Martha y Minna ya habían superado los 70 años, y se parecían cada vez más: la misma estatura, el mismo rostro ovalado, el mismo peinado recogido en un rodete, los mismos ojos negros hundidos en las órbitas, el mismo lazo en el cuello para ocultar las arrugas, los mismos labios apretados, la misma cintura ancha. Así se las ve en las fotos familiares. Las dos hermanas se llevaban de maravilla. Hacía casi 30 años que Minna convivía con el matrimonio Freud, sin que la prensa, siempre ávida de habladurías, difundiera eventuales rumores.
La tercera de las mujeres de la guardia cercana de Sigmund, Anna, celosa del profundo apego que unía a su madre y a su tía, depositaba todo su afecto en su padre. Esto no perturbaba para nada a Martha, pues ella misma nunca había logrado ocultar su preferencia por sus otras hijas, Mathilde y Sophie. El hecho de que Anna hubiera decidido volverse psicoanalista, evidentemente no era algo que la acercara a su madre, más ajena que nunca a esa disciplina.
De espíritu práctico y conformista, la señora Freud se alegraba de ver a su hija dedicada a una actividad lucrativa, la psicología infantil, pero deploraba que Anna, a los 30 años, no fuese feliz ni estuviese casada. Ella nunca le hizo la menor confidencia cuando su padre comenzó a analizarla, y eso le impedía hablar sobre su caso con Sigmund. En resumen, las dos mujeres se trataban como extrañas.
Por lo tanto, Martha compartía con su hermana sus inquietudes sobre la salud de Freud. Al acercarse el 6 de mayo de 1925, fecha en que él festejaría sus 69 años, ambas temían el efecto que podía tener esa circunstancia sobre el humor del enfermo. Lograron persuadirlo de invitar solamente a sus amigos más cercanos: Abraham, Ferenczi y Eitingon. Además, lo convencieron de simplificar el ceremonial. Martha y los niños siempre habían sentido irritación por la importancia de ese homenaje protocolar que se rendía al maestro, mientras que él prestaba un distraído interés a los cumpleaños de sus seres cercanos.
A fines de junio, el ánimo de Freud se ensombreció aún más por el anuncio del fallecimiento de Joseph Breuer. En el pasado, había compartido con él la penosa experiencia del caso Bertha Pappenheim, alias Anna O., una amiga de infancia de Martha. Las peripecias que habían marcado el tratamiento de ese caso fundador del psicoanálisis no fueron ajenas al escepticismo de la señora Freud respecto de los métodos terapéuticos de su marido (...).
Unas semanas más tarde, después del almuerzo, Freud anunció una importante visita. No era habitual que el profesor le informara a su mujer sobre las entrevistas que pautaba con sus pacientes. Pero en aquella ocasión se trataba de un caso particular que implicaría la obligación de alojar a esa dama en el apartamento. En efecto, como lo indicaba la carta de presentación redactada por René Laforgue, el discípulo francés del freudismo, la visitante no era otra que la princesa María Bonaparte.
Descendiente directa de Luciano, hermano de Napoleón, esposa del príncipe Jorge de Grecia y prima del rey de Dinamarca, María era, no obstante, muy natural. Al llegar a la Berggasse, se mostró muy cálida hacia Martha, que era 21 años mayor que ella. Por su parte, la señora Freud no era una mujer de muchas reverencias, sobre todo porque sus instintos germánicos no la incitaban demasiado a inclinarse frente a una descendiente del guerrero sanguinario que había aplastado a Prusia. Y, sin embargo, ambas mujeres simpatizaron.
Freud le dedicó a la princesa dos horas de análisis por día. Pero no logró liberar de la frigidez que perturbaba sus apetitos eróticos a aquella enamorada desengañada. Sin embargo, se hicieron fieles amigos. De regreso en Francia, ella se convirtió en la tenaz traductora de la obra del maestro, y en una de las presentadoras de la escuela freudiana en París (...).
El nuevo año 1926 se anunciaba poco propicio para Martha Freud, pues padecía un eczema o un herpes. El doctor Freud no estaba demasiado seguro de su diagnóstico. Envió a su mujer a efectuar una cura en Baden, cerca de Viena. Pero él mismo no tardó en sufrir nuevos malestares. Mientras paseaba por la calle después del almuerzo, sintió un dolor cardíaco que atribuyó a su abuso de los cigarros. Sin embargo, siguió fumando. Al acercarse su cumpleaños, le hizo amargas confesiones sobre la muerte a Ferenczi: “Finalmente, a los setenta años, quizá tengamos verdaderamente derecho al reposo, bajo todas sus formas”. Palabras propiciatorias de un hombre que estaba envejeciendo y se aferraba a la vida.
