CULTURA

Edificio

Fui la que se tomó el 106 en Retiro cuando todavía te daban boleto y lo guardó adentro de este libro. Fui la que salió en los diarios y guardó los recortes.

edificio marcela toledo 20191115
| Marta Toledo.

La vida de edificio de departamentos me resulta casi ajena. Crecí en un pueblo de casas bajas y la primera vez que subí a un ascensor fue a los 7 años, cuando vine, también por primera vez, a Buenos Aires y pasé unos días con mi abuela, mucama cama adentro de una familia de Caballito, en el cuartito de servicio, invitada por sus patrones. Entonces me había parecido fascinante todo, incluso la falta de patio, ese mínimo patio colgando en el vacío que son los balcones. Con la nena de la casa nos entreteníamos escupiendo carozos de ciruela a la gente que pasaba por la calle. Viví brevemente, poco más de un año, en un edificio cuando me mudé a Capital, hace veinte años. Un departamento sobre Pueyrredón y Córdoba que nos alquiló una amiga. Toda una pared era solo ventanal y en el verano era un infierno. No tenía balcón.

Ahora, provisoriamente porque la casa está en obra, tuvimos que mudarnos a un departamento. También es de un amigo, otro amigo, que nos lo alquila. Es diminuto como aquel otro, sin balcón, con menos ventanal, sobre Pueyrredón pero Honorio. Claro que ahora tenemos veinte años más y cuatro animales.

Desmontar una casa habitada por quince años es una experiencia aterradora. Los placares, los cajones, los estantes de los muebles se convierten en cajas de Pandora que preferiría no abrir. El pasado, aquello que fuimos y ya no, está agazapado ahí y salta a la cara como una alimaña asustada. Fui esta que dejaba notas amorosas en la heladera. O esta de la foto tan flaca y sin bolsas en los ojos. Fui esta persona cuyo nombre figura en el recibo de sueldo, tuve un trabajo fijo y un recibo de sueldo alguna vez. Pero también fui la que fue a todas estas comuniones, bautismos, fiestas de cumpleaños, casamientos… la que volvió a casa con todos estos suvenires ridículos y los metió en cualquier cajón. Fui la que se tomó el 106 en Retiro cuando todavía te daban boleto y lo guardó adentro de este libro. Fui la que salió en los diarios y guardó los recortes. La que fue a ferias, congresos, festivales y guardó los programas. La que fue al Museo de la Orangerie y a la Arena de México y guardó las entradas. ¿Por qué? ¿Para qué? Todavía tengo fresca la sensación hermosa de ver Los nenúfares de Monet... ¿para qué entonces necesito guardar este cartoncito que da cuenta de que estuve ahí?

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El pasado, aquello que fuimos y ya no, está agazapado ahí y salta a la cara como una alimaña asustada.

Meter una casa grande en un departamento de dos ambientes es casi imposible. Así que solo traigo lo indispensable. Algunos libros, algo de ropa, los vasos lindos porque, aunque esté de paso, aunque este sitio sea una especie de pied-à-terre, quiero poblarlo de dos o tres cosas propias. La taza de Twin Peaks y el chanchito de terracota, por ejemplo.

Pero qué feos que son los edificios. El olor a bife del mediodía que queda pegado a las paredes del pasillo y se mezcla con el de la cera que pasa meticulosamente el portero. El cuartito de la basura; el montón de llaves y de puertas que hay que abrir hasta llegar al departamento; los ruidos del piso de arriba: niños que corren, aspiradoras que zumban, un perro que se queda solo todo el día y no hace más que ladrar para matar el aburrimiento.

Cuando viví en el otro departamento, el carnicero de la cuadra vivía en el mismo edificio. A veces iba a la terraza a colgar la ropa y el tipo estaba tomando sol con anteojos oscuros, un slip minúsculo y brillando de bronceador. Era inquietante verlo así, tan a la que te criaste, y después en su local empuñando un cuchillo y con el delantal lleno de sangre.