CULTURA
ENTREVISTA CON J.M. COETZEE

Un escritor secular de la mano de los maestros

De visita en el país para atender los compromisos contraídos con la cátedra de Literatura en la Universidad Nacional de San Martín, el Premio Nobel de Literatura 2003 presentará el próximo miércoles en el Malba, a las 19 en punto, su más reciente libro de ensayos. En exclusiva para PERFIL, un adelanto del libro, publicado por El Hilo de Ariadna.

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Hasta hace relativamente poco –sobre todo en países periféricos y de fuerte tradición colonial–, la  palabra del escritor literario entrañaba un peso y una gravedad que han perdido en el presente (pasto para una opaca historiografía serán los apasionados debates sostenidos por Sartre y Camus en el siglo pasado). En territorios agobiados por las diversas y dolorosas caras del subdesarrollo, la habilitación del practicante de la literatura como vocero de la inquietud popular era una tradición que ha caído en desuso. Se trata de un anacronismo. Un dislate. Prueba de que la literatura es ya globalmente un asunto secular. Por ello, no me resultó extraño que al entrevistar al Premio Nobel sudafricano John Maxwell Coetzee (1940), quien presentará el próximo miércoles en el Malba su más reciente libro de ensayos publicado por El Hilo de Ariadna, Las manos de los maestros, dejara sin responder la pregunta
al respecto de su opinión por el papel de la universidad pública en sociedades como la latinoamericana, luego de que fuera recientemente envestido como doctor honoris causa por la Universidad Iberoamericana de México, perteneciente al Sistema Universitario Jesuita y donde sostuvo que “las universidades originales aparecieron cuando grupos de jóvenes hombres, que querían trabajos bien pagados de abogados o médicos o clérigos, se unieron y contrataron maestros adecuados para que les dieran ese entrenamiento”, lo que mueve a preguntar por la responsabilidad del Estado ante un mundo en el que la reflexión humanística se encuentra amenazada por las directrices del capitalismo salvaje, como en el caso de Japón, donde veintiséis universidades públicas dejarán de ofrecer cursos de ciencias sociales y humanidades a raíz de un decreto ministerial del año pasado. En ese contexto, PERFIL entrevistó al autor de Elizabeth Costello y Las vidas de los animales por la reciente publicación
del tomo Las manos de los maestros –vertido al español por Cristina Piña–, que no se trata de una traducción de un libro previo publicado en inglés, sino de una recopilación de textos en exclusiva
dispersos en varios lados, ¿cuántos volúmenes se tienen proyectados?

—Las manos de los maestros se publicará en dos volúmenes, a través de El Hilo de Ariadna en la Argentina y de Mondadori en España, en traducciones independientes. La iniciativa del proyecto fue de El Hilo de Ariadna. Ambos volúmenes incluirán alrededor de veinte a veinticinco ensayos sobre temas  literarios. Algunos están tomados de distintas colecciones sobre crítica literaria que he publicado a lo largo de los años, en tanto otros sólo aparecieron en revistas. Representan, en mi opinión, el mejor trabajo que he realizado en el terreno de la crítica literaria no especializada.

—Como varios escritores extranjeros, usted se ha vuelto un visitante asiduo de Buenos Aires. ¿Se encuentra interesado en la literatura contemporánea escrita en español o en autores canónicos de la literatura latinoamericana?

—Suelo visitar Buenos Aires con frecuencia ya que estoy comprometido con la Universidad de San Martín y con lo que procura lograr en el ámbito de los estudios Sur-Sur. A través de la Unsam, intento fortalecer los lazos entre la Argentina, Australia y Africa meridional en el ámbito literario, lo que, como yo lo veo, incluye no sólo los libros en abstracto sino también a quienes publican libros y los acercan al público. La industria editorial anglófona es marcadamente reacia a las traducciones. En consecuencia, la literatura latinoamericana contemporánea –que en mi opinión está en una etapa de efervescencia– no se conoce tanto como debiera en el mundo angloparlante.

—Para alguien cuya lengua literaria es el inglés, ¿qué significa dotar de un sentido individual a la lengua  global por excelencia? ¿Sería posible trazar una historia de la literatura desde Sudáfrica, como ha sucedido en el caso de la literatura irlandesa? ¿Encuentra algún paralelismo entre tradiciones coloniales digno de atención?

