CULTURA
Noy

Que lo pague la noche

Personaje incandescente en la misma medida que indecente, Fernando Noy ha tejido una de las mitologías culturales más potentes del fin de siècle argentino. Mito alimentado por la voracidad de la carne y el espíritu.

Arrabal. Noy y el Abasto, siempre. Su abuelo fue un recordado juglar del barrio, a quien Cadícamo menciona en El cantor de Buenos Aires.
| Enrique M. Abbate

 

La primera vez que murió, Julito tenía 15 años.
Está de pie, frente al otro, el que tiene los ojos cerrados como asiático, quien intenta bajarlo tironeándole las piernas flacas que asoman por debajo del camperón beige. Así lo va atrayendo, sin tiempo para el chichoneo y el jugo del jadeo encharcando los baldosones del andén. El sabe que aquello no ofrece alternativa, entonces se deja caer, arrastrado por el estupor o el desgaste, ofreciendo su infancia ahí en el suelo. Recién cuando el amigo echa a correr, se compone; queda con la cara morada, los ojos de esponja, despegándose los mechones de la frente. Así, en el silencio del resuello junto a la boletería. Más tarde escribirá: hoy Diego me besó en la estación. Entonces, se le escuchará la risa.

Salta al frío de la noche una mujer renga, índica, morochaza, un ejemplar precioso de intenso aroma a almizcle. Llega de los pastizales altos:
—¿Qué estás haciendo acá, pendejo, solo a estas horas? (El tren cruje mientras se aleja.) ¿Dónde está tu papá? ¿Sabe que estás acá?
En ese entonces, en el Oeste todo sucedía en las estaciones, a una o dos cuadras a lo sumo. Los encuentros, las ventas de ocasión, los chismes, las pastillas, las peleas, los choreos, también el pibe que más tarde escribirá en su diario. Todos confluían de uno u otro modo allí: las pandillas, los transa, bohemios reformados y viejas gordas en pantuflas, borrachos errabundos, policías en funciones, obreros mal dormidos, los marginales, las historias dibujadas y forasteros arrepentidos. La casi total ausencia de guardias y alambrados, la escena de un crimen a la espera del siguiente atraco.

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Yo me fui a vivir a Merlo a los 14 años, con mi madre, a una casa familiar. En esa época, el Oeste era Twin Peaks, y yo era una gordita que quería ser flaca y le robaba las anfetaminas a una vecina. Se vendían como maníes, a precio de cospel. Tomaba pastillas y no comía. De noche salíamos de juerga y pasábamos por las estaciones de tren, las embajadas del deseo, y cada estación tenía su reina: la de Merlo era La Lulú, la de Morón era Marisa Gata Mansa; en Castelar mandaba La Elsa Daniel. A las 2, 3 de la matina se pedían todas unos sándwiches de milanesa, y yo estaba tan anfetaminizada que no quería comer y sólo me pedía unas Manón, y ése fue mi primer nombre de guerra: La Manón. Me encantaba ese mundo de noches y locas. Epoca complicada, donde la policía era la “gaystapo”, tiempo de los mataputos. Yo estaba más como una voyeur de mi propio mundo que como una participante.
—Y sin embargo fue tu iniciación.
—Sí, y todo se remonta a La Streya, un ex boxeador de peso pesado del Luna Park, un Bonavena rubio. Viajaba tejiendo, y si alguien le decía algo, se paraba y lo noqueaba. En esos viajes íbamos en tren por todo el Oeste, hasta Liniers. Una vez en Capital, me abría del grupo para encontrarme con Marta Minujín o Tanguito y nos íbamos al Di Tella o a La Manzana Loca. Digamos que era una época áspera, pero todas nos cubríamos detrás de La Streya. Ella era la reina de la murga de Morón. En febrero de ese año, nos llaman de la murga para contarnos que se había fracturado la pierna y no podía salir a bailar. Los directores de la murga decidieron que debía reemplazarla. Tomé su vestuario completo y salí: Morón, Paso del Rey, ¡todo un tour! Y así fue que desfilé por primera vez en público vestida de mujer, a mis 15.

