—Globalización, guerra antiterrorista, fin de la historia, biopolítica. ¿Qué determina o caracteriza la situación mundial?
—Diría que la lógica del terror, como producto de una serie de transformaciones que se han desarrollado en las últimas décadas. Me parece que era Borges el que decía que todas las épocas fueron malas, pero hoy todos sabemos que el mundo se ha vuelto intransitable. En algún sentido, el terror es característico de la modernidad.
—De hecho, el Estado moderno comienza como terrorismo.
—El terrorismo es un invento moderno. Todo terrorismo es terrorismo de Estado. En el sentido moderno del término, no puede pensarse al margen del fenómeno estatal. El terror se usa para sostener el Estado o se hace en nombre de un Estado venidero. Ya en el nacimiento del Estado moderno durante la Revolución Francesa, se implanta el terror como lógica política. Es inevitable que el terrorismo sea un invento moderno, porque la modernidad tuvo que compatibilizar en la práctica principios teóricos incompatibles. Por ejemplo, tuvo que compatibilizar el principio de libertad individual con el empleo de mano de obra esclava, el principio de la igualdad con privilegios económicos y políticos. Muchos autores, desde Adorno a Blanchot, han señalado que el principio de la libertad individual llevado hasta sus últimas consecuencias, en combinación con la razón instrumental, no puede sino resolverse en el terror como política de Estado en algún momento. El ejercicio sistemático del terrorismo estatal se ha practicado en nombre de la democracia o los derechos humanos, un invento francés que actualmente los norteamericanos aplican mejor que nadie.
—¿Pero la lógica del terror que ha surgido en el siglo XXI es la misma que acompañó a la modernidad?
—Como diría Aristóteles, lo que estaba en potencia ha pasado al acto. Se ha actualizado la potencialidad que siempre estuvo inscripta, casi constitutivamente, en la base de la sociedad moderna. Se trata de una transformación, por supuesto, cualitativa. Toda sociedad es constitutivamente violenta o, como dice René Girard, toda cultura se basa en alguna forma ritual de sacrificio, en un chivo emisario, en una víctima sacrificial que absorbe toda la energía violenta de la sociedad. Esta tesis, que podemos encontrar también en Tótem y tabú de Freud, explicaría para muchos el Holocausto, pero con la Shoa, como dicen algunos judíos, sucede justamente lo contrario. La víctima sacrificial, en las comunidades primitivas, es humanizada al colmo por la sociedad, incluso es sobrehumanizada, se convierte en sagrada, en un hombre que posee un plus de superioridad divina. En cambio, los judíos para los nazis son poco menos que ratas: subhumanos o extrahumanos. Si hay un terrorismo sacrificial, el propiamente moderno se caracteriza por definir y catalogar científicamente a la víctima. Los franceses, ya en el siglo XVII, en su colonia de Haití, habían catalogado y clasificado, en un delirio del significante, 174 tonalidades de mulato.
—Sin embargo, parece que hoy la víctima sacrificial ya no se trataría de modo científico sino religiosamente. O, como dice Huntington, un “choque” de civilizaciones definidas desde la religión.
—Si mi hipótesis es correcta o verosímil, no existe hoy una víctima sacrificial que evite la violencia generalizada sino al revés: vivimos en una violencia generalizada. Diría, en todo caso, que la víctima sacrificial en la actualidad es el mundo entero. Más que el islam, una víctima más inmediata es Africa, un continente a punto de desaparecer bajo el peso de las pestes, las guerras, la miseria. No hay una víctima sacrificial específica para la lógica del terror actual.
—¿Cómo se experimenta la lógica del terror en la periferia? ¿Cuáles son sus canales, sus esferas, sus modalidades?
—En las últimas décadas, hemos pasado del terrorismo de Estado al terrorismo económico en democracias débiles, absolutamente formales e ilusionadas con la eficacia de las instituciones democráticas para la solución de todos los males. En la Argentina, el terrorismo de Estado y el económico dejaron una marca muy fuerte, como ha observado muchas veces León Rozitchner. Esa marca se observa en el funcionamiento más trivial del sistema político argentino, cuyo formato ha sido fijado por el menemismo. Los acontecimientos de diciembre de 2001 muestran esa caída de la ley en la Argentina y de su trama simbólica e imaginaria. De la noche a la mañana, todo se disuelve como una pompa de jabón. La crisis de representación que emerge, algo que está lejos de ser un fenómeno de la política argentina, a mi juicio desnuda que el mismo concepto de representación no puede sino estar permanentemente en crisis. Por definición, el sujeto representante se pone en lugar del sujeto que representa. La crisis de representación involucra menos a los representantes que a los representados, porque justamente no se consideran representados por los representantes. Para muchos, la sociedad que sale a la calle había quebrado el más elemental principio de conformación de lazos sociales, anomizada por las políticas económicas, pero el individualismo exacerbado, la competencia salvaje, la guerra de todos contra todos, conforman un lazo social. En diciembre de 2001, se adquiere conciencia de que ese lazo social no funciona pero, a mi juicio, se lo hace de modo profundamente conservador y restaurador.