A comienzos de marzo, finalmente convencido de que lo que necesitaba más que nada era reposo, se instaló en la clínica del Cottage. Martha, Minna y Anna se turnaron en la habitación contigua para cuidar a su querido hombre. La distribución equitativa del tiempo de guardia borró toda noción de rivalidad entre las tres mujeres. Incluso, debieron hacer frente común para proteger al célebre enfermo de las demasiado numerosas manifestaciones de simpatía que afluían debido a su cumpleaños número 70. Recibió innumerables cartas, telegramas y regalos de parte de las más eminentes personalidades: Einstein, Romain Rolland e incluso Seitz, el alcalde de Viena.
Pero su mayor emoción la recibió del gran poeta indio Rabindranath Tagore, cuyo inolvidable rostro de profeta se le apareció como el anuncio de su propio fin. Freud le dijo a un periodista estadounidense, al que le había concedido una entrevista, estas palabras inspiradas por el estoico Zenón: “Quizá los dioses nos tratan con bondad al hacer que nuestra vida se vuelva más desagradable a medida que envejecemos. Al final, la muerte nos parece menos intolerable que las numerosas cargas que arrastramos”.
Seguramente Martha hubiera preferido ver el nombre de su marido asociado a referencias judaicas antes que a esa filosofía griega que ella desconocía.
En una carta que le escribió a María Bonaparte en mayo de 1926, Freud se quejó –no sin algo de orgullo– de todos los homenajes que le habían hecho, y que lo habían fatigado mucho. Una corta frase decía mucho sobre su percepción del carácter de Martha: “Mi querida esposa, que en el fondo es muy ambiciosa, ha estado satisfecha por todo”. ¿Martha, ambiciosa? En efecto, es posible que ella haya disfrutado, gracias a los logros de su marido, los efectos de una gloria a la que no podía aspirar por sí misma. Por ende, echárselo en cara era muy imprudente de parte de Freud.
En diciembre de 1926, la señora Freud sintió una felicidad que desde hacía mucho tiempo le parecía impensable: partió de viaje sola con su marido. Su alegría era particularmente intensa porque el objetivo del traslado de la pareja a Berlín era pasar las fiestas de Navidad en familia con Ernst y Oliver. Además, sin duda Martha sintió una especial satisfacción por haber convencido a Sigmund de que la acompañara, en contra de la opinión de Anna, que había intentado persuadir a su padre de renunciar a ese proyecto, invocando, no sin razón, el reposo indicado por los médicos (...).
De regreso en Viena, en enero de 1927, Martha retomó las riendas de la organización de la casa durante la pequeña ceremonia de buenos augurios que los empleados domésticos –la criada, la cocinera y la asistenta– le ofrecieron al matrimonio Freud (...).
Evidentemente, la señora Freud no podía comprender que a esa desilusión de naturaleza afectiva se sumaban reproches mucho más graves, de orden psicoanalítico. Freud se había enterado hacía poco, por boca de una paciente, Clara Thomson, que Ferenczi no vacilaba en llevar demasiado lejos la expresión de sus sentimientos hacia las damas que iban a consultarlo, y también las incitaba a manifestar los impulsos de cariño que él podía inspirarles. El húngaro consideraba que esas efusiones expresaban la empatía necesaria para la práctica analítica, pero no les decía nada sobre la aplicación de ese método a sus pacientes de sexo masculino... Sin lugar a dudas, Freud no podía aprobar esa orientación, ni siquiera en nombre de la amistad (...).
En julio de 1927, en Viena, miles de personas salieron a las calles tras la absolución de extremistas de derecha acusados de la muerte de obreros. El palacio de Justicia fue incendiado y la policía disparó contra los manifestantes. Los enfrentamientos causaron cerca de un centenar de muertos. “¡Un asunto desagradable!”, comentó Freud, que decidió dejar la capital de inmediato y llevar a su familia a la montaña.
