Entre mis versos favoritos de Estela Figueroa, están esos que dicen: No./ No me sostengas que no voy a caerme./ Sólo se caen las estrellas fugaces / y yo –te dije–/ quiero permanecer. La primera vez que me topé con ellos pensé, y lo sigo pensando, que eran una declaración de principios, un manifiesto y una certeza incuestionable. Estela, como ocurre con las grandes poetas, permanece en sus lectoras y lectores, en su escritura que cada vez es novedosa aunque podamos recitar de memoria sus poemas; cada vez que la volvemos a leer es un descubrimiento, se actualiza la hermosa noticia de sus versos.
Estela permanece, pero también se nos presenta constantemente. Hace un rato, tomaba mate en la casa de mi amiga Mimi, sentada debajo del aguaribay que hay en su jardín. Un árbol añoso, con una copa que se derrama a un lado y a otro. Por la época, está florecido y lleno de abejas. Por supuesto pensé en Juan L. y en su: “Arde de abejas el aguaribay, arde”. Un poema que vino dentro de un libro que Estela me regaló hace unos años. Dos veranos atrás, mientras intentaba retomar una novela, agarré ese libro, el de textos sobre Bioy Casares, como buscando amparo, y de entre las páginas cayó esa tarjeta con el poema de Ortiz, que fue para mí un disparador para volver a escribir. Fue como si Estela me dijera: es por acá, querida. Y dos años después, el verano pasado, cuando yo seguía merodeando esa escritura que no terminaba de cuajar, volví a encontrar en un poema de ella la cifra de lo que estaba apenas arañando. Unos versos de “Construcciones” que dicen: He aquí la casa/ todo lo que la puebla/ y lo que ella conforma. Estela permanece y (se) aparece.
Cuando Virginia me contó que se publicaría Poemas níspero, sentí esa alegría infantil de cuando se aproximaba mi cumpleaños, la navidad y el día de reyes: estaba por recibir un regalo. Primero me envió el pdf y abrí el archivo toda nerviosa. Una nueva buena estela. Qué delicia los poemas y qué delicia las ilustraciones de Virginia Abrigo, en el aura de los collages de Estela: graciosos, llenos de humor y disfrute.
Un gato enamorado, una nena llena de piojos, la siesta aterradora, los fantasmas, un espejo, una madre gritona, una directora de escuela con el cajón del escritorio repleto de blísteres de pastillas. Un aguara guazú despojado de su monte amado.
Son poemas para infancias que llegan a les chiques del presente, que adquieren una estatura enana para mirar con esos ojos la extrañeza y la maravilla del mundo cotidiano. Sin complacencia ni miedo a la incorrección, sin azúcar agregado ni paños fríos. Son poemas para todas nosotras y nosotros también, que hace tiempo atravesamos las zarzas de la infancia. No son ajenos al resto de su obra, es fácil hacer un link con “Las caras de mis hijas después de la inundación” o con “Pequeños asesinatos”… porque una poeta como Estela Figueroa no escribe poemas, funda una obra. Níspero es una palabra preciosa y una fruta que sólo se puede comer con el entusiasmo de la infancia: hay que frotarla en la ropa para sacar esa pelusita que la cubre, pelarla con una uña diminuta y llena de tierra (¿se te murió el gato que tus uñas están de luto?, decía siempre mi madre), lamer la pulpa delgada y jugosa y después armar una guerra de semillas o guardarlas en un frasco porque se parecen a los ojos de las muñecas. Este libro es un poco así: un tesoro hermoso.
Gracias, querida Estela, por permanecer y aparecer siempre. Por seguir tirando tu hechizo de hada, maldiciéndonos con el esplendor y la belleza de tus versos.