A mediados de los 70 emerge una de las cofradías poéticas más amalgamadas de la literatura argentina: la del neorromanticismo. Declaraba, desde el inicio, su filiación con el romanticismo alemán y el surrealismo, tanto el francés como el de su versión local: el de los poetas Enrique Molina y Olga Orozco.
Nuestro paisaje político, como el del romanticismo o el de la mística, era la noche; pero una noche sin alba ni trascendencia, como la de una cárcel. Quizá la mayor noche de nuestra historia: la del Proceso de reorganización nacional, la que empezamos llamando “golpe” –otro de los tantos golpes– y terminó demostrándose que no era un golpe sino un genocidio; noche y desaparición de la democracia, de los derechos, de la verdad; desaparición de vidas, miles, miles de sueños.
La poesía, su lenguaje, buscó la otra noche, otro reino, no como evasión: como salvación lírica, como habitar poético, diría Hölderlin, aunque el habitar haya sido un destierro abrazado. Eran años tan negros que buscar la belleza era una rebelión, era encender la noche.
Ultimo Reino aparece en octubre de 1979. Fue la síntesis y el encuentro entre dos grupos: Nosferatu , que se congregaba en torno de Mario Morales, y El sonido y la furia , que incluía a Víctor Redondo y Susana Villalba, entre otros poetas afines al planteo neorromántico que antes los había reunido (...) en el intento de resistir al avance de la razón utilitaria, la razón instrumental, la desacralización. Más que una estética, una crisis (...).
Esa misma noche le dará a su poética un cierto tono umbrío, un cierto hermetismo, no complaciente de sí sino necesario, como cuando aquello de lo que se habla no es lo que delimita la claridad solar, no es lo que legitima la dogmática positivista sino que son esas zonas de la realidad y la subjetividad donde no reinan los límites de la razón –que es la razón de los límites– sino los claroscuros de la profundidad, la penumbra de lo hondo, los bordes temblorosos de lo naciente (...).
Ese fue el clima neorromántico: el del rechazo de una existencia, una literatura, donde la magia y el misterio aparecían expulsados, donde la vertical azul de lo sagrado parecía desterrada. Pero fue un rechazo poético, es decir, en la palabra que obra, en la poiesis que acontece abriendo en la trama de cualquier sistema una alternativa, una obra, un inicio. Es decir, fue una profesión de fe. Un credo (...).
El mundo neorromántico fue un recorte de sentido en la prosa de la realidad, Ultimo Reino delimitó una nítida cartografía, en ella no entraba lo que ya es sino lo que aspira a ser, lo que debe ser, no en el sentido moral sino en el sentido imaginario: se trataba de crear, y, sobre todo y como a priori, de imaginar: imaginar para elevar. La imaginación es, en esta estética, la fuerza motriz, en ella y no en la voluntad de poder está el poder de transfigurar la realidad, el de traer a la presencia al ser que llega haciendo ser, dándose a decir. Imaginación en el sentido fuerte de la palabra, ese sentido que hizo que desde ella se levanten catedrales de pesadas piedras tan reales como los puentes o los rascacielos programados por la razón (...).
El movimiento llamado neobarroco, que despunta en la década de los 80, deriva de la ebullición verbal del cubano José Lezama Lima, tan exuberante en su decir como en su contextura física. Severo Sarduy, otro cubano, configuró más que nada el aspecto teórico y, en Néstor Perlongher, el neobarroco se concreta “neobarroso”, se hace nuestro, se hace un barroco “cuerpo a tierra”, tierra de aquí.
Si el neobarroco o neobarroso tiene un lugar, una geografía, un topos, ése es el lenguaje, la palabra como carnadura; la palabra, diríamos, como el lugar donde, sin solemnidades pero con respeto por ella, volvemos a jugar, a ilusionarnos, a reír, no de ellas sino en ellas y con ellas. Palabras –fieles al barroco arquitectónico– sobrecargadas aunque no pesadas, se enredan entre ellas, bailan o marchan erráticamente, no van a ningún lugar, en ese juego llegan a sí, saltan o enhebran, es verdad que nos trascienden hacia ningún lugar, pero tampoco se detienen en ninguna fijeza, se coagulan en ninguna verdad, se cristalizan en ningún significado (...).
Si su filiación es, dijimos ya, caribeña, también trasuntan lecturas del psicoanálisis, así como aparecen vestigios de la incontinencia derridiana o del rizoma que nos dibujó Deleuze y que parece ser la figura que más roza esta estética, o la que esta estética del desplazamiento configura como movimiento (...).
