CULTURA
LOS GARCA MRQUEZ

Una familia muy normal

Mucho se ha escrito sobre la vida y la obra del Premio Nobel, hasta llegar a su propia autobiografía, Vivir para contarla. Pero pocos conocen la desopilante historia familiar del autor colombiano. ¿Quiénes son los García Márquez? ¿Qué es eso que llaman “El rincón del guapo”, ocasiones en que se reúnen a repasar oralmente las anécdotas del pasado? Un exquisito recorrido por la genealogía familiar de los diez hermanos, entre los que hay periodistas, monjas, visionarios, contadores, cantantes y zapateros. Galería de fotos

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QUINES SON LOS HERMANOS DEL NOBEL? Gabo ya cont parte de su vida en la autobiografa "Vivir para contarla", ahora la periodista Silvia Galvis public su libro con la historia de la prole Garca Mrquez. | Cedoc
Cuenta la periodista colombiana Silvana Paternostro que, estando con Eligio –uno de los nueve hermanos de Gabriel García Márquez– en Nueva York, éste le confesó que su mamá, Luisa Santiaga, decía que Gabo había salido buen escritor porque, de los once embarazos que ella tuvo, fue el único en el que tomó Emulsión de Scott. “Gabito se me prendía al seno y salía oliendo a puro aceite de hígado de bacalao”, confesó Luisa Santiaga en 1982, año en el que el escritor, uno de los protagonistas del llamado Boom latinoamericano, recibió el Premio Nobel de Literatura.

Mucho y bien se ha escrito del colombiano más famoso de la Tierra desde entonces. Sin embargo, de sus hermanos se sabe realmente poco. ¿Quiénes son los García Márquez? Silvia Galvis, escritora y periodista, se hizo un buen día esta pregunta. Y la respuesta a sus inquietudes la publicó en un libro, Los García Márquez, en el que reproduce parte de las conversaciones que mantuvo con nueve de sus diez hermanos.

La infancia. Para Gabriel García Márquez todo comenzó en Aracataca –que en algunos de sus escritos es nombrada como Macondo–, donde vio la luz el 6 de marzo de 1928. Su madre, Luisa Márquez (la Niña Santiaga), se casó en contra de lo políticamente correcto con un telegrafista, Gabriel Eligio García. Gabo rescataría después su historia en El amor en tiempos de cólera.

Su hermano Jaime, quien ahora está a cargo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), dejando de lado los tintes novelescos, lo recuerda así: “Mi padre, cuando vio a Luisa, se acercó y le dijo: ‘Luego de analizar a las mujeres que he conocido aquí, he llegado a la conclusión de que la que más me conviene es usted. Yo quiero casarme, pero si le parece que no, dígamelo y no se preocupe, porque no me estoy muriendo por usted’".

Era una época donde primaba la carga religiosa. “Aunque yo nunca asocié el sexo con el pecado. Y había una costumbre que en el interior causaba horror, y es que en el campo los niños teníamos relaciones sexuales con los animales. Todos lo hacían”, apunta Jaime.

En la familia, mientras tanto, a cada uno le tocó tomar un papel determinado. Y Margot, en quien durante años recaló el peso de la familia, fue una de las hermanas que más tiempo compartió con el escritor. A los trece meses fue llevada, junto con Gabo, a vivir con su abuela Tranquilina. “Yo nací negrita, flaquita y maluca. Siempre estábamos juntos Gabito y yo, pero había una cosa con la que me hacía llorar. Él me decía que me habían encontrado en un basurero, y que yo era hija de la Quica, una señora que lavaba la ropa.”

Aída, que de mayor se convertiría en monja, dice que ella era insoportable, inquieta, necia y desobediente. “Tenía la costumbre de salirme sin zapatos al pueblo a caminar.” Y Luis Enrique, en la misma línea, antes de ejercer de contador fue protagonista de un sinfín de travesuras. “Me metía en unos líos tremendos. Una vez llevé una barra de nitrato de plata y la eché en la pila de agua bendita de la iglesia. El resultado fue que, como a los tres días, algunas señoras tenían manchas por todas partes: en la frente, las manos, el pecho.”

Los primeros pasos. De joven, Gabo era un “caribe”, un auténtico costeño. Los trajes tropicales color crema y sus andares de rumba lo delataban. Apuraba con ansiedad cigarrillos en la redacción del periódico El Heraldo de Barranquilla. Trabajaba de día y escribía de noche. Luego, se amanecía en el burdel donde se alojaba, en La Calle del Crimen, donde pasaban los clientes mientras él roncaba.

