ELOBSERVADOR
Documento

Herald: tres testimonios de una gesta editorial

Fundado en 1876, esta semana cerró el único diario en inglés editado en la Argentina. Sus ex directores Robert Cox, James Neilson y Andrew Graham-Yooll recordaron como decían la verdad desafiando al gobierno militar.

0805_buenos_aires_herald_imprenta_cedoc_g
Imprenta. El hecho de ser un medio pequeño, escrito en inglés, permitió que informe siempre, pese a la censura de los dictadores. | cedoc

“Fue siempre liberal, en el mejor sentido de la palabra”

Robert Cox*

En el momento cuando parece que el Buenos Aires Herald va a desaparecer (¡qué palabra!) cabe pensar por qué el diario duró más de 140 años. Este diario escrito en inglés y  apasionadamente argentino fue, siempre, un diario honesto.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Recuerdo explicando, durante la dictadura, mi decisión, sin pretender ser heroico,  que ante el terror de no poder seguir saliendo, se debía correr el riesgo y publicar lo que correspondía. Lo que paso es que tuvimos que aceptar el riesgo de ser asesinados por nuestra decisión de publicar lo que estaba pasando. Hablo de “nosotros”, porque durante la dictadura hubo un equipo de extraordinarios periodistas, que acataron el espíritu democrático y humanista del diario para hacer periodismo basado en la defensa de derechos humanos.

Por tradición, el Herald era liberal, en el mejor sentido de la palabra. Como consecuencia, un liberal clásico, como James Neilson, un escocés que vino a la Argentina en busca de su madre se sentían

plenos siendo sus editorialistas. Seguramente los editoriales más duros sobre la dictadura fueron escritos por Neilson. Andrew Graham Yooll, argentino, quien estaba informando secretamente a Amnesty International, fue secretario de redacción cuando tuvo que exilarse algunos meses después del golpe de 24 de marzo. El y su familia fueron vigilados en su casa los siniestros Ford Falcón verdes.

La estrecha vinculación del diario con las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo fue forjada por el joven periodista y músico Uki Goñi, cuyo coraje brilló durante los años oscuros y siguió hasta hoy con su libro sobre la infiltración de nazis criminales de guerra y su estupendo testimonio en el juicio contra los torturadores y asesinos de ESMA.

Gracias a ellos y el apoyo de los dueños del diario, esencialmente la familia Manigault de Charleston, Carolina del Sud, fue posible desafiar la dictadura. Peter, el vástago de la familia, se enamoró de la Argentina y, en noviembre de 1968, cuando vino a un reunión de la Sociedad Interamericana de Prensa en Buenos Aires decidió comprar el paquete mayoritario de acciones en el Buenos. El transformo el diario, reinvirtiendo en la mejora de la imprenta y prestación de servicios.

Peter Manigault nunca intervino en la conducción del diario.Durante los momento más difíciles, él me dijo  solamente: “Just do your job.” (Hagan su trabajo).

No fue fácil, porque durante la dictadura “derechos humanos” fueron dos palabras peligrosas. Y la información que estuvimos dando no era bien visto por algunos lectores.

Al principio, en un país anestesiado y silenciado, el problema fue averiguar qué estaba pasando. A pesar que todo el aparato de la represión y terror fue visible, con escuadrones de muerte andando en las calles de Buenos Aires, una mayoría aparente de la gente decidió no verlo. Fue posible en este mundo loco descartar las desapariciones de personas con palabras vacías, como el famoso “por algo será”.

Hay que poner la situación en perspectiva. Antes del golpe, El Herald estaba informando con honestidad y amplitud sobre los secuestros, asesinatos y actos de violencia de los grupos ‘terroristas’. Durante los primeros años de década de 70, los diarios y otros medios estaban minimizando la violencia

Al comenzar el proceso fuimos invitados a la Presidencia. Éramos tres periodistas, uno de La Prensa, el otro del Clarín y yo. Creo que la explicación de la invitación para entrevistar a Jorge Rafael Videla con dos periodistas, fue porque habíamos informado a nuestros lectores sobre actos de terrorismo por parte de la guerrilla – y, si,  hubo actos de terrorismo en que los civiles fueron víctimas.