Con el paso de los meses, su estado de salud se agravaba, y sufría terriblemente. Su hijo Ernst y Anna lograron convencerlo de hacer una consulta con un famoso estomatólogo de Berlín: a fines de agosto de 1928, el profesor Schroeder le colocó una nueva prótesis, que toleraría mejor que la anterior. Martha fue mantenida al margen de todo esto. Con el pretexto de no preocuparla, Anna y Ernst privaron deliberadamente a su madre de toda responsabilidad, cosa que ella no estaba dispuesta a aceptar. Sin embargo, en marzo de 1929, fue Anna quien acompañó a Freud a Berlín para efectuar una nueva visita al profesor Schroeder. Pronto habría que admitir que dichos exámenes, tan lejos de Viena, eran demasiado agotadores para el anciano. Por eso, Marie Bonaparte recomendó un médico vienés, Max Schur, a quien Freud le comunicó expresamente sus exigencias: “Prométame que, cuando llegue el momento, no me dejará sufrir en forma innecesaria”.
Si bien Martha aceptó a su pesar lo que consideraba una exclusión en su papel de esposa, hay motivos para creer, aunque ella nunca lo confesó, que su amor por Sigmund no se había alterado (...).
La señora Freud sólo entendió de aquellas palabras las ideas a las cuales era más sensible, como las críticas que su marido dirigía al amor universal preconizado por la religión. “Amense unos a otros significa no amar a nadie”, dijo. Martha no podía evitar estremecerse frente a la enunciación de una opinión tan categórica que, según ella, desafiaba el sentido común, fuera uno cristiano o judío. Por el contrario, ella pensaba que uno podía muy bien detestar a alguien sin por ello odiar a toda la humanidad. Ella misma podía confesar su antipatía hacia Jung sin por ello aborrecer a todos los suizos.
A fines de julio de 1929, Martha experimentó una alegría que le hizo olvidar las reticencias que le inspiraban algunas teorías de Sigmund. Thomas Mann, su escritor favorito, que obtendría el Premio Nobel ese mismo año, publicó un texto muy elogioso, “Freud y el pensamiento moderno”, algo que, con total subjetividad, justificaba para ella la admiración pudorosa y muda que profesaba hacia su esposo (...).
El fin de año se anunciaba cruel para él: sufría neuralgias asociadas a desórdenes cardíacos e intestinales. Su compasiva esposa no sabía qué actitud tomar frente a ese sufrimiento. Se limitó al comportamiento que Freud esperaba de ella: una impasible firmeza. ¿Acaso podía actuar de otra manera? La ternura no le era desconocida, pero era indecible, por no decir indecente.
En la primavera de 1930, Sigmund fue internado una vez más en la clínica de Cottage. Los tratamientos a los que se sometió no surtieron mucho efecto. En cambio, la repentina decisión que tomó, por propia iniciativa, de renunciar a los cigarros, produjo una clara mejoría de su estado. Freud resistió la tentación durante tres semanas. Pero la frustración se volvió insoportable. Por ende, se permitió una concesión: dos cigarros por día, y luego cuatro.
Cuando llegó el momento de regresar a Berlín para que le colocaran una nueva prótesis, fue Martha quien lo acompañó, satisfecha de haber desplazado de ese papel a Anna, que entonces estaba absorbida por los problemas de Dorothy Burlingham y su marido, quien reclamaba la custodia de sus hijos.
Freud pasó su convalecencia en Grundlsee, al sudeste de Salzburgo, donde gozó de la discreta presencia de su paciente Eva Rosenfeld. Martha dividía su tiempo entre Viena y Grundlsee. Sin duda, eso no se parecía en nada a un viaje de bodas, pero hacía mucho tiempo que la pareja no pasaba tanto tiempo a solas.
En Grundlsee, Sigmund se enteró de que le habían otorgado el premio Goethe de la ciudad de Frankfurt del Main para coronar la obra “del erudito, el escritor y el luchador”. Unas semanas después, su madre falleció en Viena a los 95 años. Como siempre había considerado que no tenía derecho a desaparecer antes que ella, a partir de entonces se sintió liberado. “Ahora –le escribió a Jones– yo mismo tengo derecho a morir” (...).
En Alemania, las elecciones de septiembre de 1930 le otorgaron al partido nazi un resultado sin precedentes, que le permitió ocupar ciento siete bancas en el Reichstag. El país emprendía inexorablemente la vía totalitaria. Martha recibió con angustia el eco de los acontecimientos, que le llegaba, en forma fragmentada, desde Alemania. Su gusto por el orden no la hacía a priori hostil a una política de firmeza, pero el horror atávico por las persecuciones contra los judíos despertó en ella una repulsión ancestral.