II. El amor por las palabras, a veces desparejas, disparatadas también, cortadas con dosis no siempre equilibradas de lucidez y reflexión. Quien se disponga al diálogo con Noy deberá prepararse: el muy sucio hará todo lo posible por encantarte, enredarte en esa báscula de pulsiones extáticas; intentará tocarte también, o que lo toques (“mirá, pasame la mano por el pecho, sentí mi piel; ¿no te digo? Soy pura hormona femenina”); recitará como inventario sus relaciones estelares, situaciones insólitas. Habrá que abrir entonces las glándulas perceptivas, dejar que el diálogo fluya, sin empastar preguntándose: “¿Será cierto lo que cuenta este muñeco?”. No hay persona de la cultura argentina, brasileña también, con quien Noy no haya trenzado amistad. “Me acuerdo cuando estuve en casa de Caetano”; “Con Manucho (Mujica Lainez) salíamos a caminar por Florida. Yo era muy escandalosa; ella, muy paranoica”; “Viví un tiempo en casa de Mercedes (Sosa) cuando volvió del exilio”; “Fui compañero de Charly García en el Dámaso Centeno, cuando arrancó en la confitería El Greco”. Pero por sobre todo no dejará de hablar un segundo. Más, si el entrevistador de turno arranca el encuentro con la misma pregunta errada que antepuso quien suscribe este desvarío: “Contámelo todo, Noy, desde el principio”.
La primera vez que lo vi, fue en un evento en el Centro Cultural Recoleta. Yo cargaba entonces con unos 19 años y me disponía a abandonar la incubadora familiar: depto en Recoleta, colegio católico, mandatos fabricados, temores de burgués. Lo vi, dije. Sí, lo vi así: abriéndose paso entre el caldo snob, que lo reverenciaba como a un emperador nipón; lanzado el mastodonte plurisexual al caleidoscopio del éxtasis. Años después lo volví a cruzar en un ciclo que organicé junto a otros cirujas culturales, y allí apareció, montado sobre un algodón alucinógeno; estaba pasado, muy, juraba que había llegado hasta allí porque era amigo de tal y cual. Desde entonces, nada. Hasta ahora, cuando me dispongo a charlar así, a cara lavada, de día, en un bar, bebiendo infusión en saco y comportándome como un idiota. Estirando esta abominable primera persona hasta darla contra el ridículo. Pero no encuentro otra forma –más sincera, brutal, homicida– para transmitir la experiencia de enfrentarse a Noy. A La Noy.
—No soy tan malo como parezco, je, simplemente no me gustan mucho las entrevistas.
Estamos en el Abasto, su Delfos, donde atiende de lunes a domingo. Así, en ese gesto de imperial displicencia, marca un territorio geográfico, además de un compromiso contractual: quien quiera verlo tendrá que acercarse hasta su cucha.
El bar del encuentro es un espanto, uno de esos multiespacios de vidrio y bronce, de nombres importados, donde sirven –a toda hora– pizza, café y cerveza 3/4.
—Por favor, mozo, un vaso de agua fría.
—Tomate la mía –le digo, por decir algo.
—Es que no está fría.
De arranque, Noy me cuenta que tiene hepatitis C. No profundizo. Por supersticioso, por aldeano o simplemente por cagón. A veces le temo a Noy, sí. ¿Qué es un performer? Quien vuelve su carne verbo, sin aditivos. No es un cuerpo plástico, fabricado, es un átomo que sucumbió ante la procesión. Porque la poesía no está sólo en los libros, la poesía también es gesto, captación de algo que a veces no puede nombrarse. Y aunque no lo diga, Noy es todos los hombres y mujeres, todos los paisajes, los excesos, todas las primaveras, inolvidables, las madrugadas. El tipo que lee la vida al instante, la vida narrándose en crudo. Noy es su propio fetiche.
Ante la poesía, entregar las armas y genuflexión.
—Señor, sea tan amable. Le pedí un vaso de agua fría… y ésta no está fría. La quiero he-la-da.
Noy es poeta desde siempre. Plantó sus primeros versos a los 9 años, cuando escribió sobre la nieve de su pueblo, porque allí nevaba, en Jacobacci digo. Cerca de Carmen de Patagones, donde también vivió, al igual que en Viedma y en San Antonio Oeste, Río Negro, donde nació en 1951. Pero Jacobacci –dice– es su lugar, porque allí se crio, desde los 4 hasta los 12 años, cuando se marchó a Buenos Aires para iniciarse como bachiller.
Cuando rindo el examen de ingreso para el Dámaso Centeno, me lo hacen repetir, porque lo terminé enseguida y la profesora desconfiaba: “¿De dónde copió esto? Esto no puede ser suyo”. Me dio como tema los egipcios… Volví a hacerlo, frente a ella, quien no lo podía creer. Esa misma profesora me publicó el primer poema en una revista del Touring Club. Fue un año raro, porque había entrado como pupilo al colegio, y duré sólo un año porque ya era muy loquita, muy sueltita. Ese año, antes de irme a Merlo con mi mamá, estuve al cuidado de mi abuela; fue ella quien asistió a la charla con el rector cuando me echaron. Yo escuché la conversación entre ellos, eran amigos. El tipo le dijo: “Qué querés que te diga… a tu nieto se lo rifan los de quinto”. Era verdad. Pero imaginate para un chico gay que llega a esta ciudad… ¡increíble! Yo conocía Buenos Aires porque veníamos cada dos años para ver a mi abuelo Oscar, que tenía acá en el Abasto un puesto de carne.
