CULTURA
Historias literarias XXIII

Tras las huellas de Joseph Roth

La alianza verdadera entre escritura y alcohol ha dado muestras de ser indisoluble, pero nunca como en el caso del austríaco Joseph Roth, quien llevó tal matrimonio hasta el paroxismo. La visita de Edgardo Cozarinsky por los lugares que vivió el autor permite reconstruir las sombras elusivas de una errática leyenda.

Cozarinsky Roth
Cozarinsky, en el Café Tournon, detrás de la placa grabada con la cita de Roth. | cedoc
Cada vez que vuelvo a París, mi primera visita ritual es al Café Tournon, en el ancho tramo final de la calle de ese nombre, donde se abre ante el Senado y el Jardín de Luxenburgo. Sentado ante una mesa, leo una cita de Joseph Roth grabada en una placa fijada a la pared: “Una hora es un lago, un día un mar, la noche una eternidad, despertar el horror del infierno, levantarse un combate por la claridad”.
En Berlín, es a la Joseph-Roth-Diele, en la Postdamerstrasse, adonde me dirijo en busca de su fantasma. Roth nunca pudo beber ni comer allí –el establecimiento tiene poco más de una década de existencia– pero sus dueños lo han convertido en una suerte de templo profano en memoria del autor. En el Café Tournon y en sus pisos superiores, que eran hotel hasta no hace mucho, Roth pasó algo más que su último año de vida; fuera de la cita, y la fotografía enmarcada, sólo hay algunos ejemplares de sus libros sobre los estantes de una suerte de recámara que prolonga el fondo de la sala. En el restaurante berlinés, en cambio, no sólo están sus obras completas, hay biografías y estudios sobre él; las paredes están cubiertas de fotografías suyas y de los lugares donde vivió esa “huida sin fin” que dio título a una de sus novelas. En el cielorraso, una larga cita reproduce, ampliada, su letra.
Traduzco esas palabras: “Mi madre era una judía de constitución robusta, eslava, cercana a la tierra. A menudo cantaba canciones ucranianas porque era muy desdichada, como lo son los pobres, y entre nosotros son ellos quienes cantan en casa, no los felices, como en tierras del Oeste... Por eso las canciones del Este son más hermosas, y al oírlas quien tenga corazón estará a punto de llorar”.
Para Roth, la madre perdida reapareció al final de su vida en la persona de Germaine Alazard, patrona del Café Tournon y del Hotel de la Poste, que ocupaba los pisos superiores. Las mujeres con quienes convivió más allá de un roce efímero no habían correspondido a una imagen materna: ni la desdichada Friedl, que iba a ser internada en un asilo psiquiátrico y más tarde liquidada según las leyes de eugenesia del Tercer Reich, ni Manga Bell, mestiza, poética, promiscua. Madame Alazard no era judía, no era robusta, no era eslava; poseía, sin embargo, esa condición de proximidad a la tierra (erdnäher), lo que en Francia se hubiese definido como “una naturaleza campesina”, capaz de aliviar el descenso final del escritor.
Roth ya bebía y escribía en el café de Madame Alazard cuando su domicilio estaba enfrente, en el Hotel Foyot. Cuando éste cerró, cuentan que sólo abandonó su cuarto al oír los primeros piquetes de demolición, y lo hizo para cruzarse al Hotel de la Poste. Madame Alazard protegía el trabajo del escritor de los accidentes y arrebatos que el alcohol propicia: guardaba al lado de la caja, bajo el bar, el manuscrito en el que trabajaba Roth; se lo entregaba apenas lo veía instalarse ante una mesa, con el primer Pernod del día. Cuando la última crisis hizo necesario llamar a una ambulancia y transportarlo al Hospital Necker, fue ella quien avisó a los más cercanos: a Soma Morgenstern, el escritor amigo; a Blanche Gidon, la traductora, y a Friderike Zweig, esa Friderike Maria Burger von Winternitz, la primera mujer de Stefan. Roth se desprendió de esos apoyos que procuraban subirlo al vehículo; erguido, llamó a Madame Alazard para que lo precediera: “Las damas primero”.
Hace muchos años que murió Germaine Alazard. Del escritor sólo había conservado unas páginas del manuscrito de El anticristo y los mensajes en que se disculpaba por haberla increpado cuando al final del día ella se negaba a servirle un Pernod más, que nunca era el último. (Tambaleante, Roth recorría los cien metros que lo separaban del Petit Suisse, en la esquina de la Rue Corneille.) No hay fotografías de ella en el Café Tournon. En la Joseph-Roth-Diele creo poder identificarla en una silueta borrosa: observa, a cierta distancia, la mesa junto a la ventana, donde el escritor, como era habitual, discute con otros exiliados austríacos.
Hacia fines de los años 30, con Hitler ya en el poder y en vísperas de la anexión de Austria, puede haber sido ante esa mesa donde reunió firmas para instar a Otto de Habsburgo, heredero del doble trono, exiliado en Londres, a reconstruir el Imperio Austro-Húngaro sobre una base federativa como la que en Suiza asocia cantones de etnias e idiomas distintos: lo pensaba como posible contención entre la barbarie expansionista del Tercer Reich y de la Rusia soviética. La anécdota cuenta que Otto, emocionado al leer la carta, no dejó de observar que esos súbditos fieles, que anteponían a la firma el grado con que en 1914 habían servido en el ejército imperial, eran, todos, judíos.
Roth desconfiaba de todo nacionalismo, y no sentía simpatía alguna por el sionismo. Había nacido en los márgenes orientales del Imperio Austro-Húngaro, en esa Galitzia que iba a pasar a Polonia y luego a Ucrania, pero su sentimiento de lealtad era con la doble monarquía, liquidada en 1918. En su visión idealizada del Imperio eligió ver la convivencia, la resolución de conflictos mediante compromisos, a menudo difíciles pero que excluían el uso de las armas. La Historia, que en su momento decretó irrealizable esa ilusión, iba a sonreírle medio siglo después de su muerte, cuando el desmembramiento de Yugoslavia despertó las más sangrientas guerras, ya no civiles, que Europa conoció a fines del siglo XX.