—¿Conservador y restaurador del orden de la sociedad capitalista?
—Claro, y el gobierno de Kirchner se dio cuenta de eso. Este gobierno logró, con su propio estilo, recomponer el sistema político de manera más o menos tradicional. Tampoco hay que extrañarse demasiado de esto. Hay un libro de John Womack sobre Emiliano Zapata que empieza diciendo que él cuenta la historia de unos campesinos que, porque querían seguir siendo lo que eran, hicieron una revolución. Sin embargo, la dinámica de los acontecimientos de diciembre de 2001, generados por quienes querían seguir siendo lo que eran dentro del ordenamiento capitalista, llevó a una especie de restauración.
—¿Por qué “especie”?
—Porque fue una restauración con características propias que cambió, al menos parcial o formalmente, las maneras tradicionales de hacer política por parte de los gobernantes. El presidente Kirchner armó las cosas con estilo distinto al menemista o al del mismo Perón. Aquí diferencio la política de “lo político”, que es un momento fundacional de lazos sociales diferentes.
—Pero, entonces, seguimos viviendo en una sociedad menemista.
—En cierto sentido, diría que sí, pero algún efecto subterráneo tienen que haber producido los acontecimientos de diciembre de 2001 y quizás todavía ese efecto no asomó. El gobierno de Kirchner tuvo que hacerse cargo de esta hipótesis, y lo hizo a través de ciertas gestualidades, que yo no minimizo, como las relacionadas con los derechos humanos o la renegociación de la deuda externa, pero que al fin son gestualidades. No sé cuáles son las consecuencias de esto. Por ahora, el sistema político argentino me resulta aburrido y vacío porque en él no hay confrontaciones que valgan la pena.
—¿El terrorismo económico es determinante de esta vacuidad de la política argentina?
—El kirchnerismo no ha eliminado la base condicionante de ese terrorismo. La base estructural, la brecha entre los más ricos y lo más pobres, sigue siendo la misma, aunque no se ha ensanchado como suele suceder cuando hay una relativa prosperidad económica. Desde este punto de vista, no es Africa sino América latina el continente más pobre y, por lo tanto, la Argentina es uno de los países más pobres del planeta porque no se ha transformado esa brecha enorme en la distribución de los bienes. Pero no parece configurarse con posibilidades de triunfo una alternativa, como se decía en otra época, a esta situación.
—De todas maneras, esa restauración de las formas tradicionales de la política en un orden capitalista se presenta muy incompleta. Prácticamente no existen partidos orgánicos y, sin ellos, mal puede funcionar una democracia parlamentaria representativa.
—Se hace una política partidaria sin partidos bajo la ilusión de que éstos existen. Fijate que, en las elecciones pasadas en la Ciudad de Buenos Aires, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde doy clases, se llenó por supuesto de carteles proselitistas. El afiche de un partido trotskista, como todos, puso las caras de sus candidatos y un eslogan: “Un partido que no se calla ante los atropellos”. Pero esto lo podría decir Carrió, López Murphy, Macri o Blumberg, con igual derecho. Por otra parte, lo mínimo que se le puede pedir a cualquier partido en la democracia es que nos proteja de los abusos. Aun el llamamiento utópico de una revolución proletaria mundial, como se hacía en los 60, sería índice de otra cosa, pero ya ni siquiera los trotskistas pueden salirse del juego. Lo que en cierto momento se llamó “pensamiento único” no es, como se cree, la pretensión del sistema de poder de hacer que todos pensemos lo mismo, lo cual sería absurdo. Lo que quiere decir “pensamiento único” es que podemos pensar cualquier cosa, de la forma más libre posible, pero que no tendrá ningún efecto. La lógica del poder no impide que cada uno exprese sus ideas, e incluso en ciertos aspectos le resulta funcional, así sean éstas de izquierda o progresistas. Como dice Terry Egleton, la revolución constituye un concepto y una práctica que inventó la burguesía capitalista. Se lo lee en el Manifiesto comunista: el capitalismo representa el primer sistema revolucionario de la historia y, además, se revoluciona todo el tiempo a sí mismo. A lo mejor, hoy, ser de izquierda significa asumir cierta posición conservadora de la modernidad, cierta posición que salve lo salvable de la cultura moderna.