—¿Oscar era el tanguero?
—No, el tanguero era Jaime, hermano de Oscar, un juglar, un recién llegado de Cataluña. Los dos hermanos escaparon de allá robándole las joyas a mi bisabuelo. A Jaime no lo conocí. Un día, a los 13 o 14 años, yendo en colectivo con unos amigos gay que estudiaban Letras en la UBA, veo a Borges parado en una esquina; llovía mucho, lo recuerdo, y yo les digo a mis amigos: chicos vayan ustedes, yo me bajo. Mi papá tenía dos ídolos: Elías Castelnouvo y Borges. Y cuando bajo, se lo comento al viejo, y le ofrezco acompañarlo hasta la casa. No, gracias. ¿Cómo es su nombre? Julio. ¿Y su apellido? Noy. Borges puso la misma cara de espanto que ponía mi papá cuando hablaba de Jaime. ¿Qué tiene que ver con el Noy del Abasto? Es mi abuelo, contesté. Vamos, venga hasta mi casa, me dice, y ahí empezamos a hablar. En El idioma de los argentinos habla de él. También Cadícamo, en el tango El cantor de Buenos Aires. Sólo hay dos o tres fotos de Jaime, porque era muy arrabalero y porque murió muy joven, a los 32 años.
Cuando Julito murió por segunda vez, era más joven todavía que su abuelo. Sucedió en 1972, a los 21 años, cuando estiró la ornamenta hasta Bahía, Brasil, harto de caer en cana, asqueado del aparato represor que había liquidado a su amigo José Iglesias, Tanguito. Esa segunda muerte lo encontró tapando las cicatrices con strass, convirtiéndose en la Reina del Carnaval, una noche que sólo él puede narrar: “Armé el vestuario con lo que tenía a mano, porque cuando llegué era muy hippie, muy pobre. Cuando estoy por salir a desfilar, se me sale la tela que me cubría el culo, y salgo sin nada, sólo con un taparrabo, y luego de un silencio tremendo, la gente empieza a gritar ¡barato, barato!… Atrás venía otra marica, traficante de ácido, a quien le pregunto qué estaba pasando. “¡Están fascinados con vos!”, me dice. Barato en portugués es divino. Y gané el premio. ¡Esa noche fui el pionero del cola less a nivel mundial!
Durante su estancia bahiana, se rascó el lomo con la negrada en los barrios bajos, pero –típico de Noy– también pasó unas semanas en una mansión que habían comprado los Rolling Stones y luego dejaron abandonada, la misma en la que el año anterior había estado Janis Joplin. “Como te comenté, a mí me gustaron los carnavales desde niño, pero el de Bahía es la Meca. Muchas veces, en medio de las escolas en que desfilaba, tenía que irme a esconderme bajo una palmera y escribir toda la poesía que me bajaba. Claro, el maquillaje mental estaba a full, porque el poema también es un pájaro en la multitud atrapado por una sola pluma”.
—¿Por qué Bahía?
—Mi padre, quien me había sacado de infinidad de comisarías y loqueros, me decía que tenía que irme del país, porque me iban a matar. Entonces, me dice: por qué no te vas a la casa de la abuela en Lyon –mi abuela era francesa–; bárbaro, dije. Pero una noche nos vamos al Embassy con Ginamaría Hidalgo a ver a Vinicius de Moraes y a Toquinho, ¡la primera vez que venían a la Argentina!, y después a La Fusa, a ver a María Creuza… y empecé a delirar con Bahía, y alguien que estaba ahí me invita, me dice: te doy lugar en mi casa bahiana. Me voy para allá a finales del ’72. Acababan de volver Caetano Veloso y Gilberto Gil del exilio en Londres. Caí justo cuando nacía el Tropicalismo, ¿entendés?
Su suerte de coplero menesteroso cambió en octubre de 1980 (¿su tercera muerte o la segunda reencarnación?), cuando fue convocado para producir a Mercedes Sosa. “O sea: de ser hippie, dormir en la calle con siete hombres, pasé a ser asesor del ministro de Cultura de Bahía. Ellos necesitaban alguien de prensa, y como yo sabía varios idiomas, les servía. Bueno, un día me llaman del Teatro Castro Alves, que es como el Colón, y me dicen que venía una argentina llamada Mercedes Benz, o algo así. Ja, ja, imaginate. Llamo a Río, hablo con el representante de Roberto Carlos para saber quién era… ¡Mercedes Sosa! ¡La vuelta después del exilio! Pese a lo que muchos creen, cuando volvió del exilio Mercedes cantó en Bahía, no en Río. Ella estaba prohibida en Argentina”.
—Señor, ¿me trae otro vasito de agua helada? Igualito al anterior… ¿En qué estaba? Ah, sí. Yo fui la llave de Mercedes en su regreso. Cuando vuelve a Argentina, a los pocos meses yo regreso también y Mercedes me refugia en su casa, de donde no había salido aún. La primera vez lo hizo conmigo. Ella amaba a una cantante, Chany Suárez, y se enteró de que tocaba en La Peluquería, un café concert; me pidió que la acompañara. Finalmente, esa noche Chany no tocó porque estaba enferma… Pero apareció un chico rubio con una guitarrita, con Suna Rocha detrás. Cantaron Grito santiagueño; Mercedes dice: quiero ese tema para mi disco nuevo. El rubiecito era Raúl Carnota y ésa fue su consagración.