Aunque sabía, que aproximadamente dos meses después de la toma de poder por las fuerza armadas, que existía una represión feroz, yo no estaba seguro del rol de Videla, calificado popularmente como “La Pantera Rosa”. Fue durante la entrevista que tuve la confirmación de lo que más temía. La conversación con el presidente fue  muy amable hasta que yo rompí el clima de  adulación, diciendo: “Pero los secuestros siguen, la gente está desapareciendo, nuestro deber es informar.”

La actitud de Videla cambió abruptamente. Pero la situación fue suavizada cuando uno de mis colegas dijo que habría que entender que métodos extremos están justificados en momentos difíciles.

Increíblemente, mis colegas no estaban afligidos por la continuación de los secuestros, la evidencia de cárceles clandestinos e informes sobre tortura. Hubo un aceptación por los grandes diarios de los métodos “no ortodoxos” que fue el eufuismo en uso.

Viviendo ahora en los Estados Unidos en la era de Trump, ha sido un alivio que los grandes diarios y la mayoría de los periodistas no están aceptando las normas anti-democráticos que ponen en peligro la democracia norteamericano. Sabemos por nuestra experiencia trágica lo que puede pasar cuando el periodismo es pasivo.

Necesitamos dedicarnos más ese "Nunca Más" en el periodismo en la Argentina. Creo que podemos conseguirlo con un compromiso a la idea que ejerciendo el periodismo es sinonimio con los derechos humanos.

* Director 1968 -1979.

 

Un diario que escribió una página memorable en el periodismo nacional

James Neilson*

Para los medios impresos del mundo entero, el progreso tecnológico ha resultado ser un enemigo mortal que obliga a cada vez más de ellos a elegir entre intentar una existencia espectral en el ciberespacio y el suicidio. La semana pasada, el dueño más reciente del Buenos Aires Herald, el archiconocido magnate kirchnerista Cristóbal López optó por cerrarlo “definitivamente”, poniendo fin así a 140 años de historia. Aunque pocos días transcurren sin que se hunda por lo menos un diario de características a primera vista similares, aquí y en otras partes del mundo la muerte nada sorprendente del Herald ocasionó pesadumbre por un motivo muy especial:  según el matutino español El País, fue “el único diario que denunció los desaparecidos en plena dictadura argentina.”

  Luego de suceder a Bob Cox como director en diciembre de 1979, señalé que el papel que desempeñaba el diario me parecía bastante anómalo. El Herald –escribí –“es un pequeño diario de circulación reducida, escrito en un idioma que en la Argentina sólo una minoría entiende. Las causas que defiende son moderadas y sus ideales son comunes. Le gustaría que se pusiera fin a la tortura, al encarcelamiento por largos períodos sin juicio, a las ‘desapariciones’, y al gangsterismo político. Prefiere la legalidad a la anarquía, la realidad a la ilusión, el argumento razonado a las diatribas emocionales. Propicia políticas económicas similares a aquellas que han llevado la prosperidad a los países desarrollados, en vez de las que han ayudado a mantener la pobreza en las restantes naciones. En la mayor parte del mundo occidental, un diario de principios tan poco excepcionales despertaría escasa atención y suscitaría pocas pasiones. Aquí, en cambio, ha provocado en algunas personas tanta furia que evidentemente contemplan la posibilidad de recurrir al asesinato para silenciarlo. ¿Quiénes son estas personas? ¿Por qué nos temen tanto?”

 Eran preguntas retóricas, claro está. Sabíamos muy bien quiénes eran y las razones por las cuales no querían que el Herald continuara publicando información acerca de los secuestros rutinarios, los robos y las matanzas, además de criticar en editoriales o columnas firmadas los disparates pronunciados por figurones del régimen y, sobre todo, la decisión de enfrentar el terrorismo de los montoneros, el ERP y otras organizaciones del mismo tipo con métodos terroristas. Andando el tiempo, variantes de la postura a la que aludí en 1979 y que sigo sosteniendo se verían adoptadas por buena parte de la sociedad.