Por aquel entonces escribía su primera novela, La hojarasca. Y a veces tuvo que dejar los originales de esta obra en la casa de putas que le servía de cobijo, como garantía de pago de los días posteriores. Con todo, no dejaba de lado a la familia. Siempre se reunían.
“Cada vez que nos juntábamos –todavía lo hacen cada tanto– hablábamos de lo mismo, pues nos encanta acordarnos de ciertas historias. A eso Gabo lo bautizó como El rincón del guapo y nos ayuda a mantenernos unidos”, rescata Ligia, otra de sus hermanas.
Gabriel, entre tanto, no era el único que metía sus narices en todas partes. Su hermano Gustavo, hoy en Venezuela, vivía igualmente en un laberinto de inquietudes. “Yo he sido el hombre de los mil oficios. He sido cantante y también zapatero. He sido celador, cobrador en una floristería y hasta vendedor de libros de ingeniería”, cuenta. Gustavo tiene mil caras, aunque para cantar “necesita 32 tragos”, como suele decir en tono de broma. Sus hermanos, como respuesta, dicen que canta muy bien, “pero que se le oye muy mal”.

La vida en París. Cuando empezaba a destacar por sus buenas mañas con las letras, aunque probablemente García Márquez ni lo presentía, algunos ya tenían claro que Colombia había parido a un escritor en potencia. Y no fue casualidad que coincidiera en Francia con otros narradores de la talla de Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa. Fue en el mágico París de 1955.

Gabo lucía en esos días un bigote atrapado en una borrachera de bohemia. La amanecida, apuntalada por el sonido de los camiones de basura, le sorprendía a menudo en vela y escribiendo en su pequeño cuartito de la capital francesa. Pese a vivir con escasos pesos –su hermano Gustavo asegura que el escritor le confesó que comió hasta basura–, para él París era una fiesta, pues se reunía, escribía y bebía con otros escritores e intelectuales.

La “mala hora”, sin embargo, le llegó cuando dejó de recibir los cheques del periódico bogotano El Espectador , para el que era corresponsal. Fue así que inconscientemente se comenzó a fraguar el personaje protagonista de El Coronel no tiene quien le escriba. Y esa imagen de García Márquez acosando diariamente al cartero con la misma pregunta “¿Hay algo para mí?” se repetiría ya mucho más tarde entre las páginas de su novela.

Fue una época de carencias, pero de aquellas que se dicen bien llevadas. Aunque su aspecto, sumamente desaliñado, y su delgadez extrema llevaron a la policía más de una vez a confundirlo con un argelino y, así, lo metían en el furgón en sus redadas. Más de una anécdota nació entre las calles parisinas, y más de un viaje. Gabo conoció la antigua URSS casi de manera clandestina, uniéndose a una compañía de folclore colombiano.

Regreso a América latina. Más tarde, llegaría Venezuela. En 1957, una invitación de su amigo –y padrino de sus hijos– Plinio Apuleyo hizo que sus destinos coincidieran en Caracas, trabajando ambos para la revista Momento . Allá, entre otras cosas, asistieron al fallido golpe de Estado contra el dictador Pérez Jiménez –el 1º de enero de 1958–, que después no tardaría en caer. Pero pese a sus buenas maneras en la redacción, las constantes diatribas con el dueño, Ramírez Mac Gregor, propiciaron que se animaran a presentar su dimisión.

Antes, Mercedes se vinculó para siempre a la vida de Gabo. Y la actual esposa del escritor se ha convertido en una sombra irremediable de sus sueños y soledades. Apuleyo, por aquel entonces, la describía así: “Una muchacha morena, delgada como un alambre y con unos ojos rasgados que le brillaban de risa al saber que estábamos sin empleo”.

“Ahora, cuando Gabito dice que Mercedes es la que maneja su casa y el departamento de rencores es verdad”, reconoce convencido su hermano Gustavo. Y es que cuando alguien no es realmente del gusto de Mercedes es casi una quimera el acercamiento al escritor.
Mercedes, además, es la que maneja el dinero. Según Rita, su hermano Gabo, como el resto de los hombres de la familia, es despistado con la plata. “Son unos manirrotos con el dinero. Se meten la mano al bolsillo y sacan. Nunca llevan ellos las cuentas”, lamenta.

Por otro lado, aunque no se anima a afirmar nada concreto sobre el Nobel, Hernando, otro de los hermanos, asegura que los varones de la familia son enamoradizos. “Yo creo que los García Márquez ‘comemos callaos’, que no nos dejamos pillar. Yo puedo tener una mujercita, pero no mudo de mujer. Además, sé que si un día me cogen ‘pillao’ me echan.”

Cien años de soledad. Tras la experiencia venezolana, el siguiente destino fueron las oficinas que la agencia cubana Prensa Latina tenía en Bogotá. Gabo, que estaba y sigue encandilado con la experiencia comunista de Fidel Castro, viajó en numerosas ocasiones a Cuba y acabó destinado por la agencia en Nueva York. Sin embargo, ahogado por las ansias de Prensa Latina por el control absoluto de la información, partió de nuevo. En esta ocasión puso rumbo a México. Y recordaba a aquel García Márquez de tragos y batallas, seguro y sin un peso.

