La historia llamada “Borges y la crítica argentina” puede resumirse diciendo que ha sido una comedia de enredos y equívocos, una de esas comedias en la que los críticos cambian de ropa, de actitudes y de carácter a medida que transcurren los actos.
Borges, más que ser un eslabón en la historia literaria, fue un problema de la política en relación con la literatura, o de la literatura enfrentada a las distintas políticas. Los “sentimientos complejos” con los que Jitrik dice leer la obra son el espejo exacto de cuanto ha sucedido en la crítica argentina. Porque no solamente los críticos han variado su juicio, sino que el accionar de Borges es el que permitió el encuentro o el desencuentro, que no se limita a la fruición estética ni a la posición política, vayan juntas o separadas. El desacuerdo o la ambigüedad son constitutivos de Borges respecto de las grandes disputas culturales que atraviesan toda la historia argentina.
Ironía de los equívocos: la izquierda siempre se equivocó con Borges porque lo leyó con la pesada (y cansada) maquinaria de la estética marxista, para recibir así –según confiesa Sebreli– “la inquietante sorpresa” de leer (en francés) varios ensayos de Otras inquisiciones en la revista faro de la “generación parricida”, Les Temps Modernes, que contribuyó a la consagración internacional del escritor menospreciado por los jóvenes de Contorno. El esnobismo argentino –del que Borges se reía– no es un atributo sólo de la derecha, también se dibuja en el estandarte de la izquierda.
Y, paradójicamente, serán los críticos o los escritores de izquierda quienes escriban el último capítulo en la canonización de Borges. Esto es perceptible en la década de 1970. Ricardo Piglia, que dirige la revista Literatura y Sociedad (salió un solo número: octubre-diciembre 1965), debe expresamente dejar atrás las anteriores lecturas de la “izquierda tradicional”. La operación consiste en dividir el juicio crítico entre el valor literario y la significación política de Borges. Esta tarea que inicia Piglia, todavía cercano a las posiciones de Contorno, será continuada por los críticos que se inscriben, de una manera u otra, en posiciones cercanas a la izquierda, como Nicolás Rosa que en 1974, en el volumen compilado por Jorge Lafforgue, Nueva novela latinoamericana 2, publica Borges y la ficción laberíntica, lejos del “olvidar a Borges” que vendría después. Habría que explicar ese “olvidar a Borges”, pues supone un punto de partida: la absoluta canonización del escritor, que queda convertido así en una especie de Pushkin de la literatura argentina. Lo que quiere decir que ocupa todos los casilleros posibles en el sistema, es el centro del sistema y también sus suburbios, y en mayor o menor medida la historia futura depende de él.
Es lo que dirá Josefina Ludmer: leemos y escribimos en su ley, Borges constituye la ley de la que dependemos, y nos costaría trabajo imaginar otra ley que se le oponga (El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, 1988). Pero esta ley futura, a favor o en contra, o neutral, deberá atravesar, englutir y transformar al Borges que hoy parece ocupar el centro de la literatura argentina. Lejos de oponerse al peronismo, Borges entra a formar parte de la misma serie. Ya no hay “a favor” o “en contra”. Porque lo que insinúa Ludmer al emplear la palabra “ícono” es que Borges ha quedado convertido en un mito, algo así como una estampita que puede codearse en el mismo altar con Eva Duarte o con Gardel.
Pero el giro más espectacular de la crítica nacional lo dio Beatriz Sarlo, quien convirtió a Borges en una especie de cifra de la política argentina, particularmente de los apasionados años 70, del peronismo, del furor, de la pasión irracional, y de las propias posiciones políticas de Sarlo (La pasión y la excepción, 2003). Borges como cifra y oráculo de todo un segmento de la historia argentina. La movilidad del objeto “Borges” acompaña la movilidad de la historia y de la biografía política y literaria del sujeto crítico Sarlo. Nada en contra, todo a favor.