En aquel entonces era minoritaria. No fue sólo una cuestión del miedo muy natural de los muchos que, antes del golpe, habían simpatizado con los terroristas. También influyó la esperanza, o deseo, de que de algún modo el régimen militar lograría hacer de la Argentina una democracia normal. Tales actitudes no eran contradictorias: la mayoría creía que sería necesaria una dosis de violencia para que el país cambiara.

En la fase inicial del Proceso, el nombre debidamente kafkiano que los militares habían dado a su proyecto particular, nos fue fácil convencernos de que, en el fondo, muchos generales, almirantes y brigadieres compartían nuestros valores, de suerte que reivindicarlos no sería demasiado riesgoso. Cuando nos dimos cuenta de la magnitud de nuestro error, ya era tarde: estábamos jugados. Por amor propio, terquedad y el sentido, acaso presuntuoso, de que lo que hacíamos importaba mucho, la verdad es que nunca pensamos en batirnos en retirada.

 Algunos atribuían nuestra voluntad de desafiar a una tiranía brutal a la eventual protección brindada por las Embajadas de Estados Unidos y Gran Bretaña, pero el asesinato de monjas francesas nos enseñó que contar con el respaldo de un país extranjero poderoso y hasta de la mismísima Iglesia Católica garantizaba muy poco en la situación caótica en que se encontraba la Argentina. En retrospectiva, creo que sobrevivimos porque el régimen se acostumbró a nuestra presencia amonestadora.

 Por lo demás, los militares y sus secuaces no pudieron acusarnos de apoyar a los terroristas, a quienes habíamos criticado con vehemencia antes del golpe, o estar al servicio de una de las ideologías totalitarias en boga. Eramos demócratas pluralistas, realistas a nuestra manera, que sólo querían que la

Argentina dejara atrás un período de decadencia que ya había durado varias décadas para emprender un rumbo que le permitiera emular a países de cultura afín como Italia. Por una combinación de circunstancias que es de esperar no se repitan en el futuro, al Herald que conocí entre 1966 y 1986 le tocó escribir una página memorable en la historia de la prensa nacional. Es una ironía cruel que haya muerto en una etapa en que mucho de lo que aspiraba a representar es nada más que sentido común para sectores que tal vez no sean mayoritarios pero que así y todo son sustanciales.  

* Director 1979 -1986.


Fin de una historia mínima, relato de la memoria orgullosa de un pequeño gran periódico valiente

Andrew Graham-Yooll*

Atrajo un aluvión de condolencias. El fin del Buenos Aires Herald fue previsible desde que sus dueños norteamericanos se lo regalaron al patriota Sergio Szpolski en diciembre de 2007. La muerte del diario estaba anunciada luego de cumplir 140 años el pasado 15 de septiembre. ¡Ay… Cómo duele! El salvajismo de la dictadura cívico-militar le facilitó una vidriera de fama, pero el Herald fue mucho más que los siete años de ese régimen infame.

El Herald fue una variedad de cosas para poca gente, pero ese grupo lector, más argentinos de habla inglesa que extranjeros, siempre influyó. En el paso de casi un siglo y medio fue muchas cosas para mucha gente. A poco de su fundación en 1876 por un escocés, el editor decidió que un periódico en inglés debía publicar artículos políticos. Localmente estaba mal visto. Durante la primera presidencia de Juan Perón (1946-1952) se publicaba la información que podía caerle mal al Gobierno en pequeños recuadros en las columnas sociales o en los clasificados o, con más frecuencia, entre los avisos marítimos. La publicidad de agencias marítimas salvó económicamente al diario en aquellos tiempos. El golpe fascista de junio del 43 ya había decretado, el 4 de septiembre, que los comentarios editoriales en inglés debían ser acompañados por la traducción al castellano. Igual, se publicaba lo que otros colegas no pudieron reproducir. Eso no empezó con la última dictadura.