Lo que llegó a llamarse objetivismo es una estética que se configura en torno de Diario de Poesía , un paradójico “diario” trimestral que buscó, y logró, ganar la calle, dar visibilidad a la poesía a través de su publicación. Daniel Samoilovich, poeta él mismo, inicia y continúa dirigiéndola desde 1987, fecha en que comenzó su publicación. Su inspiración llega de poetas norteamericanos, William Carlos Williams y W.H. Auden, así como de otros más nuestros, sobre todo Joaquín Giannuzzi, Alberto Girri y Leónidas Lamborghini (...).
La poesía que suele llamarse objetivista es la que intentó este regreso a las cosas, a las cosas y a la confianza en que las palabras son aptas, bastante aunque no perfectas, para nombrarlas, para captarlas. Tanto el “logos” helénico, el dâbar hebreo o el “Verbo” cristiano confirman esta identidad; identidad cada vez más cuestionada de la tácita alianza logocéntrica en la que se basa
Occidente: ser y decir son lo mismo, las cosas y su nombre coinciden.
Esta renovada confianza permite al poeta ser más un testigo, testimoniar lo que su mirada recorta en medio de la existencia, de la realidad, que, digamos, ser un hacedor, crear una realidad sin referencia a la “realidad”; le permite, diríamos, diluirse, ceder su lugar. No en vano la segunda gran divisa –divisa y condición de posibilidad– de la fenomenología es la epojé, es decir, el poner entre paréntesis al “yo” de quien ejerce el acto o el intento de conocer algo, el de poner de lado la subjetividad para que se manifieste, libremente y liberada, la objetividad, para que deje de serla (...).
Para el objetivismo no existe un sistema o una tabla de valores, éticos o míticos que se eleve –como las “ideas” platónicas o el decálogo bajado del Monte Sinaí– o se oponga a la realidad y con el cual medir, evaluar o contrastarla. Las cosas son “tal” como son y, lo entrecomillo porque lo refiero a la “talidad” –tathata–, concepto budista zen que aspira a la “experiencia pura”, un conocimiento, no diría “objetivo”, ya que eso supondría que hay “sujeto” que enfrenta al objeto, sino un conocer sin dominar, sin encuadrar la cosa conocida en un sistema de utilidades, de preconceptos o incluso una estética, un conocer tal como la cosa se muestra desde sí. Se trata de la “presencia” de las cosas, no del presente de la captación, de la re-presentación. El intento, en fin, de conocer, no de re-conocer-se o espejarse en lo que se busca conocer, conocer o poetizar (...).
El paisaje político dentro del cual se expresaron tanto el neobarroco como el objetivismo había sido otro que el neorromántico: en el inicio de los 80 la dictadura perdía fuerza, el regreso de la democracia despuntaba. La dictadura militar se fue de la misma manera que entró: esta vez fue Malvinas, otra vez fue la misma muerte.
Eran años de euforia, sentíamos un nuevo inicio; hasta olvidamos el duelo, el pelear el dolor, creíamos haberlo superado; después, desde no hace tanto, tuvimos que volver a mirarlo, a darnos cuenta de que el pasado no pasa hasta que no lo dejemos ser presente, que sigue mirándonos hasta que no lo miremos a los ojos.
La democracia, palabra fetiche de entonces, ya tenía un precio, el precio que le había puesto la dictadura: estaba casi devaluada a ser la administradora de la deuda externa, del colonialismo económico, de la dependencia, que habían dejado de herencia las dictaduras latinoamericanas de esas décadas. Era una democracia casi esclava, ya teníamos colonizados el inconsciente: la plata había dejado de ser un medio, ahora era una medida, “la” medida. Y la usura, su ley.
Los años 90 serían los del apogeo de esta iniciativa, como metáfora y realidad, la época del “uno a uno”, el dólar siempre igual, la devaluación, el salario como variante de cambio y la dignidad humana, otra pérdida. La economía ya era claustrofobia; el economicismo, el nuevo fundamentalismo occidental. El discurso único.
La corrupción se exhibía: mostraba el poder. La miseria, la desocupación, la pobreza, desnudaban al capitalismo salvaje. También aquí había que pagar; no con vidas, sí devaluando el vivir al sobrevivir. También aquí, en diferentes grados –es decir, culpabilidad–, todos fuimos parte; en la dictadura tal vez nos pudo el miedo o el instinto de conservación; aquí, la ambición. Lo uno y lo otro nos mutiló. De personas pasamos a ser individuos.
Fausto vendió su alma al diablo y con eso compró esa obra maestra que es ese mismo Fausto. Muchos otros la vendieron antes y después, pero no supieron comprar más que cosas, a veces premios o prestigios; otros, apenas seguridades. Digo, no se trata de emborracharse y cantarle al vino como el mítico Li Po: se trata de haber sido él, de su obra, su creación. Borrachos hubo y habrá, pero siempre sobrarán; los manicomios están llenos, pero muy raramente hay un Van Gogh quemado por sus soles o un Jacobo Fijman perdido en la poesía por negarse a caber en la razón. Tampoco es cuestión de la pertenencia a tal o cual escuela o a qué estética se adhiere; se trata de qué se hace en ella; de la propia obra, no de su lugar; de crear, no de poder o parecer (...).
