Para Michel Houellebecq (París, 1958), la actitud intelectual de Arthur Schopenhauer es un modelo para todo filósofo futuro, y en este ensayo de 91 páginas editado en la colección Carnets de Editions de L’Herne, de Flammarion, expresa su propósito de demostrarlo. Y lo hace, claro, además de revelar, acaso, su intención de ser comprendido de una vez por todas: de estas raíces vengo, esto soy. Por si quedaban dudas. Y se reafirma el tópico de que puede gustarte o no, pero nunca te dejará indiferente.
El ensayo consta de un prólogo a cargo de Agathe Novak-Lechevalier, y seis capítulos que obran como comentarios críticos (con su propia traducción) sobre El mundo como voluntad y representación, libro que lo deslumbró cuando tenía alrededor de 26 años: “En pocos minutos, todo cambió”.
Su admiración –y asimilación– con respecto al autor alemán, creador de un sistema filosófico que se propuso responder al conjunto de las preguntas filosóficas (metafísica, estética, éticas), queda plasmada en todo el texto. Por ejemplo, cuando cita las palabras con las que Wittgenstein concluye su tratado: “Sobre esto no puedo hablar. Tengo la obligación de callarme”. Deduce que Schopenhauer, en cambio (y esto le valdría “una gloria imperecedera”), decide hablar de lo que no se habla: el amor, la muerte, la piedad, la tragedia y el dolor. ¿Y de qué otra cosa está hecha la literatura del autor, entre otros, de Ampliación del campo de batalla y Las partículas elementales?
Es la contemplación estética –afín también a su literatura– lo que Schopenhauer utilizó para convertirse en un filósofo de la voluntad: una contemplación –“de un árbol, un edificio o cualquier otro objeto”– hasta conocer “la Idea, la forma eterna”. MH concluye que “el generador de toda creación no es más que una disposición innata a la contemplación pasiva y como atontada del mundo”. Esto le permite criticar el arte actual, “masivo y proveedor de flujos financieros” que conllevan consecuencias “muy cómicas”: “El individuo que quiere hacer carrera en el arte no lo logrará jamás. En cambio, las palmas se las llevarán los sórdidos, casi amorfos, señalados desde el principio como losers”. Perdedores, hermosos perdedores, y nada cuesta tampoco relacionar esto con la imagen que el mismo Michel habrá tenido acaso de sí en el pasado, y quién sabe si no hasta ahora. Y sí, el artista es sensible al dinero, agrega, y a la gloria y a las mujeres, “pero lo que está en el origen de su arte, lo que lo hace posible, lo que asegura su éxito, es de una naturaleza bien diferente”.
La teoría de Schopenhauer de que “el hombre común, ese producto industrial de la naturaleza”, es incapaz de poner a prueba la intuición pura puesto que no logra mantener la vista en un objeto durante mucho tiempo, lo lleva a expresar las razones por las que cree que no abunda la excelencia ni en las críticas ni en las obras. Y aborda el concepto de “sentimiento de lo sublime” como contracara del de “lindo”. Según el filósofo, éste saca al espectador del estado de contemplación pura que se necesita para la concepción de lo bello, y en el domino del arte resulta “indigna”, exacta contrapartida, dice MH, “como en tantos otros aspectos”, del plano estético de Nietzsche.
Condena también las reflexiones y los conceptos en el arte, partiendo de la base de Schopenhauer de que “la idea tiene un origen intuitivo”; por lo tanto, el artista no es consciente ni de la intención ni de la finalidad de su obra. Y aquí MH nos vuelve a guiñar un ojo al sostener que esta alusión a lo intuitivo “limita el interés” que se les puede otorgar a las entrevistas con artistas: poseedores muchos de ellos de “una rica imaginación conceptual”, acaso se diviertan inventando interpretaciones de sus obras.
Con el mismo ritmo veloz que imprime a sus historias, reflexiona sobre la religión, el deseo, el sexo, el erotismo, la introspección como método de investigación metafísica, lo absurdo del destino, la vida animal (“no sólo absurda sino también atroz”, momento que dedica, con su consabida ironía, a los ecologistas); el teatro con sus conflictos de pasiones y las conductas en la vida.
Como en sus propios libros, esta filosofía “oscura y lúcida” suele permitirse “la sorpresa de constatar la existencia de pequeños momentos de felicidad imprevista”, “pequeños milagros” que hablan de un pesimismo radiante. Así, cuando sostiene que “el universo de los vivos constituye una agravada zona de sufrimiento; y la vida humana es igualmente la más rica en dolores”, a renglón seguido apunta: “Una filosofía tal es profundamente consoladora; contribuye a cortar las raíces del deseo, recurso tan fecundo de infelicidades humanas”. Esto nos recuerda su teoría de que el amor nos vuelve dependientes porque no hay amor sin dependencia, y lo que expresó durante la charla que mantuvo el año pasado en Buenos Aires con el escritor Gonzalo Garcés: “El derrumbe de mis libros está en las relaciones”.
Es de esperar que esta pequeña joya sea traducida al español. Los devotos de MH, muy agradecidos.
*Desde París.