Como en cualquier redacción, el anecdotario del Herald era interminable. No era sólo política. Los marineros con resacas monumentales, abandonados en tierra hasta enganchar en otro barco, venían a pedir trabajo al Herald luego de una noche de amor en los piringundines de la calle 25 de Mayo. Fuimos testigos de casamientos, también de tragedias denunciadas en la Comisaría 1ª a la vuelta. Las trasnochadas con colegas en los bares del centro servían para destilar la información del rumor.

Los “setenta” empezaron en los sesenta para el Herald, en el Cordobazo y el Rosariazo, en los asesinatos de los gremialistas José Alonso y Augusto Timoteo Vandor, en tratar de saber quién asesinó al general Pedro Eugenio Aramburu.  Cada informe era “levantado” por las corresponsalías extranjeras. Citaban al Herald y localmente fuimos el “diario inglés”. Pero el diario nunca fue británico, siempre fue de propiedad “angloargentina residente”, hasta la compra de la mayoría de acciones por la Evening Post Publishing Company, de Charleston, Carolina del Sur, en 1968.

En 1974 decidimos llevar una lista de los “desaparecidos” y muertos políticos y también detenidos. Algo andaba seriamente mal en el país para que la agencia Reuter-Latín rechazara como “no importante” el dato de la detención del poeta y abogado jujeño Andrés Fidalgo. En 1975, año del horror previo al terror, cada día comparábamos “la lista” con Stuart Russell, jefe de redacción de la agencia Reuter. Era una tarea funeraria. Algunos dirán que había otras listas, pero cotejando lo que compilamos no hay otra fuera del Herald. A medida que aumentaba la matanza, el director, Robert Cox, revisaba la información entrante con cada vez más ansiedad. ¿Cómo cubrir todo eso? La verdad: nunca hicimos suficiente. Nos faltó peso y nos faltó la ayuda, faltó el apoyo de colegas. Aun así, se hizo un buen diario. Estamos orgullosos.  

Poco después del 24 de marzo de 1976 fui llamado a la oficina del capitán Carpintero, secretario de Información Pública. Recibí un papelito, sin membrete, sin firma, propio de la cobardía de esos militares en el poder. Decía que no debíamos publicar información de muertos ni capturados en la represión. El capitán Corti, en la oficina de Carpintero, dijo, “Llevale ese papel a tu jefe (Cox) y le dicen a todos que no pueden publicar estas cosas”.  Le dije a Cox que Corti había dicho “decile a todos”. Cox miró el papelito durante una hora, y me repreguntó si estaba seguro de que Corti dijo “decile a todos”. Pasaba la medianoche. Con una copa de cognac en la mesa Cox preguntó por última vez, “¿te dijo, todos?”. Sí. “Vamos”. La información salió en ancho de caja en la portada del sábado. A Cox le dijeron que querían cerrar el Herald pero se pelearon entre ellos. A comienzos de mayo de 1976, “desapareció” el gran escritor Haroldo Conti. Interesante fue que ninguna otra publicación dio la noticia. La noche argentina era cada vez más oscura. El 4 de julio de 1976, Cox fue a cubrir el asesinato de los curas pasionistas. La mención del grafiti que confirmaba una venganza del régimen enfureció a los jerarcas navales. En septiembre, el capitán Carpintero nos invitó, a Cox y a mí, a almorzar en Casa de Gobierno: Old Smuggler, Vasco Viejo, pollo al horno con papas. En medio de uno de esos silencios desagradables que ocurren cuando hablan varias personas y de repente callan el capitán Carpintero me dijo: “Dejate de joder porque te la damos”. Para mí fue el fin. Me iba y sentía que no había hecho suficiente. Para Cox, los tres años siguientes fueron un infierno.

Finis.

* Director 1998 - 2007