En verdad podríamos pensar estas tres estéticas como tres miradas, tres aberturas hacia la realidad. Mirar el neorromanticismo como el intento de nombrar la trascendencia, el anhelo o el deseo de una ausencia que no se llega a nombrar, la sustracción o el rehuso que lleva a escribir, a intentar retener. Mirar el objetivismo como la inmanencia que recorta su propio borde, que abraza su propia finitud; o la palabra, la que explora el neobarroco, como esa mediación que a veces se refleja a sí, como un eco se su propio decir, pero que otras veces es el lugar no del encuentro del cielo y la tierra, pero si su humilde vecindad, su lugar no de identidad pero sí de posible encuentro, el sonoro espacio para que cada orilla susurre su llegar.
Un poeta es siempre hijo de su tiempo, pero nunca, si llega a ser único, si llega a serlo de verdad, debe morir en él. De esto que no se ciña a las cronologías ni se identifique o agote en estéticas o escuelas: ellas lo siguen a él, él ni siquiera las inicia. A veces sale de alguna de ellas, pero sale rompiendo, abriendo espacios, respirando, inaugurando una nueva cadencia. René Char no es mejor ni peor que Paul Celan, ni el Réquiem de Mozart superior a un Cuarteto de Schubert: ambos son incomparables; son, diría Kierkegaard, creadores que llegaron a esa privilegiada categoría de “lo único”, de esos pocos poetas que no se explican por los que los precedieron ni se justifican en lo que los que los suceden, esos que crean su propia ley, que son su propio tiempo, que abren y llenan su propio espacio. Cada uno, cada obra, cada poema.
Tomemos, como metáfora y aprendizaje de lo que llamaré una estética del silencio, al saludo japonés tradicional, cuando aún no era mera formalidad sino plena expresión ritual. Este ancestral gesto se estructura en tres movimientos, tres momentos: cuando dos personas se encuentran, ambas inclinan la cabeza, por un instante la detienen baja, después vuelven a erguirse y miran a quien ya no está frente a él sino ante él, no enfrentado sino respetado, no frente a él sino abierto a él; y entonces el menor espera que el mayor le dirija la palabra –escucha el que debe aprender a escuchar, el que escuchando aprende a responder– y recién, finalmente, responde.
Que este saludo ritual se repita en cada encuentro implica que hay que aprenderlo y renovarlo cada vez, llevarlo a cada palabra, plasmarlo en cada poema. Sólo desde ese origen, desde ese silencio, cada palabra nace inicial, cada vez nombra la única vez.
Me atrevería a pensar que hay algo así como una “estética perenne”: la estética del silencio; no es vanguardia, menos aún estridencia o novedad, es más que milenaria, antigua, tan antigua que estaba allí, en todo lugar, antes, millones de años antes, si cabe hablar así, de que se articulen las palabras sobre la tierra. Es la estética, o simplemente el ser del silencio que a todas precede, el silencio que pide nuestro silencio para romper el suyo: en esa ruptura, en ella y desde esa hendidura, brota la palabra. Es la palabra.
En el silencio, el silencio habla.
¿Qué dice el silencio? Dice lo que decimos, lo que poetizamos, lo que no hubiésemos sabido si no lo hubiéramos escrito, lo que no hubiéramos escrito si el silencio no lo hubiese inspirado. El silencio pide nuestro callarnos, nuestra escucha, para darse a decir, para que lo digamos cuando escribimos, para que lo demos a escuchar a quien lea lo que llegamos a escribir.
La estética del silencio es la menos escuchada, quizá porque no es nada fácil: pide el pudor de lo lento, la desnudez y la intemperie, el recogimiento y la solitaria espera que es escuchar, eso tanto más vasto que el mero oír. No está ni en las embriagadas alturas neobarrocas, ni en la terrena facticidad del objetivismo, ni siquiera está en las palabras con las que el neobarroco juega a jugar; todo eso está allí, en el silencio donde se las puede escuchar, es de allí desde donde las podemos nombrar. Todo lo otro es después, todo lo otro es el trueno, no el relámpago.
El poeta es quien deja que el silencio hable, ese que encarna al silencio en la palabra, es decir, vuelve a esa escucha inicial, después lo dice, lo inicia: le da voz, y allí después, y recién, es tal o cual expresión, tal o cual tradición, tal o cual autor.