Osvaldo Soriano fue un autor muy leído: en todo el mundo se vendieron más de un millón de
ejemplares de sus libros. Sin embargo, en el circuito académico local su obra siempre resultó
menospreciada.
Resultaría iluso suponer que ventas masivas son sinónimo de excelencia literaria. Pero, al
mismo tiempo, resultaría iluso suponer que ventas masivas son antónimo de excelencia literaria. En
otras palabras: de lo único que habla el volumen de ventas de una obra determinada es del grado de
aceptación que tuvo dicha obra por parte del público lector.
Por lo general, en el circuito académico a Soriano se le achaca poseer una prosa desprolija,
atolondrada si se quiere. Buena parte de las críticas que la academia centra en Soriano son
similares a lo que en su momento se decía de Roberto Arlt, por lo menos hasta que Piglia modificó
la visión sobre la obra del autor de Los siete locos. En lo personal, creo que las críticas del
circuito académico respecto de Soriano radican en que se parte de una serie de sistemas de lectura
–en su mayoría, obsoletos– que dos actores fundamentales de la literatura no tienen en
cuenta: el lector común y el autor. Soriano consiguió establecer un potente lazo entre su obra y el
lector. Hoy, ese tipo de relación resulta asombrosa, por lo menos en cuanto al volumen. Que no
exista ese tipo de relación entre escritores argentinos y lectores habla de tres elementos: los
escritores, los lectores y los medios que establecen la relación entre ambos.
Dado que la idea era opinar acerca de Soriano, diré entonces, en relación con uno de los
componentes que planteo, que su obra, su voz, poseía algo que es difícil encontrar en páginas
contemporáneas: creía en lo que escribía; no se trataba de un impostor, de un malabarista de la
palabra sino, simplemente, de alguien que deseaba contactarse con los lectores a partir de su
pasión: contar historias.
* Diego Grillo Trubba es escritor y sociólogo