Hace unos días, cerca de La Nave de Oseberg de la calle Ayacucho, uno de los estudios preferidos del mal llamado género urbano, se escuchaba el diálogo de un influencer a jovencísimos y tatuados músicos. “Yo produzco primero contenidos, streaming y redes, además de música”, fue la frase suelta que podría emerger con todo crudo realismo capitalista en El ritmo no perdona (Caja Negra). Travesía sentimental del trap, el hip hop y el RKT del nuevo milenio, de Camila Caamaño y Amadeo Gandolfo, que constituye uno de los primeros análisis extensos de la ola que sacude la escena mundial. “Mi vida en la music, lo más real que vi”, del Duki en “No vendo trap”, y en la mesa de saldos este libro de la realidad pospandemia, poshumana y rota.
A lo que es y no es el trap, y sus distintos derivados en el reggaetón y la cumbia, a eso que vende o no vende en este presente precarizado y neoliberal, los autores emprenden con bagajes que payan periodismo y academia. Inspirado el título en una canción de Daddy Yankee que repite que escuchamos un “ritmo bestial que te pone bien al día”, las páginas se sumergen a el vertiginoso pasaje del freestyle callejero a los estadios repletos en Hispanoamericana de hoy pesos pesados de la industria en Dillom, Wos, Trueno hasta llegar a las ATP de Lali y María Becerra, y los mainstream de Bizarrap –“¿por qué será Bizarrap si no es bizarro ni hace rap?”, se preguntan atinadamente del productor Midas, que produce en verdad cansino pop de fórmula– y Ca7riel & Paco Amoroso.
“Este es un libro de crítica musical”, se ataja con una lista sábana de nombres notables, un poco de Mark Fisher, allá algo de María Moreno, un poco de Juan Ortelli, mucho de artículos propios en blog y YouTube. Aparece en el tránsito un ensayo hecho de voces recortadas y menudeos a la carta, “freak”, en palabras del prologuista Pablo Schanton, pope de la crítica de la escena indie inmediatamente anterior al trap, que procede, palabras más, palabras menos, a destripar las más de cuatrocientos páginas que estamos a punto de leer.
Qué escribe la banda nueva en la pared. “De verdad nos atrevemos a salir de la “zona de confort” y confrontarnos con “lo otro”, para ampliar nuestra noción de realidad (social)? ¿De verdad estamos cansados de aplaudir a quienes comulgan para los convencidos? ¿De verdad estamos listos para terminar con el virtue signalling, con el alardeo moral que no es sino una “selfie con contenido”, o sea, una rama más del narcisismo de redes? Es hora de afinar los oídos aunque lo que oigamos no nos guste”, remata Schanton luego de subrayar ciertos aspectos que merecieron poca atención en este trabajo como las raíces profundas de eso que Macedonio Fernández advertía: “qué triste la vida del gaucho: siempre hablando en verso”. O, algo que también se podría acotar en la escena bien conocida por Schanton, de lazos de comunidad y autogestión de la música post Cromañón, incluso de autoedición, que no reinventaron solamente unos pibes nativos digitales subiendo escalón por escalón.
El presentismo y la urgencia que modela el ritmo apelotonado de los autores, por instantes click fandom, entrampados en las mitomanías del entretenimiento, adquiere solo por párrafos esa crítica que reclaman en la introducción. Y ganan un poco de sangre fría al puntualizar el vaciamiento social ahora epitomizado en la movida, “la audiencia quiere mirar con el otro (o al otro) y corroborar su opinión que es igual de inocua que la del streamer: todo está bien y no hay otra otredad posible. Nos movemos entre los nuestros, decimos todo lo mismo y aunque la estrella pueda comprar mil veces la casa en la que vivo, piensa igual que yo”, sentencian al unísono la grieta. La ventura del texto aparece en las partes que arremeten contra la sexualización infantil, que encarnan los estrellas hip hop de la época posinfantil como acota Eloy Fernández Porta en “Afterpop”, o la ludopatía que se viraliza entre los adolescentes consumidores de streaming, manos arriba, con el dios dinero.
Marchas y contramarchas del trap, que Caamaño y Gandolfo pican al huevo de la serpiente de “una música colectiva que habla de lo individual…vinculada al ascenso y la fama”, con meandros de absoluta originalidad en el abrasivo y conurbano RKT, aunque dejan al fin esperanza en el avasallador imperio del ritmo. Y así actualizan ingenuos la confusión de que lo nuevo puede ser liberador cuando el realismo capitalista recuerda que no hay nada más reaccionario que el último juguete. “Esta es una historia inacabada y ambigua, y como todo historia inacabada es imposible saber cuál es el balance en las escalas de la Justicia (sic). Pero, ¿acaso no es hermoso vivir el presente, sumergirse en él, empaparse en sus aguas, apostar por lo nuevo y sentir la energía electrizante de lo inesperado”, cierran el racconto que vuelve a ellos.
Hace unos meses Walter Lezcano en Freestyle o el fin del rock (Interzona) también optó por la primera persona para contar una trayectoria parecida a los ensayistas, mayores llegando al trap desde el disfrute y el goce, y se valió de la experiencia personal, aunque pretendió no cortar puentes con el pasado. Que parece muerde la cola del trap, otra acotación de Schanton, porque uno de los primeros himnos del mal llamado género urbano –oportunísima aclaración aquí de una categoría boba– fue Duki en 2018 con “Rockstar” y la lírica de “Cojo putas como un rockstar”, oda a la obviedad pomelesca de animé.
¡Agarrate! Testimonios de la nueva vieja música. “Veo cómo se acercan muertos por ver al trap ‘tá de moda” dispara YSY A, otro de los padres fundadores ralo de mujeres con una lengua sucia que no reproduzca el patriarcado, “que lo empuje bien violento”. Simon Reynolds y Mark Fisher, inspirados en el posmarxismo (perdón sociologismo para este libro de crítica musical que los tiene a montones), hace décadas LA vieron en la hegemonía hip hop, en esta contenedismo visceral que expresa el mundo donde es, mix Reynolds-Fisher, “tal como es, un sálvase quien pueda, un sistema de explotación perpetua y criminalidad generalizada en la que la mayoría va a perder”. Entre medio, el trap como signo de los tiempos condenados de narcisismos, falta de imaginación y mercantilismos.