CULTURA
Salsa criolla

Salsa criolla

Devolvimos el auto dos días antes de lo acordado. Michael debía regresar a trabajar a Zurich. Por mi parte aproveché para recorrer otra vez el centro de Budapest.

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Salsa criolla. | marta toledo

Se la veía abatida. Había llamado al teatro en reiteradas ocasiones esa semana. Del otro lado, la misma respuesta: no hay, señora, no insista. Era viernes, de manera que no había mucho más para hacer; conseguir entradas dignas para la función del sábado estaba descartado. O eso creí. De súbito me encontré junto a mi madre descendiendo los seis pisos en ascensor para minutos después anclar junto a la boletería del Teatro Liceo. Necesitaba comprobar lo que le habían confiado por teléfono. En efecto, los trozos de papel enrollado anidaban solo en los márgenes del tablero. Las mejores ubicaciones habían desaparecido (el boletero señalaba con el índice las escasas entradas disponibles). Mi madre exprimió el bolso y de él extrajo un puñado de billetes con los que adornar la nueva predisposición del empleado.

Lo curioso es que Enrique Pinti era un sofisticado frontman que fabricaba los monólogos alimentado por una dilatada matriz simbólica: somos un país de mierda, poblado de gente de mierda. Una sobreexposición a la autoflagelación insuperable. (De hecho, con tal de asistir a sus exitosas funciones, el público podía recurrir al soborno.) Como sea, por entonces yo tenía 12 años. Recuerdo poco de la obra, solo que por primera vez celebré percibir flotar sin ataduras palabras vedadas en otro entorno como boludo, hijo de puta y sorete. No solo yo me divertía cuando Pinti las liberaba, todos en el teatro explotaban de la misma manera. Jojo, ja, jiji ¡qué locurón! 

(Hace algunos años, en un club de jazz neoyorquino intenté el mismo método persuasivo utilizado por mi madre en los ochenta. Pese a todos los pronósticos, funcionó.) 

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 La última vez que presencié una coima fue hace apenas unas semanas, en Budapest. Con Michael habíamos arribado a la ciudad con la idea de alquilar un auto, recorrer buena parte de Hungría y estirarnos hasta Eslovaquia, ninguno de los dos conocía el país. Solo que no habíamos tenido en cuenta que se trataba de un sábado, en temporada alta. La excursión por las rentadoras duró algo más de cuatro horas. En todas obtuvimos la misma respuesta: no hay más autos de alquiler en la ciudad. Las opciones redirigían en la senda de la frustración.

 Devolvimos el coche dos días antes de lo acordado. Michael debía regresar a trabajar a Zurich. Por mi parte aproveche para recorrer otra vez el centro de Budapest, y telefonear a mi abogada en Argentina. Nada grave, temas menores. Antes de cortar, me aconsejó quedarme en Europa, donde se vive bien, cordón medular por donde las leyes rigurosas conducen las prácticas cotidianas. Alcancé a contarle que había podido viajar casi diez días en auto gracias a que mi amigo suizo-aleman arrimó 300 euros por el costado del mostrador. Le hubiera contado también sobre mi madre antiperonista y su militancia devota de una certeza: si se extirpa al peronismo de este país, refundaremos el edén republicano alejado de cualquier gesto de corrupción, por mínimo que sea (como en Uruguay). Quise contarle todo eso, pero cotejé la hora, y opté por no robarle más tiempo, ya me había anticipado que antes de finalizar la jornada tenía que acercarse hasta la cueva para vender unos dólares.