Su cuerpo es más bien cónico, suele meterlo en camisas amplias de telas sedosas y colores vesperales; ostenta unos 55 años, cabello entrecano, al igual que la barba bouquet. Darío es el marido de Mónica, la dueña del complejo de departamentos donde me hospedé esta semana en Ita Ibaté. El mío contiene una habitación sobria; además de las mesas y sillas del afuera, en la construcción rectangular bañada con los tintes del ocre pardo, hay un adentro con sanitario detrás de la barra extensa; en el rincón donde habita una lámpara de pie, un tenue foco decanta la baba lumínica. (Me parece oír el silbido de un mosquito, el aroma descansado de las lentejas se mete por la nariz). Los días son tibios y calmos. Y sobre todo pasan; el pulso atenuado que exhiben los pueblos de provincias.
Darío y Mónica chocan como dos esferas de acero imantadas que luego de la colisión inicial retroceden solo para agarrar el envión suficiente y proceder otra vez al impacto, de forma más brutal. Disponen los cuerpos como piezas de un contingente turístico que los arrastra por el flujo turbulento hasta depositarlos en el núcleo de un huracán de intolerancia y confusión. La estrategia diseñada en defensa de la preferencia por el vértigo, el encuentro de dos bestias hambrientas que toman por asalto la cocina de un tenedor libre. En ese nudo de intuición donde encontrar los huecos, los vacíos para penetrar cada vez más profundo en ellos, van chupando lo que el otro deja sin remordimiento alguno. El potlatch en el que la distribución de las ofrendas se sucede en la anarquía del desvarío, y los minutos se alargan, tensos y resistentes, antes de cortarse. En la sala grande del complejo, cuando se cruzan, corren los nervios de la discordia en ríos de electricidad discontinua. La atmósfera exhibe las hilachas sórdidas de la descomposición. En ocasiones, al verse sobrepasado por la fuerza descomunal del oponente, Darío abandona el carreteo para envolverse en un silencio nocivo, y quedar así: como si la vida fuese puro dolor de vivir. Las formas extrañas en la administración del amor.
Darío nos confirma la travesía pesquera para el otro día, que incluye el lugar donde detener la marcha, anclar el bote y armar el campamento para pasar la noche (El espacio elegido parece lloriquear, arriba y abajo; lecho mojado por el rocío vespertino que imprime un aspecto ceroso. El aroma proyectado de las hierbas blandas impregna el ambiente y el todavía poder cegador del sol se amplifica con el nácar del colchón pluvial.)
Acampanar implica colgar las hamacas de los árboles y buscar madera seca (uf) para engordar la fogata que no solo permitirá alimentarnos sino, sobre todo, espantar a los insectos y posibles predadores nocturnos como los pumas. Darío convoca: asegura que detrás del cortinado verde que nos rodea reside una placa de agua en la que reposan flamencos, espátulas rosadas y garzas blancas. Nadie responde. Todos agotados. En mi caso, solo escaneo el arriba. Descubro detrás de una celosía natural extrañas flores anaranjadas de las heliconias trenzadas a los árboles robustos (rivalizan para obtener una porción de luz). Me detengo a la vez en el batallón de hormigas que ascienden por las cuerdas de la hamaca. Tengo la piel inflamada e irritada; cocinada por el sol. El ronroneo carrasposo de los mosquitos es incesante. Con la noche llega un diluvio torrencial y el aire se satura de humedad. Se activa el sonido ensordecedor (los pumas cazan tapires en la oscuridad, estos escapan del asedio internándose en la espesura selvática que despierta a los monos aulladores, que a la vez espabilan aves, y así; la vida se agita) de un sistema mecánico perfecto.