En las últimas dos semanas –me informa el contador electrónico que asoma por detrás del volante de mi auto– transité 3.126 kilómetros. Una pequeña porción del trayecto en la provincia de Entre Ríos; el grueso recorriendo el suroeste de la provincia de Buenos Aires: Carhué, Sierra de la Ventana, Tornquist, Bahía Blanca, y así. La experiencia en verdad me sacudió, una delicia, generosa, gratificante. Aunque no me detendré aquí a retratar alguno de esos sitios. Lo que quiero, lo intentaré al menos, es dar cuenta de otro ingrediente lateral del periplo.
Una mañana me encontraba en la Ruta Nacional 33, a la altura de Tres Picos, cuando un amigo español me llamó por teléfono. Hacía mucho que no hablábamos, me abrigaba un día espléndido, templado, de manera que bajé la marcha hasta detener el vehículo en un descanso, y atendí.
En escasos minutos nos pusimos al corriente. Me contó que días atrás se había estirado hasta Italia en auto, en un viaje por trabajo, y que debía regresar a Madrid lo antes posible ya que su madre, de 92 años, había sufrido una descompensación leve, blabla. Como no había conseguido boletos de avión (allá, como acá, desde la pandemia el espacio aéreo está saturado), emprendió el regreso en el mismo coche que había rentado para llegar a Milán. Mientras hablábamos, me confió, se encontraba en una cafetería rutera cerca de Montpellier. Para entonces yo había recorrido unos ochocientos kilómetros y no había salido de la provincia de Buenos Aires. Los porteños, al menos los porteños querido amigo, medimos los viajes en horas culo, le dije. Salvo excepciones, insistí, las distancias se calculan en tiempo, no en kilómetros. Si quisieras ir a la playa, cuatro horas de auto; estirarse hasta las sierras implica ocho; montañas, esquí, catorce, y así. El diálogo continuó por casi cuarenta minutos. Nos despedimos, y volví a lo mío; debía llegar lo antes posible a Monte Hermoso, mi próximo destino.
De pequeño, con mis padres, salíamos a la ruta al menos una vez al año. Viajes de cuatro, cinco, hasta diez horas, en un Fiat 125 que la familia sostuvo por casi dos décadas. Ventanillas cerradas, humo de cigarrillo, casete de Mercedes Sosa en el estéreo desmontable. Mi padre siempre se quejaba del estado de las rutas. Decía, repetía hasta el hartazgo, que este país jamás progresaría porque su sistema ferroviario era deficiente (alguna vez llegué a un libro de Tomás Eloy Martínez, El sueño argentino, que tejía la misma hipótesis), y las rutas ostentaban un pésimo estado. Su reflexión cerraba tal cual sigue: en el único momento que se refaccionan o se proyectan rutas es cuando hay elecciones. Desde entonces, la palabra elección para mí está ligada a avance/progreso. Y lo repito como un mantra.
Conservo un registro quirúrgico de las rutas y autopistas que se iniciaron o terminaron con tal o cual candidato. En la rotonda de Cañuelas, por ejemplo, desde hace algo más de una década se viene “trabajando” para amasar unos escasos tres kilómetros de asfalto; hablamos de tres presidencias (lo curioso es que para estas elecciones no han movido un solo operario). La Ruta Provincial 6, que utilizo a menudo y une La Plata con Campana (o sea ruta Mercosur), está completamente destruida (se ha tragado algunas vidas). Otra ruta que utilizo de manera recurrente es la (espantosa) Provincial 40, que se extiende desde Merlo hasta Navarro. Yo debía tener unos 6 o 7 años cuando sonreí cómplice junto a mi padre exultante porque el gobierno había cerrado un acuerdo de licitación con una empresa mexicana que haría una autopista en lugar de ese cachivache.
(Continuará)