III. Fue Alejandra Pizarnik quien lo sepultó por tercera vez, y quien lo resucitó: “Ella me dijo que no podía tener dos amigos con ese nombre. ¿Quién es el otro?, pregunté. Julio Cor-tá-zar (imita a la poeta: voz cavernosa, al ralentí). Julio murió y ahí nació Fernando”.
—¿Cómo la conociste?
—Encontré un libro de ella en casa de un amigo y la llamé: “¿A usted quién lo manda?”, preguntó. “Nadie”, contesté. “Bueno, venga”. Yo tenía 17, 18 años, y la conocí tres años antes de que decidiera autoeliminarse. En esa época tenía una enorme melancolía y como buena adicta a las anfetas pasaba días sin dormir, llamaba a sus amigos a las 4 de la mañana, y muchos ya estaban hartos de esto. Yo no, y entonces nos quedábamos despiertos días enteros en su departamento de Montevideo 980, 7º D. Allí viajábamos juntos, sin movernos... Viajes intergalácticos, ¿entendés? Y de pronto decía: te tengo que dejar que llegaron visitas, y mentira, no había nadie. Pero ella se encerraba en la habitación y se ponía a hablar en francés, porque hablaba con Rimbaud. Había quebrado todos los límites, su vida era un transcurrir delirante, un naufragio en sus propias aguas. Pero ella me enseñó todo, la poesía en carne viva. Fue una relación de menos de tres años, pero muy intensa. Cuando la internaban en el Pirovano por sobredosis, iba a visitarla. Tuvo un par de intentos de suicidio; uno lo provocó la muerte de Pichon-Rivière, su analista. Ella repetía: Pichon es mi padre y Olga Orozco, mi madre.
En sus múltiples reencarnaciones, Fernando Noy escribió letras de canciones, dibujó, actuó, representó a artistas, compuso obras de teatro, trabajó junto al modisto Paco Jamandreu, produjo espectáculos, laburó de poeta, poseído por la poesía. “Mi currículum tiene las P más terribles: puto, poeta y peronista”. Como sea, un caso único. Conoció Buenos Aires cuando el Di Tella hervía; aterrizó en Bahía cuando se estaba gestando el Tropicalismo; regresó con la democracia incipiente, la noche puerca del Parakultural, de Cemento, pariendo algunas bandas y numeritos performáticos junto a su amigo Batato Barea. Fue también animador del post under de mediados de los 90: El Dorado, Morocco, Caniche, La Age, y así. “Como buen gato de metal, como Charly García, caí siempre parado en lo mejor”.
—¿Podés ubicarte en alguna corriente dentro del “stud” poético?
—Mirá, en principio te digo que no me puedo leer como poeta, no me siento seguro con la poesía; con la prosa sí. Cuando me enteré de que Rimbaud tampoco amaba su poesía, me ayudó a entender por qué cuando me piden que recite una poesía mía me siento como un elefante al que obligan a levantar la pata. Uno puede ser más dueño de la prosa que del poema, el poema es más difuso. Ahora, respondiendo a tu pregunta, siento que la estructura de lo poético, como dominios, me hace incluirme en muchos circuitos y no en uno solo. Me siento tan múltiple que no pertenezco a ninguna escuela y no tengo más que la libertad absoluta como tendencia. Yo tengo autonomía de vuelo. En todos los planos, no sólo el estético. Estuve con la izquierda, que me negó por loco y puto. La derecha, lo mismo. El machismo de la izquierda me impidió ser revolucionario, aunque siempre fui revolucionario a mi manera, anticapitalista, antiyanqui.
—Pero en la época de las armas, vos nada; digo, no te enfierraste…
