De los escritos de Néstor Perlongher de la década de 1980, época “transicional” o de “vuelta a la normalidad”, se diría que eran “alocados”. No por la “temática” (las venturas y desventuras del deseo, las volutas y voluptuosidades del barroco, un “evitismo” a la vez principesco y ordinario, el éxtasis por la droga y la religión). No solamente. Considérese que el cañamazo de sus ensayos aunaba malicia de suburbio, estilizado iridiscente, partisanismo lamé, coletazos de contracultura un toque abrasileñados y proposiciones políticas no tan más allá sino contra acá. En un contexto todavía aquejado de miedo y pésames, cuando para mucha gente pedir lo posible ya parecía mucho y cuando el ensayismo de pedigrí comenzaba a coexistir con el sesudismo académico –que aún no era plaga– y el artículo de opinión, Perlongher se aparecía como un afrodito de fuego, plebeyo, incisivo y burlón, que venía a reponer el tema del cuerpo irredento, ya candidato a cadáver portátil más que a martirio y desaparición, y a postular para los así llamados “diferentes” un derecho a la orgía universal antes que al voto matrimonial. Su postura era anómala.
Llamar a sus intervenciones en prosa “ensayos” es tender al forzamiento. No había aún costumbre de ensayo general –era cosa fina– ni se hubiera dicho que eran “crónicas” –el género se cotiza hoy– sus inmersiones en el gueto gay o en rituales del Santo Daime, o bien sus informes de viaje por provincias donde hacía constar las razzias contra los homosexuales. Perlongher no andaba de paseo ni pretendía ser testigo de sucesos y panoramas de otros. Era bajar el cuerpo a tierra, lo que no excluye morder el polvo de cuando en cuando: serle “sustraído” el ajuar de investigador, puesto manos en alto contra la pared, acabar en gayola, sin olvidar la ingesta de ayahuasca en misa grupal. Curioso es que por entonces –los 80– sus artículos en revistas y periódicos, se los degustase o no se gustase de ellos, habrían sido reconocidos inmediatamente como políticos, pero en nuestros días y de acuerdo al evangelio igualitarista dominante –asegurar zonas de inclusión de excluidos– parecerían “fuera de lugar”. Hay mucho en ellos de mofa y desbaratamiento de los lugares comunes de las moralinas progresistas recargadas –son, entonces, vigentes–, pero entre la filigrana anarquista y el estilo zafado hay menos de rareza singular que de llamamiento a una política del deseo alegre y radical, no de víctimas, que poco a poco fue volviéndose, en Argentina, cada vez más rara.
*Escritor y ensayista.