CULTURA
Palabras finales XVIII

Poemas de quirófano y espigón

Considerado un poeta místico y absolutamente original, el argentino Héctor Benjamín Viel Temperley, fallecido en 1987, es un escritor extraño y hechizante en cuya dicción se escucha no tanto un tono profético como ecuménico. La suya es una potencia vital que encarna lo etéreo del espíritu en la carne del verbo que lo evoca.

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El último libro de  Héctor Benjamín Viel Temperley  (1933-1987) es Hospital Británico, pero su poema final permanece inédito. Escrito pocos meses antes de su muerte, se titula Magenta y empieza diciendo: “Magenta es la barba de Cristo. Como rompiente de mar moja mi rostro: en mi nariz dibuja su nariz y en sus ojos cerrados pone mis ojos”.
La irrupción de un poeta místico cristiano dentro del campo o sistema literario argentino del siglo XX es tan atípica y desconcertante, dados los fuertes prejuicios racionalistas de la época, que  el destino quiso para Viel Temperley un lugar marginal, casi oculto o incluso ninguneado, pese al apoyo de Enrique Molina, Edgar Bayley y en especial de Fogwill, quien le dedicó un poema (Versiones sobre el mar) y ayudó a difundir su obra en vida. Si en sus nueve libros, casi todos costeados de su propio bolsillo, salvo El nadador, se insinúa cierto misticismo surrealista, la zambullida de cabeza en el testimonio de la fe cristiana se evidencia en los últimos dos. Crawl, dedicado y compuesto “en alabanza a Cristo Nuestro Señor” es el más conocido, donde se repite el inolvidable  “vengo de comulgar y estoy en éxtasis”. Pero Hospital Británico, donde Viel reunió fragmentos de libros anteriores junto a poemas escritos tras ser operado de una metástasis de cáncer de pulmón en el cerebro, funciona como antología de cierre que incluye “esquirlas proféticas”, versos de otros años que confluyen en la agonía del cuerpo terminal que yace con la cabeza vendada mientras se entera de la muerte de su madre.

Si para escribir Crawl el autor tuvo que aprender a rezar como si nadara, según declarase él mismo, convirtiendo cada estrofa en una respiración y en una brazada, ya en Hospital Británico –“el libro de un trepanado”, según sus palabras– el yo del poeta avanza hacia su cuerpo con una herida en la frente y la cabeza abierta y la mirada puesta en aquel Rostro con mayúsculas que lo espera en el trance de la muerte. La postal de ese “Christus Pantokrator en la mitad de un espigón larguísimo” que lo acompaña durante su internación y a lo largo del libro, según la tesis y reconstrucción biográfica que realizó Juan Martín Bregazzi, sobrino nieto del autor, fue trasladada junto a su máquina de escribir al departamento de su novia, Luisa Hansen, donde Viel pasó sus últimos meses.
Eximio nadador, ex publicista, leñador ocasional y siempre vitalista, aunque fumador empedernido, el poeta accedió en esos meses a la primera y única entrevista que dio en su vida: la de Sergio Bizzio para la revista Vuelta Sudamericana. En esa época le estaban dando rayos por aquel cáncer de pulmón que insistía en infiltrar su cerebro. Y allí cuenta cómo una vez se sentó frente al pabellón Rosetto del hospital y tuvo la revelación que daría el broche final a su obra: ante las mariposas y los eucaliptos que lo rodeaban se sintió “traspasado por una sensación de amor tan intensa que me arruinó la vida en el mundo”.

De hecho, el amor –físico, material, sensual, concreto– está en toda su obra, en ese misticismo que fue siempre una experiencia corporal: el nadador, el hombre que nada, le habla a la “cloaca a cielo abierto” que es su iglesia, al tajo finito de una muchacha con olor a sexo, a la sangre muy oscura en un plato de tropa, al cuerpo que entra en el alma –y no al revés– con aves que son “como bisturíes en la frente”. También está en los salmos que ayudó a componer en sus retiros frecuentes al monasterio benedictino de Los Toldos, donde los monjes aún cantan en sus oraciones matinales esos versos anónimos que parecen llevar la firma oculta de Viel: “Tu mano acerca el fuego a la tierra sombría/ el rostro de las cosas se alegra en Tu presencia/ silabeas el alba como una palabra/ y pronuncias el mar como una sentencia”.
Y también está en las cartas a sus siete hijos, cariñosas pero siempre literarias, a quienes les escribía –a veces firmando como Etomín, contracción de Héctor Benjamín– cuando no los sacaba a pasear al campo o a la playa, luego de separarse de su primera mujer, mientras él vivía solo en un pequeño departamento de Retiro, casi siempre con las persianas bajas “para concentrarse”.
Luisa Hansen recuerda en la inédita biografía de Juan Martín Bregazzi el momento en el que Viel pareció llegar a la culminación de su desbordante vitalidad. Estaban en el campo, él se había puesto a hachar un tronco grande y de repente se quedó inmóvil, sin poder hablar. Se comunicó por señas, volvieron a Buenos Aires y lo internaron de urgencia para descubrir que tenía una segunda metástasis. Ya no volvió al quirófano. Pasó los últimos diez días en el sanatorio San José y murió un 26 de junio frente a su primera hija, María Victoria, luego de sentarse en la cama prácticamente a noventa grados, de apretar fuerte esa mano femenina y de volver a acostarse para no abrir los párpados.
Hacía dos o tres meses que había compuesto Magenta, que termina diciendo: “Soy un hombre sobre otro, una boca sobre otra, un beso/ para Dios pero en la tierra, donde nadie ve al hombre./ Soy antes y después de El, magenta; de sus labios es imposible despegar los míos”.

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