—¿En concreto, quién es el sujeto, el agente, de ese terrorismo que tiene por objeto al planeta entero?
—Bueno, ése es un problema moderno que los posmodernos sólo sarcásticamente han logrado disolver. Me refiero a esa obsesión de la modernidad por encontrar el sujeto de los procesos. A la derecha, buscan el sujeto económico o consumidor; a la izquierda, el sujeto revolucionario o de la transformación social. A mí, sin embargo, más que los sujetos, me interesan los objetos.
—Esa es una posición bastante posmoderna, Grüner.
—Es posible. En todo caso, es mi única debilidad posmoderna. De todas maneras: ¿qué entendemos por “sujeto”? En relación con cualquiera de los diversos comienzos de la modernidad, entre fines del siglo XV y principios del siglo XVI, porque no hay acuerdo de los historiadores en eso, el sujeto moderno cartesiano aparece tardíamente, a mediados del siglo XVII. Ahora, el pensamiento dominante de esa modernidad nos dice que ese sujeto, en el libre ejercicio de sus capacidades, es quien organiza la sociedad moderna. Hay algo que no cierra en esa versión, porque históricamente la cultura moderna antecedería al sujeto moderno. La imagen de la mónada cartesiana, ahistórica y autoproducida, oculta lo que ocurrió en realidad. Al decir de Huntington, un choque de grandes civilizaciones a través de tres continentes: Europa, América y Africa. Fueron conflictos sangrientos llevados adelante por sujetos colectivos que pertenecían a diferentes civilizaciones. Desde luego, pertenezco a esa cultura moderna que ha ejercido el terror desde sus comienzos, pero por eso mismo debo reconocer, como diría Benjamin, la barbarie en la civilización. El sujeto del terror de la autocolonización que vivimos es el mismo que atraviesa la modernidad, pero no sólo él utiliza el terrorismo. El fundamentalismo islámico no es un producto premoderno sino casi posmoderno. El ejercicio del terror se les hace también a ellos necesario porque justamente ya no tienen nada para fundar. El fundamentalismo constituye la huida hacia adelante de los que ya han fundado todo. Como dice Freud, el autoritarismo aparece donde no hay una autoridad legítima. Actualmente, en eso se resume el problema del mundo. La Ley se ha caído o, para decirlo con palabras de Nietzsche, Dios ha muerto y por lo tanto todo es posible.
—¿De algún modo, Estados Unidos no sostiene esa ley, ese Dios muerto?
—De acuerdo, pero no quiere decir que ese poder sea legítimo. El sostenimiento de la ley por parte de Estados Unidos se hace por medio de un terrorismo sin legitimidad simbólica alguna. Es como un padre degradado y pervertido.
—¿Estados Unidos aplica un terrorismo antiterrorista?
—Exactamente. En todo caso, los hechos que desencadenaron el terrorismo antiterrorista norteamericano, de no existir, si bien existieron, por necesidad tendrían que haber sido provocados. El poder hegemónico en el sistema internacional necesita de alguna forma de guerra, porque ya no queda qué conquistar, qué colonizar. Como dice Jameson, estamos en un período de autocolonización. El metabolismo del capital necesita seguir tragando, pero ya no hay nada para tragar. Es ese enloquecimiento del capitalismo que destruye la naturaleza, poniendo en peligro nuestra propia sobrevivencia en el planeta. Por otra parte, debemos pensar también el terror en términos de Hobbes, que hace del miedo el centro de su teoría política. En la actualidad, la política mundial consiste en una suerte de competencia para determinar quién infunde más miedo, y sobre todo quién es capaz de infundir más miedo en su propia población. Ninguna ideología funciona si no dice una parte de la verdad, pero el problema aparece cuando se hace de esa verdad parcial una totalidad. Esto es lo que permite la aplicación del terrorismo en nombre del Bien, un universal abstracto que cuando se eleva a categoría de absoluto se transforma lisa y llanamente en el Mal. Todos los terrorismos modernos se basan en un absoluto: Dios, la raza aria o la dictadura del proletariado.