Además, tenía otro motivo de preocupación, más inmediato: el agravamiento del estado de salud de su marido impuso su internación en el sanatorio de Tegel, cerca de Berlín. Por supuesto, estaba muy decidida a acompañarlo, pero Anna convenció a su padre de que ella misma era la designada para asistirlo durante ese viaje. “Mamá quería ir en mi lugar, pero yo no quise”, le escribió a Lou Andreas-Salomé. Freud estaba demasiado débil para arbitrar en esas rivalidades femeninas. No entendió que Martha sufría doblemente: sentía celos de Anna, sin duda, pero también le dolía, en cuanto esposa, la actitud cobarde de Sigmund hacia ella. A partir de entonces, una abismal incomprensión separaría a madre e hija.
Anna sufría por los rumores que circulaban sobre la naturaleza de su relación con Dorothy Burlingham, quien también tenía una vocación de psicoanalista infantil. Martha, por su parte, estaba completamente cerrada al concepto de lesbianismo, al cual consideraba, según las alambicadas explicaciones que le había dado Freud, como una simple ausencia de sexualidad. Sobre todo, sentía una simpatía cada vez más fuerte hacia la norteamericana, al punto de pensar en convertirla en su aliada para convencer a Anna de que buscara un marido. En fin, era un completo embrollo.
El cumpleaños número 75 de Freud constituyó, de algún modo, una distracción. En mayo de 1931, Sigmund dejó el sanatorio de Tegel para regresar a Viena, donde lo esperaba un abundante correo con las felicitaciones de numerosas y brillantes personalidades del mundo entero. Entre los regalos, figuraba un magnífico jarrón griego, obsequio de María Bonaparte. En su carta de agradecimiento, Freud se lamentó por la imposibilidad de llevarse a la tumba “todos esos hermosos jarrones”. Ignoraba que precisamente en aquella urna se depositarían sus cenizas ocho años más tarde.
En enero de 1933, en Berlín, Hitler fue nombrado canciller. “En nuestro círculo la gente está muy agitada –le escribió Freud a María Bonaparte–. Temen que las extravagancias nacionalistas de Alemania se extiendan a nuestro pequeño país”. Algunos de sus amigos ya le habían aconsejado que se fuera de Austria, pero él descartaba firmemente esa hipótesis. Por su parte, Martha continuaba alimentando la confianza, demasiado crédula, que le inspiraba una Alemania fuerte. Pero sus hijos eran mucho menos ingenuos. Ernst decidió dejar Berlín de inmediato, e ir a Londres con su mujer y sus hijos. Oliver, por su parte, se preparaba para viajar a París, donde se quedaría una corta temporada antes de instalarse en Niza con Henny y su hija Eva.
En mayo, en varias ciudades alemanas, los nazis quemaron las obras de Freud en espectaculares hogueras, junto con los libros de Eduard Bernstein, Thomas Mann, Heinrich Heine, Franz Kafka, Albert Einstein... “¡Qué progreso! –ironizó Sigmund–. En la Edad Media me habrían quemado a mí. Hoy se conforman con quemar mis libros”.
En esa época, Martha atravesó, en silencio, una fuerte crisis de conciencia. Desgarrada entre su apego por Alemania y su horror por la barbarie, se replegó en su fe religiosa y rezaba por los judíos que comenzaban a sufrir innobles persecuciones. No estaba lejos de pensar que algunos intelectuales ateos –incluido su marido– habían desatado la ira de Dios.
Creía que sus temores estaban justificados, sobre todo porque ella había sido testigo de palabras blasfemas intercambiadas entre Freud y Anna. Sigmund planeaba nada menos que escribir un libro en el cual mostraría que Moisés era un egipcio y no un judío o, peor aún, “un virulento antisemita”, tal como lo describió en una carta al escritor Arnold Zweig, quien pronto emigraría a Palestina. Martha sufría, pero por supuesto era consciente de su impotencia para hacer fracasar ese proyecto, y aceptaba por adelantado sus consecuencias, preparada para soportarlas con valentía. Por suerte, Freud había decidido dedicarse a ese libro en el más absoluto secreto. Comenzó a escribirlo en el verano de 1934, pero a fin de año, superado por la amplitud de la tarea y asaltado por los escrúpulos, renunció provisoriamente a redactar esa obra.
