En La balada de Narayama, aun en sus dos versiones cinematográficas tan diferentes entre sí –la de Kinoshita de los años 50 y la de Imamura en los 80–, se mantiene intacta la desgarradora decisión de la vieja Orin, que es el espíritu del poema tradicional japonés escrito por Fukazawa. Pronta a cumplir los 70, edad que indica la costumbre de llevar a los viejos al monte de Narayama para dejar de ser una carga para los hijos y, en definitiva, morir, la anciana no ha perdido ni la vitalidad ni los dientes. Para lo último encuentra la solución y se los arranca. Para lo primero debe convencer a su hijo de que la traslade sin haberse convertido en un peso y, muy por el contrario, gozando de buena salud. Pero Orin quiere seguir la tradición a rajatabla y para ello debe decretar su propia senectud.
Un lugar para vivir cuando seamos viejos, la inmensa exposición de Ana Gallardo en el Museo de Arte Moderno, se conecta de algún modo con esta reflexión sobre qué significa volverse viejo, en qué momento eso ocurre y dónde ubicarse, literal y simbólicamente, cuando eso suceda.
Sin embargo, en la muestra, sobre todo de la manera impecable en que está montada, se transita por diferentes espacios, físicos y emocionales, que van organizando estas ideas acerca de una posible soberanía sobre el cuerpo y la mente en la tercera edad. Como Gallardo se pone en primera persona y experimenta el propio artificio del arte que construye, es difícil pensar en este derrotero sin su media sonrisa, su figura esbelta y su colección deliciosa de fracasos que tanto ama. Como si en esa falla, en ese revés y decepción, estuvieran la potencia de su arte y el modelo de transformación.
Si bien CV laboral (2009) no es la primera pieza en el tiempo cronológico de esta muestra, es una cifra de ese inicio y una determinación del final. Porque Un lugar para vivir cuando seamos viejos tiene la trama de una historia, casi de una novela. Apela a una educación sentimental que comienza con la lectura de ese CV, que es Gallardo con su voz y presentando una cantidad exorbitante de trabajos que, en principio, no tendrían mucho que ver con ser artista. Al menos no en un sentido convencional: desde oficinista hasta telemarketer. Lo interesante es que la presentación se detiene justo en ese momento, en el que ella considera que ya es otra cosa. Por ejemplo, una artista.
La información de esta obra se esparce e ilumina a muchas que siguen en el diseño del recorrido, Casa rodante, Mi tío Eduardo o Mi padre. No tanto en lo que las piezas confieren sino en el sentido de una praxis. Hacer cosas con el arte, como si no bastara la contemplación del espectador a una obra y hubiera que mudar los muebles o conseguirle el pasaje para que Eduardo vuelva a su tierra natal. Más concretamente, ya en el título: Acciones primarias. Una serie de performances en las que Gallardo les cumple el sueño a mayores de 70 años ofreciéndoles un espacio para hacer lo que siempre quisieron. También se lo cumple a ella misma: poder estar con ellos para bailar, cantar, sembrar la tierra.
Todo desemboca en la sala del segundo subsuelo del museo con su ambicioso proyecto de dibujo Boceto para la construcción de un paisaje: la laguna de Zempoala. Allí se unen, imaginariamente, todos esos microrrelatos. Un espacio poblado de palabras con las que se cuenta que esa laguna es importante porque están las cenizas de su madre y que ese paisaje, hecho con sus dibujos, es un buen lugar para descansar. Finalmente, Gallardo desciende y logra ese lugar: compone su propia balada de Narayama. Un monte personal al que no necesita que nadie la lleve