—No comulgo con el proyecto de una lengua global. Para mí, cada idioma está perfundido con sus propios preconceptos de qué es real y de lo que no lo es, de qué es importante y qué no. En consecuencia, lo que propongo es el poliglotismo y la traducción entre lenguas. Está claro que no  escribo en inglés para contribuir al alcance de este idioma, que ya de por sí ha alcanzado una dimensión demasiado global.

—¿Qué lugar ocupa en su formación como escritor la lectura de poesía?

—La poesía es el lenguaje en su máxima intensidad. Es por eso que siempre me resulta más  interesante, como persona con un interés profesional en la lengua, leer más poesía que prosa. No puedo determinar individualmente la influencia que distintos poetas bajo cuyos influjos caí en distintos  momentos de mi vida tienen en mi forma de escribir, pero lo que no dudo es que es importante.

—¿Qué opinión le merecen la obra y la figura de Simon Leys?

—Simon Leys escribió una novela en francés que es una obra poderosa de creación imaginativa y que fue ampliamente reconocida como tal. También fue un libretista notable (en la ópera Los náufragos del Batavia, por ejemplo). No me siento competente para comentar sobre su obra en lo que atañe a los  estudios literarios chinos.

—¿Qué opinión le merece una Feria de Libro como la de Buenos Aires?

—Si uno es parte de la industria editorial, la Feria del Libro es un lugar importante para hacer contactos. Creo que para el público de Buenos Aires en general es un acontecimiento del calendario cultural que  genera gran entusiasmo.

 

El soñador Billy Faulkner - J. M. COETZEE

“Ahora me doy cuenta por primera vez”, le escribió William Faulkner a una amiga, mirando hacia atrás  desde el ventajoso punto de vista de sus 55 años, “qué don asombroso tuve: sin educación formal de  ningún tipo, sin tener siquiera compañeros demasiado letrados, menos aún amantes de la literatura,  haber hecho, a pesar de todo, las cosas que hice. No sé de dónde vino. No sé por qué Dios o los dioses quienquiera que fuera me eligió a mí para ser el conducto”. La incredulidad que Faulkner  manifiesta aquí es poco sincera. Para el tipo de escritor que quería ser, tenía toda la educación, incluso todo el  aprendizaje libresco, que necesitaba. En cuanto a compañía, se propuso obtener más de los viejos  gárrulos con manos nudosas y larga memoria que de littérateurs amanerados. Sin embargo, tiene cierto  sentido una parte de su asombro. ¿Quién hubiera supuesto que un muchacho intelectualmente poco  distinguido, proveniente de un pequeño pueblo de Mississippi, crecería hasta convertirse no sólo en un  escritor famoso, celebrado en su país y el exterior, sino en el tipo de escritor en el cual en rigor se  convirtió: uno de los innovadores más radicales en los anales de la ficción estadounidense, un escritor  cuya escuela seguiría la vanguardia de Europa y América Latina? De educación formal, por cierto,  Faulkner tenía lo mínimo. Dejó la escuela secundaria en tercer año (sus padres no parecen haber hecho  demasiado escándalo), y por más que asistió brevemente a la Universidad de Mississippi, sólo fue  gracias a una dispensa para hombres de servicio que habían vuelto (del servicio de Faulkner durante la   guerra hablaremos más a continuación).

Su trayectoria en la facultad no fue distinguida: un semestre de inglés (nota: D), dos semestres de   francés y español. Para este explorador de la mente del Sur posterior a la guerra, ningún curso de  historia; para el novelista que entrelazaría el tiempo bergsoniano en la sintaxis de la memoria, ningún  estudio de filosofía o psicología. Lo que el bastante soñador Billy Faulkner se dio a sí mismo en lugar de educación fue una estrecha pero intensa lectura de la poesía inglesa de fin-de-siècle, sobre todo  Swinburne y Housman, y de tres novelistas que habían dado a luz mundos ficcionales lo suficientemente vivos y coherentes como para rivalizar con el real: Balzac, Dickens y Conrad. Agreguemos a esto su  familiaridad con las cadencias del Antiguo Testamento, Shakespeare y Moby Dick y, unos años más  tarde, un rápido estudio de lo que andaban haciendo sus contemporáneos mayores, T.S. Eliot y James Joyce, y estaba plenamente pertrechado. En cuanto a materiales, lo que oía a su alrededor en Oxford,  Mississippi, resultó ser más que suficiente: la épica del Sur contada y recontada incesantemente, una historia de crueldad e injusticia, esperanza y desencanto, victimización y resistencia.

Fragmento de Las manos de los maestros. Ensayos literarios. Volumen I (El Hilo de Ariadna)