Dentro de las múltiples miserias del viajero impenitente, sobre todo para el que intenta fotografiar el paisaje con las limitaciones propias del lenguaje, se cuenta la imposibilidad de compartir la experiencia de manera, si no satisfactoria, cuando menos decorosa: con obstinada frecuencia los libros escritos por literatos sirven para todo, menos para saber cómo llegar (la palabra suele tender puentes imprecisos que, seduciéndonos, nos alejan de las cosas). Sin embargo, si quien debe contarnos un periplo –ya sea a la esquina de su cuadra, su biblioteca o las entrañas de la India– es Giorgio Manganelli, podemos estar ciertos de enfrentarnos a una experiencia única, desaforada y barrocamente sustancial.
El caso de Manganelli debe ser único en la literatura occidental. Autor de cuando menos tres obras maestras –y me refiero sólo a las que han caído en mis manos, como la Hilarotragoedia, A los dioses ulteriores o Centuria. Cien breves novelas-río–, la suya es una literatura sostenida en una elegancia absoluta que fulgura en el lenguaje. En su repertorio brillan con luz auténtica todas las propuestas que Italo Calvino recomendaba para el nuevo milenio y descuella también, con la pertinencia de una lluvia de verano, un humor corrosivo que nunca es hiriente y se revela convocante: de soledades, de principios y de amargos sinsabores.
Franquear el género literario que presupone hacer cualquier cosa con la India no parece cosa fácil. Tan sólo en italiano ha sido una empresa acometida por Tabucchi, Pasolini y Moravia, con diversos resultados. La circunstancia del exotismo de la India, que trató de reflejar en sus pinturas verbales Severo Sarduy –otro barroco descarado– y de alguna manera logró condensar en ese ensayo encantado sobre la metáfora que es El mono gramático Octavio Paz, es una realidad de la que Manganelli sale perfectamente bien parado.
En sus páginas se palpa una realidad paralela que extrañamente resulta concomitante con el mundo real. Su mirada es penetrante y certera, mucho más alegórica que retórica: hay en su fraseo algo de plegaria profana, o más bien, de conciencia que escribe para el desprecio de un dios ausente. En el mapa que dibuja, y que no esconde su naturaleza sucia y viscosa como el entorno fermentado y enervante que describe, sus palabras brillan como joyas opulentas, como frutos venenosos. Son piedras exuberantes y sensuales a la manera de la efigie de la portada, hallazgo donde los haya: se trata de la fotografía de la escultura en arenisca que representa a Apsara, diosa de las nubes y las aguas para la mitología hinduista y budista. Su original se encuentra en el Museo Metropolitano de Nueva York; piedra que me atrevo a calificar como la más voluptuosa y sensual sobre la Tierra, invitación al arrebato: Pigmalión enamorado no la habría hecho más bella.
Manganelli se conoce y no tarda en darse cuenta de que sus prejuicios de europeo, como la compasión y el sentimiento de culpa, no van a servirle para nada. De ahí el carácter de algunas de sus líneas, que resultan epigramáticas: “No sentir piedad y al mismo tiempo no ceder a las dulzuras inteligentes del sadismo”.
Otras miradas, por el contrario, lo ubican de golpe y porrazo en su lugar dentro de la terra incognita: “Entrar a Bombay desde el aeropuerto da la sensación de conocer un gran cuerpo penetrándolo por esfínter, ya que no hay duda de que el largo itinerario que me llevará al centro de Bombay, que se encuentra en la periferia, tiene que ver con el ano y los genitales de la ciudad”.
Algo hay que decir al respecto de la traducción, o más precisamente, de las traducciones de Experimento con la India, que conoció una traducción española de Julia Benavent en 1994 y que el mexicano José Abdón Flores publicó de manera fragmentaria en 2001, ambas disponibles por la red. En la traducción hecha por Guillermo Piro es posible sentir la sutileza de una lengua que a través de su naturaleza perifrástica se solaza no sólo en esplendores y rodeos, sino también en un ritmo que se enreda promiscuamente en el paisaje, sabiéndose parte de una danza mayor, en la que las cosas se suceden siguiendo una suerte de partitura implícita, un orden secreto en el que los hechos, desde la corrosión y lo pútrido, lo sublime y lo infecto, pactan por un instante eterno y duradero. O, para decirlo como Manganelli, que vio más lejos y hondo que nadie por concentrarse en las posibilidades inmanentes de su herramienta, “en cualquier puesto que uno se coloque siente fragmentos de un discurso oculto e intenso, un discurso que mezcla danza, ironía, juego y joyas, todo celebrado por seres polimorfos, demonios del cielo y ángeles del abismo”.
Ahora, cuando también la India se ha vuelto un destino místico y religioso al alcance de las doce cuotas sin interés, y la figura de Julia Roberts en Comer, rezar y amar describe a la perfección el estado de gracia de la mayor parte de la humanidad que la visita, conviene recordar, para laicos y profanos, que pese a su putrefacción inherente que todo lo corroe, no hay mayor oriente que el lenguaje.