—¡Pero claro que sí! Yo estuve con el ERP, fui a hacer prácticas de tiro a Longchamps, en  una casona enorme, donde había unos cuarenta muchachones hermosos, así como vos. Fui sólo un fin de semana y me pasé dos chabones en una noche. Y entonces vino la capitana –porque hay momentos de la izquierda en donde el matriarcado es muy fuerte– y me dijo: sos muy sórdido, no podés venir más acá. Podés colaborar con nosotros, pero desde afuera. Cosa que hice un par de años.
—¿De qué manera?
—Haciendo lo que hice después durante mucho tiempo: como dealer, llevando y trayendo cosas. Una vez me dieron una canasta sin que yo supiera el contenido, y la llevé hasta Rodríguez Peña y Rivadavia; allí tenía que esperar a que una mujer con guantes la agarrara. Vi a la mujer, los guantes, y me fui a la mierda. Otra vez tuve que llevar unos paquetes a Ciudadela... Mi amiga que me llevó al ERP y su novio están desaparecidos. Si hubiera seguido con ellos, estaría muerto… Pero yo era muy escandalosa para guerrillero. Por eso me hice hippie, ja, ja. Ahora soy anarco amor y paz, algo más coherente con mi personaje óntico.
Si la memoria es un músculo que debe ejercitarse, Noy es un atleta del archivo. Esquivo de las obligaciones binarias, recuerda fechas, lugares, personajes, como si los tuviera enfrente. (Ahora es siempre.) Menciona Una sombra donde sueña Camila O’Gorman, de Enrique Molina; La isla de Arturo, de Elsa Morante, y Larvas, de Elías Castelnuovo, como los tres libros que lo constituyeron. Me cuenta cuando se hizo íntimo del Pepe Donoso, en Santiago. Cuando trabó amistad con Oscar Masotta, Osvaldo Lamborghini, Enrique Molina, Miguel Briante, Alberto Laiseca, Marosa Di Giorgio, Alejandro Urdapilleta, Fogwill. “Con Néstor (Perlongher) reverdecíamos a la medianoche, en una época cuando ser gay era un pecado mortal. Curtimos el mismo mambo. El era muy rebelde y genial, feroz, iracundo pero muy exquisito. La última vez que vino a Buenos Aires –estaba viviendo en Brasil–, hizo una lectura: leyó Aguas aéreas, y también Padeletti. Imprimió Aguas aéreas y luego murió, era la despedida, ya estaba en las últimas y estaba muy intratable. Estaba más brava que nunca, no tenía paciencia”.
Lo último que leímos de Noy fue Sofoco (Mansalva, 2014), una suerte de colofón erótico inventariado del libro que vendrá, una novela documental que se llamará Diario de amnesia –de próxima aparición–, el historial todo de su vida. Al mismo tiempo, está dándole las últimas puntadas a Cuentos quemados, que será publicado este año también por Mansalva. Así, esquivo a las convenciones, refugiándose en esa estética lumínica, oral, que estalla como un géiser durante el cortejo ritual que suda y se extingue con cada presentación. Noy asume los riesgos del acróbata para fecundar lo sagrado. Domesticados como estamos, empantanados como estamos en la espesura de la poesía transgénica que nada expresa, volver a Noy es siempre feraz. Como quien busca fuerzas en presencias que tienen la energía necesaria para ponernos de pie y darnos cuerda. Ahora debemos dejarlo así, con la latencia de lo poético, muriendo y reencarnándose, como quien vive su vida para después plagiarla. En esta nueva etapa, en la limpieza del fénix zen, la búsqueda de la lucidez, la pérdida de la ebriedad que todo lo obtura, para escaparle al desierto de veneno. El tipo que antes dilataba el cuore con porquerías químicas, y que ahora se enfada por la temperatura del agua.