CULTURA
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Sentido y doble sentido

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Imaginemos esta escena: un ensayista, un crítico, un escritor o incluso un mero columnista, escribe muy favorablemente sobre la obra de otro escritor, pero menciona que su último libro no le gustó, argumenta las razones de esa distancia y finalmente señala que espera con gran expectativa su próximo libro. ¿Puede eso leerse como un veredicto? ¿Como una sentencia? ¿Como si el autor de esa opinión funcionara como un juez, como alguien que reparte condenas y absoluciones?

Imaginemos ahora otra escena: una joven y talentosa filósofa le dice a un ensayista, un crítico, un escritor o incluso a un mero columnista, que los artículos que éste publica parecen escritos “con la guardia alta.” ¿Qué significa esa frase? ¿Que la literatura es una forma de combate? ¿Que involucra siempre una cierta tensión? ¿Qué debería bajar la guardia y soltarse, relajarse un poco más?

Ambas escenas conducen a la pregunta por las formas de escribir y los modos de leer. Son preguntas sustanciales, claves, y las dos tienen decenas de respuestas, todas válidas, todas ciertas, pero también todas erróneas. No hay un camino único, una receta, un prospecto con la fórmula secreta.

Por supuesto que esto no implica que todo da lo mismo, que todo vale igual, que todo es intercambiable, como una especie de democracia universal, un relativismo bobo –valga la redundancia– en el que todas las opciones son valiosas mientras se respete la pluralidad (una de las cosas buenas de la literatura es que precisamente no respeta la pluralidad, más bien se opone a ella).

Pero la idea de que, frente a la escritura, no se sabe cuál es la respuesta cierta y cuál la falsa, cuál el modo bueno y cuál el camino torpe, en cambio sí remite a un nudo problemático, sobre que el que tengo una posición tomada: si a algo se opone a la escritura es a la noción de autoridad. La literatura, el ensayo, la crítica e incluso una mera columna, desconfía de la autoridad de los textos que comenta y, sobre todo, de su propio lugar de autoridad. Si algún fantasma ronda a la literatura, al menos al tipo de literatura que a mí me interesa, es el del malentendido y la paradoja (la paradoja se opone a la doxa). El texto que se niega a sí mismo, la autoridad que se desarma y la fragilidad que se expone como condición de posibilidad para el pensamiento.

Ya que hace unas líneas mencioné la palabra democracia, no estaría mal trazar un paralelo. En un extraordinario artículo llamado La cuestión de la democracia, el filósofo Claude Lefort la define como el sistema político en el que el lugar de poder está vacío: “Su ejercicio está sometido a una puesta en cuestión periódica (…) Vacío, desocupado (de modo que ningún individuo ni grupo puede serle consustancial) el lugar del poder se revela irrepresentable.

Sólo son visibles los mecanismos de su ejercicio”. Siempre pensé que esta definición, más allá de su evidente inteligencia y atractivo, era insuficiente para definir a la democracia (ese vacío debería tener también una relación íntima con la justicia y la igualdad) pero en cambio, siempre me pareció de una lucidez extrema para pensar a la literatura.

Quizá la literatura sea eso: un modo de no poder jamás ejercer el poder, de no poder usurparlo, de no poder representarlo: un lugar vacío.
Escribir, un poco como Bartleby, como el Blanchot de la Escritura del desastre, como los mejores poemas de John Ashbery es una forma de poner en cuestión el yo, la voluntad de poder, el lugar de autoridad. La ironía, la risa, la erudición son otros modos de llegar al mismo resultado.

Como si la escritura tuviera siempre un subtexto, un subtitulado que dijera: “No crean todo lo que estoy diciendo, no se lo tomen tan en serio” (el sentido es siempre doble sentido). Al fin y al cabo, qué mejor definición que la que da Flaubert en su Diccionario de los lugares comunes: “Literatura: ocupación de los ociosos”. O tal vez sí haya otra mejor, ésta de Barthes: “Loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico”.