Un barrial como el que se formó ayer le quita a Puerto Madero casi tanto glamour como algunos chorros que lo pueblan. No fue un barro cualquiera. Fue un barro consecuencia de una tormenta que empapó módems y tabletas japoneses, cámaras y micrófonos turcos y, especialmente, ilusiones –y soberbias– españolas.
Un barro que ensucia como cualquiera, pero que alrededor del Hilton se ve menos mugroso. No demasiado distinto al barro en el que han sabido empantanarse no pocos señores y señoras, nobles, ex deportistas y banqueros de los que ayer votaron por la sede olímpica de 2020 y que, hasta la aparición en escena del belga Jacques Rogge como presidente del COI, convirtieron cada escrutinio olímpico en un desparramo de prebendas.
Es decir, con Rogge el olimpismo consiguió ciertamente adecentar su imagen de corporación corrupta incapaz de hacer nada sin que alguien se quede con unos cuantos vueltos. Sin embargo, Rogge sólo reemplazó a Samaranch, un patético dirigente filo franquista al cual el ambiente aún hoy rinde pleitesía. Buena parte de los adláteres del catalán siguieron unos cuantos años dentro de la elite de las decisiones olímpicas; no pocos de aquellos con varios muertos en el ropero sobrevivieron, inclusive, a los 12 años de mandato de Rogge que están a punto de concluir. De alguna manera, que, en el mismo lapso, el mundo haya visto más papas que presidentes del COI, da un cierto perfil de lo que representa la exclusivísima secta de los anillos. Una secta en la que, como pasa en casi todos los ámbitos de poder, los corruptos de ayer han sido disimulados por sus colegas y se plegaron resignada pero enfáticamente al proceso cuasi purificador.
Aspecto fundamental para el proceso fue el cambio de procedimiento para, justamente, elegir sedes olímpicas. Hoy es inconcebible que diez ciudades participen –y gasten fortunas, incluyendo coimas– en una preselección de sede. Esa instancia está perimida. Y raro sería ver a más de cuatro o cinco involucradas en el proceso integral. No sólo se achicó la cantidad de candidatas. También se redujeron los viajes de los votantes a las que sí son aceptadas como aspirantes. No vayan a creer que las trapisondas no pueden hacerse de otro modo. Pero, al menos, hacia fuera, todo parece un poco menos roñoso.
Africanos que canjean votos por becas estudiantiles, asiáticos que visitan cuatro o cinco veces la misma ciudad y son atendidos preferentemente en su debilidad por las antigüedades regionales, oceánicos que recorren estadios mientras en el hotel los esperan señoras que no parecían ser aquella esposa que trajo un mes atrás y argentinos que se arreglan la dentadura y consiguen cámara de fotos para su esposa a mano de los berlineses, constituyen apenas unas poquitas anécdotas de tiempos, dicen, ya superados.
De todos modos, no vayan a creer que la manada se encarriló definitivamente. Por un lado, quienes abandonaron las malas costumbres no parecen haberlo hecho por convicción ni arrepentimiento, sino por temor a perder la silla. Nunca se olviden de que el presidente de un comité olímpico nacional no puede ser relevado por conflictos internos. Ellos son el brazo local del COI y dependen exclusivamente de las autoridades de Lausana. Por el otro, hay decisiones que parecen tan distantes de la lógica que sólo se comprenderían a través de algún negocio pendiente, de los viejos tiempos.
Tal vez por eso, entrar en el Hilton de Puerto Madero en estos días es más complicado que asaltar el Kremlin. Siempre es así cuando hay una Sesión Extraordinaria del COI.
Para Buenos Aires, cuyo pulso no se alteró ni un ápice por esta movida, fue un gran logro obtener la sede de este encuentro. Creo que lograr ser anfitrión de este evento –implica tener, por ejemplo, a todos los miembros del COI juntitos en un mismo hotel durante varios días– es la tercera lucha importante en el olimpismo detrás de la organización de los Juegos propiamente dichos y de los Juegos de la Juventud. Parte del compromiso de quien obtiene la sede es la de disponer del mejor hotel de la zona reservado para la ocasión íntegramente y con restricción de acceso a todos aquellos que no estén especialmente acreditados a una buena distancia a la redonda. Eso incluye a la gran mayoría de los periodistas: sólo de medios escritos y bien conocidos por la muchachada merecen la credencial azul que los habilita al lobby de los lobbies.
Antes, la intención del aislamiento era evitar que el mundo se enterase del bochorno. Hoy, el argumento es el de preservar a los votantes del acoso de los aspirantes a lo que sea: sede olímpica, incorporación de deportes al programa olímpico o designación del nuevo presidente de la entidad.
Ganó Tokio. Y por mucho. La gran sorpresa fue la inexplicable eliminación de Madrid en la primera rueda, tras un desempate con Estambul. Los japoneses se quedaron con 60 votos en la final, 12 más que los necesarios. Y, seguramente, organizarán Juegos maravillosos.
En las próximas horas, conoceremos trascendidos sobre los motivos de la predilección por la capital japonesa, sabremos de denuncias solapadas de los perdedores –sobre todo los españoles– y gente del COI explicará lo que no hace falta.
Porque muchos de los que hoy hablarán de la lógica japonesa fueron los responsables de la vergüenza de dar a Atlanta la sede de los Juegos del Centenario o de la irresponsabilidad de habilitar a Atenas para un certamen cuya organización directamente salvó el COI del colapso. Cada una de estas elecciones tienen los matices de la paleta de Renoir. Gente que vota a conciencia, gente que justifica lo injustificable, gente a la que le importa un bledo el deporte, gente que sabe que alguna de sus cuentas bancarias será diferente cuando empiece a correr el primer día hábil…
Para colmo, en este caso se podrá discutir largo, pero es imposible descalificar el derecho de Tokio a tener su sede.
Por ahí se habló de la imprudencia de realizar un Juego Olímpico en una región en la que aún nadie sabe hasta dónde se desparramará la peste de la central de Fukushima.
A esa gente, sin saberlo, Tokio le contestó hace casi cincuenta años. Por esos días de 1964, Yoshinori Sakai fue el encargado de cubrir el último relevo hasta que el fuego olímpico encendiera el pebetero. Sakai nació en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. El mismo día que los Estados Unidos tiró la bomba atómica sobre su ciudad.