EDUCACIóN
La historia hoy: la mirada de Marcela Ternavasio

“Lo que hoy denominamos ‘grieta’ no es más que la exacerbación de un componente intrínseco de la política moderna”

El suplemento Educación conversó con la historiadora y autora de Historia de la Argentina, 1806-1852, Marcela Ternavasio, acerca de la formación educativa a lo largo del tiempo.

La Historia Hoy
| Ternavasio

Recuperar aquellas vicisitudes que caracterizaron la historia argentina se vuelve imprescindible no solo para entender el desenvolvimiento de complejos procesos económicos, sociales y políticos, sino para desarrollar una comprensión más amplia de lo que nos toca vivir en la actualidad.

Para llevar a cabo esta tarea, el suplemento Educación recurrió a la historiadora y autora de Historia de la Argentina, 1806-1852 (Siglo Veintiuno), Marcela Ternavasio.

En tu libro Historia de la Argentina, 1806-1852 (Siglo Veintiuno), ¿qué aspectos destacás de la formación educativa que suscitaba la Argentina del Virreinato del Río de la Plata?

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Hablar de la formación educativa en el tránsito del orden colonial a las primeras décadas del orden independiente supone tomar distancia de lo que entendemos por ella actualmente, con un Estado que regula los variados sistemas que conviven en los diversos niveles de educación formalizada. En primer lugar, porque en aquella época no existía un Estado nacional sino cuerpos políticos –pueblos, ciudades, provincias– que pugnaban por asumir derechos soberanos en un período de prolongadas disputas por la organización política. En segundo lugar, porque la distinción entre lo público y lo privado recién comenzaba a perfilarse en las diversas esferas de la sociedad. A fines del siglo XVIII, con la nueva sensibilidad que propugna la Ilustración, comienza a expandirse la idea de que la monarquía debía impulsar los canales para educar a los pueblos y que la tarea era parte de la cosa pública. Los gobiernos revolucionarios se hicieron cargo de esa sensibilidad –de hecho, sus dirigentes fueron formados en ella– y exhibieron tempranamente la preocupación de asumir la educación elemental como una cuestión pública que no podía quedar exclusivamente en manos de las familias, tutores u órdenes religiosas.

Con muchas dificultades, marchas y contramarchas, esa aspiración fue traduciéndose en diversas iniciativas en las primeras décadas del siglo XIX. Iniciativas que debían coexistir con los turbulentos tiempos de guerras y escasos recursos, y que muchas veces resultaban efímeras. Los investigadores dedicados al tema –como Carlos Newland, José Bustamante o Alina Silveira, entre otros– han demostrado los desparejos esfuerzos de los primeros gobiernos independientes para establecer escuelas elementales en ciudades y pueblos de campaña. En esos esfuerzos intervinieron tanto instituciones públicas y privadas como iglesias y asociaciones voluntarias. Las comunidades extranjeras que comenzaron a conformarse, especialmente en Buenos Aires, fueron también agentes activos en la creación de escuelas particulares en manos de ingleses, irlandeses, escoceses o norteamericanos. En fin, todo esto se fue configurando en el marco de un magma de diversas soberanías que precedieron a la formación del Estado nacional al promediar el siglo XIX y mucho antes, por supuesto, de la conocida Ley de Educación Común de 1884 que estableció las bases de un sistema educativo a nivel nacional.

¿Cómo era ser estudiante” a comienzos del siglo XIX? ¿Quiénes lo eran? ¿Quiénes podían ser? ¿Hasta qué edad y que comprendía estudiar?

En términos muy generales –tal como Bustamante ha explorado para las experiencias de escuelas elementales en Buenos Aires, Córdoba y Entre Ríos sostenidas por el erario público entre 1820 y 1850– los establecimientos recibían a varones de entre cinco y doce años que se clasificaban de manera laxa en diferentes clases. Además de impartirles enseñanza religiosa, primero se instruía a los alumnos en la lectura y luego en la escritura y la aritmética. Las mujeres, en el mejor de los casos, como fue el de Buenos Aires, podían acceder a la educación que ofrecía la Sociedad de Beneficencia, y las pautas que se seguían estaban concentradas en los conocimientos útiles para las tareas domésticas que se les asignaban.

Muy diferente era la situación de aquellos hijos de las elites que alcanzaban los estudios universitarios. Recordemos que en lo que hoy constituye el territorio argentino, solo existían dos universidades: la de Córdoba de la etapa colonial y la de Buenos Aires creada en 1821. En estos casos, a la condición privilegiada de “estudiantes” se le solía agregar la de ser participantes activos de otros canales de aprendizaje que surgieron con la revolución. El establecimiento de la libertad de prensa y el nacimiento de asociaciones, cafés o tertulias dieron lugar a nuevos espacios de sociabilidad cultural que contribuyeron a difundir los climas intelectuales que se respiraban a escala transatlántica.

 

A partir de la lectura de tu libro, pareciera ser que la convulsionada Buenos Aires de principios de siglo XIX anticipa los antagonismos –la grieta- (realistas e independentistas, saavedristas y morenistas, unitarios y federales), que no serán una novedad en el siglo XX (conservadores y sufragistas, peronistas y radicales) y al parecer no se detendrán en el siglo XXI. ¿Considerás que esto es así? ¿Qué lugar tienen dichos antagonismos en la sociedad colonial y poscolonial?

Lo que hoy denominamos “grieta” no es más que la exacerbación de un componente intrínseco de la política moderna, aquella que en efecto nace con las revoluciones atlánticas sobre la base del nuevo principio de legitimidad de la soberanía popular. Un principio, por cierto, abstracto, que se vehiculizó a través de mecanismos electorales –bajo diversos sistemas– y de la consiguiente contienda en el terreno de los votos. La actividad política, como un campo de experiencia novedoso a comienzos del siglo XIX, se funda precisamente en la configuración de diferencias que trazan las distinciones entre grupos, facciones y partidos.

Ahora bien, los modos de tramitar esas diferencias son los que definen, en gran parte, los rasgos de diferentes momentos o épocas. Para decirlo muy rápidamente, la emergencia de las revoluciones dieron lugar a reacciones con rasgos más o menos autoritarios o moderados. A la vez, a muy corto andar, aquellos dirigentes que se embanderaron con la revolución comenzaron a diferenciarse según los proyectos de futuro que albergaban. Las disputas por ese orden futuro adoptaron en algunos momentos canales institucionales inclinados a encauzar las diferencias a través de los procesos electorales, la libre deliberación en la prensa, las legislaturas y los espacios públicos, como fue el caso del “momento rivadaviano” en Buenos Aires entre 1821 y 1824. En otras etapas, como la de hegemonía de Juan Manuel de Rosas, los antagonismos se exacerbaron (unitarios y federales) y Rosas los capitalizó deliberadamente para construir un régimen unanimista, con elecciones de lista única y con la supresión de todos los canales de libre expresión. El punto central, creo, es no confundir el principio abstracto de la soberanía popular con el expediente técnico que la vehiculiza a través del principio de las mayorías. Tal confusión o solapamiento es lo que ha conducido a muchos gobiernos a lo largo de estos dos siglos a alentar la idea de que reúne para sí la representación del “pueblo” y que en su nombre pueden borrar las diferencias que la política está encargada de tramitar pacíficamente para que el terreno de las disputas no se convierta en un campo de batalla.

 

*Politólogo, sociólogo,

investigador y docente (UBA)

@leandro_bruni