Como la señora Freud conocía demasiado bien a su marido, temió que viviera dicha renuncia como un fracaso. A esto se sumaron los dolores causados por su prótesis, y la inquietud que suscitaba en él la amenaza nazi. Por todo eso, Sigmund parecía más vulnerable que nunca. Una temporada en el campo seguramente le haría un gran bien. Por desgracia, la casa de Döbling que habían alquilado el verano anterior no estaba disponible ese año. Con la ayuda de Minna, Martha comenzó a buscar un nuevo refugio, que finalmente encontraron en las alturas de Viena, en Grinzing, al borde de los viñedos. “El reino de las hadas”, lo llamaría Sigmund.
A Martha le agradó poder retomar la iniciativa en cuanto a los cuidados que su marido necesitaba. Anna, por su parte, estaba muy ocupada entonces en el ambiente psicoanalítico, en el que debía representar a su padre. Pronto viajaría a París para encontrarse con Jones y Eitingon. Los tres estaban preocupados por las amenazas de los nazis contra el psicoanálisis, al que denunciaban como “ciencia judía”. En Berlín, la Sociedad Alemana de Psicoterapia reunió a los representantes “arios” del movimiento psicoanalítico, bajo la dirección del doctor Matthias Göring, primo del mariscal y él mismo cercano a Hitler.
A partir de ese momento, Anna gozaría de la absoluta confianza de su padre. El 6 de mayo de 1936, para el cumpleaños número 80 de Sigmund, le obsequió con infinito orgullo el primer libro que acababa de publicar con su firma: “El yo y los mecanismos de defensa”. Ese regalo llevó a su plenitud el admirativo afecto de Freud por su hija. “Son sorprendentes la precisión, la claridad y la seguridad con las que domina su tema”, le confió a Max Eitingon. “Mi Anna es muy buena y eficaz”, le escribió a Arnold Zweig.
Definitivamente ajena al psicoanálisis, Martha se excluyó a sí misma de las alegrías que acompañaban los éxitos de su marido y su hija. A los 75 años, ya ni siquiera tenía fuerzas para defender la preeminencia de su papel de esposa. Por otra parte, debía ayudar, más que nunca, a su hermana Minna, que prácticamente había perdido la vista tras ser operada de un glaucoma en los dos ojos. Por eso, la señora Freud vio acercarse con melancolía el 13 de septiembre de 1936, fecha en que se celebraban sus bodas de oro. Es cierto que las circunstancias no se prestaban demasiado a una alegre fiesta. “Cuando llegó el día –contaría Paula Fichtl, la fiel criada–, ¡no hubo ningún regalo para Martha! ¡Tampoco hubo festejos! Sólo los hijos que estaban presentes –Mathilde, Anna, Ernst y Martin– le llevaron algunas flores”.
Al relatar el acontecimiento en una carta a María Bonaparte, Freud comentó con algo de cinismo su unión con Martha: “No fue realmente una mala solución al problema del matrimonio, y aún hoy en día ella es cariñosa, activa y saludable”. A decir verdad, los calificativos que usó para referirse a su esposa demuestran que, como un perfecto egoísta, no estaba demasiado atento a la realidad de su mujer (...).
Martha pensó instalarlo en un tranquilo retiro de octogenario. Es cierto que su clientela se había reducido considerablemente. Sin embargo, consciente Freud de no escapar a los estragos de la edad, los asumía con humor. En una carta a María Bonaparte, mencionó una publicidad norteamericana cuyo recuerdo había conservado: “¿Por qué seguir viviendo cuando puede usted hacer que lo entierren por diez dólares?” (...).
Austria, en pleno marasmo, sufría el desempleo y la miseria. Martha desplegó extraordinarios talentos de ama de casa para lograr alimentar a toda la familia sin dilapidar el dinero que dejaban las consultas. “¡Mamá es magnífica!”, escribió Freud en enero de 1938, en una carta a su hijo Ernst.
La propaganda nazi había encontrado ecos favorables en la población vienesa. El canciller Schuschnigg se obstinaba en rechazar cualquier alianza con los socialistas. De ese modo, pronto se halló solo frente a Hitler. El 11 de mayo, dimitió. Al día siguiente, las tropas alemanas entraron en Austria. El 14 de marzo, Hitler, aclamado por una multitud de 200.000 personas, hizo una entrada triunfal en Viena.