Con tan sólo doscientos dólares en el bolsillo se trasladó a México en ómnibus. Mercedes y su primer hijo, Rodrigo, se alimentaron tan sólo de hamburguesas. Arribó como un gran desconocido pero fue allí donde escribió Cien años de soledad. Entonces le llegó el éxito.
Y se sembró el cambio, con una nueva oleada de amistades que llegó incluso a abrumarlo. Aunque, en el fondo, Gabo nunca dejó de ser aquel muchacho de Aracataca, y seguía cuidando a sus amigos de siempre con llamadas telefónicas de continente a continente.
Tampoco se olvidó de los de su sangre. “Gabito especialmente está muy atento a todos los problemas. Tiene una generosidad sin límite. A él no le gusta que se diga eso, pues dice que la mejor manera de agradecérselo es que no se sepa nada del asunto”, comenta Jaime. Al final, sin embargo, todo se sabe. A Rita, por ejemplo, le arregló su matrimonio. Y a Margot, que durante años se echó la familia a sus espaldas, la llevó a conocer París y Barcelona. Eso, a pesar del miedo a volar, que define como “mal de todos los hermanos”.
Rita, sobre el tema, siempre recuerda las velas que ponía su madre a la Santísima Trinidad. “Ella mantenía un velón eternamente encendido en el baño, para que nos fueran bien las cosas. Gabito se reía de eso y a veces antes de viajar la llamaba a mamá y le decía: Voy a volar, ponme la velita”.

El Premio Nobel. Quizá la única novedad en el nuevo Gabo es que se abonó con mayor asiduidad a los gustos refinados, amparado en su reciente solvencia monetaria. Variaron las formas, pero no el fondo. El escritor conservaba sus manías y el talante caribeño de supersticioso, compartido por el resto de la prole de los García Márquez. Ligia, que tiene visiones como antaño las tenía Luisa Santiaga, es la prueba más palpable. “Un día me levanté y vi en el suelo un hombre muerto, un general con sus medallas. Yo me asusté porque sé que a mí se me cumple lo que veo. Y a los tres días apareció en los periódicos que había muerto el dictador Francisco Franco en España”, cuenta.

Eligio Gabriel –ya difunto–, el otro hermano escritor y periodista de la saga, recordaba en vida una historia parecida: “A mí me anunció la abuela Tranquilina Iguarán. Un día dijo: Pobre hija mía, con sus once hijos. Mi mamá pensó: si yo sólo tengo diez, no sabía que yo venía en camino. ¿Cómo supo mi abuela, ciega ya, que mi mamá estaba embarazada?.”

Entretanto, en 1982, a Gabo le sorprendió el Nobel. Entonces su ascenso se hizo inevitable. Aunque para la familia, según Rita, la fama no ha cambiado nada. “La aceptamos de forma más natural, sin aprovecharnos”, dice. Jaime discrepa. “Una vez, justamente cuando le dieron el Nobel, sirvió para que a mi mamá le arreglaran el teléfono, que llevaba meses dañado. También nos ha valido para no hacer cola en el cine.”

Hoy, lamentablemente, de los que dieron su testimonio Eligio Gabriel yace bajo tierra, así como la Niña Santiaga, según la periodista Silvia Galvis, portadora del gen mamagallista (bromista) de la familia. Tampoco está Alfredo, con quien nunca pudo hablar debido a una larga enfermedad que terminó por consumirlo. Pero Gabo sigue demostrando que aún tiene mucho que decir. Porque como escribe, la vida sólo es para eso, “para contarla”.

Una familia muy normal
Silvia Galvis, autora de L os García Márquez, nació en Bucaramanga y se graduó en Ciencias Políticas en la Universidad de los Andes. Pero muy pronto, como ella mismo dice, “se descarrió” hacia el periodismo, la literatura y la historia. Es coautora de los libros Colombia nazi (1986) y El jefe supremo (1988). En 1991 publicó la novela ¡Viva Cristo Rey! y en 1994 vio la luz el libro de reportajes Vida Mía, con los testimonios de ocho mujeres colombianas.

Sobre Los García Márquez, la periodista confiesa que lo más difícil fue lograr “que el primero de los hermanos aceptara”. Eligio Gabriel le dijo que si lograba convencer a Jaime, todo estaba hecho. Y así fue. Para Galvis, en la familia “la esencia de los libros de Gabo la aportan Margot y la Niña Luisa Santiaga”, la madre del clan. Ellas le dijeron que no leen los libros porque ya se saben las historias, y se saben las historias porque eran cuentos que circulaban en la familia. “Gabo los elevó a la condición de literatura.”

Por otro lado, de todos los hermanos son apenas cuatro, si se cuenta a los hermanastros, los que no figuran en este libro. Uno es Gabo, que no está porque de él ya se ha escrito demasiado. Otro es Alfredo, que se hallaba gravemente enfermo cuando se hicieron las entrevistas. Y los otros dos son Antonio y Germaine –a la que llaman Emi–, hijos fuera del matrimonio pero a los que Luisa Santiaga acogió como suyos. Antonio murió el año pasado.