reincidencia, no son otros que los que lo llevan con naturalidad al rubro “curiosidades” o, dicho en términos barthesianos, al rubro “sucesos”.

Lo que capta rápidamente es cuánto gana a su juicio la narración cuando el factor extraordinario surge en el interior de un hecho cotidiano, ya sea al nivel del hecho mismo o de la imaginación de quien lo narra. Perros que muerden a hombres. Esa es la base periodística y mitológica que García Márquez transpola a la literatura.

En nada –ni en el código genético de las historias, ni en la calidad de la prosa– se distinguen sus artículos periodísticos sobre curiosidades del episodio del bebé con cola de chancho de Cien años de soledad, o del pedo tremendo que se tira el Libertador Simón Bolívar en El general en su laberinto, o de la escena de El amor en los tiempos del cólera en la que Euclides se sumerge en el mar para volver y decir que ha visto una cantidad enorme de veleros con sus telas intactas, mejor conservadas que las de los barcos que en ese momento se mantienen a flote en el puerto.

De manera que lo que alguien llamó “realismo mágico” no es otra cosa que “periodismo de sucesos”, cuya historia más representativa es aquella contada un millón de veces por todos los diarios del mundo, en la que el muerto regresa varios días después de ser enterrado y se presenta en su casa de rigurosa mortaja para infartar a sus parientes.

La literatura de García Márquez, además de periodística, es ligeramente teológica porque apela a una fe poética muy parecida a la fe que exigen las religiones. Esa fe, que, por decirlo así, confía en “la resurrección de la carne” tiene raíces más profundas que las de la religión: las del folclore.
En “Cómo ánimas en pena”, un artículo publicado en 1981, García Márquez recuerda el suicidio del jardinero de Hemingway. El hombre se habría ahogado en el pozo de agua potable de la mansión de Finca Vigía, razón por la cual la familia habría notado que el agua que tomaban era “más dulce”. A ese tipo de historias increíbles que suceden en la vida las llama “almas en pena de la literatura”. Es un régimen de ficción que gira alrededor de la anécdota, siempre compuesta de hipérboles y chismes, y cuyo resultado es el impacto efectista. ¿Qué lugares, aparte de los bares donde paran los taxistas, son mejor fuente de este tipo de anécdotas que las redacciones de los diarios, allí donde las ficciones que circulan son lo que no se puede publicar?

García Márquez no le ha dado mucho a la historia de la literatura, pero su aporte al periodismo lírico es grande. En los numerosos tráficos que han existido entre una y otra cosa a lo largo de toda su vida, su literatura es asaltada una y otra vez por un caballo de Troya: el periodismo de sucesos. Al mismo tiempo, su periodismo es sin duda una literatura y, por lo tanto, un romanticismo aplicado a contar la realidad como mejor le parezca al que lo hace.