ELOBSERVADOR
De Perón a Menem y Kirchner

Cuál es el lugar de Alberto Fernández en la saga peronista

Cada presidente peronista delineó un gobierno que, bien o mal, será recordado por los argentinos. Aun es confusa la estrategia del actual mandatario.

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Néstor Kirchner, Alberto Fernández, Perón y Menem | CEDOC

Con cierta sorna se ha dicho muchas veces lo difícil que podría resultar explicarle el peronismo a un extranjero. Si esto es cierto para el fenómeno político de los orígenes, una explicación que osara incluir en un único concepto sus vicisitudes posteriores resultaría intelectualmente temeraria. Porque si, como lo planteó en las postrimerías de los años cincuenta Gino Germani, el peronismo clásico (1943-1955) reunió las características ambivalentes y contradictorias que distinguieron a lo que el sociólogo ítalo-argentino denominó como “movimientos nacional-populares” (o “populismos nacionales”), su derrotero posterior dibujó un mosaico de variadas teselas.

En 1967 el doctor Carlos Fayt dirigió un libro que presentó de modo somero el conjunto de interpretaciones que, hasta ese momento, intentaban dar cuenta de La naturaleza del peronismo. Las respuestas fueron tan variopintas como multifacético era el objeto de estudio y, en ese sentido, la palabra “naturaleza” parecía dar lugar a un equívoco. Porque si bien contiene cierta polisemia, ella remite especialmente a una suerte de esencia que demandaría ser develada al antiguo estilo aristotélico; cuando, en rigor, se estaba frente a una creación social que, en calidad de tal, admitía ser sucesivamente modificada por los seres humanos en el curso de su actividad pública.

Como es sabido, a fines de los sesenta se sumaron a la militancia en el peronismo proscripto crecientes contingentes de jóvenes, reclutados especialmente en ámbitos socio-culturales de las clases medias ilustradas. La apuesta de aquella generación, que consistió en sumarse como los guerreros de una gesta que procuraba proyectar el peronismo hacia un socialismo tercermundista, la llevó a chocar, como era previsible más allá de circunstanciales flirteos retóricos, con Juan Domingo Perón.

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Aquel líder político que, por detrás de las mil y un tácticas desplegadas entre 1955 y 1973 para regresar al poder, conservaba su ultima ratio de militar nacionalista. El viejo admirador de las experiencias fascistas de entreguerras estaba interesado en una redistribución de la renta más equitativa entre el capital y el trabajo, pero todo indica que, como reza el refrán popular, “ni ebrio ni dormido” hubiera adherido a un proyecto de revolución socialista. 

 

Todo indica que, como reza el refrán popular, “ni ebrio ni dormido” hubiera adherido a un proyecto de revolución socialista. 

El camino de Perón

Aunque se ha sugerido que la ideología de Perón era una ensalada, e inclusive que no tenía ninguna, esto es relativo. Sus planteos de la Comunidad Organizada y la Tercera Posición (que además de en los movimientos europeos antedichos, encontraban antecedentes en la Doctrina Social de la Iglesia) apuntaban a construir un camino que se proponía equidistante del liberalismo y el marxismo.

En vida de su líder, con el perfil  obrerista que definió su singular fisonomía, el movimiento nacional-popular peronista se mantuvo básicamente apegado a ese núcleo estratégico de ideas. La imagen de que Perón volvió en 1973 reconvertido en una figura de “derecha” le debe mucho a una narrativa ficcional desarrollada por quienes se habían inventado, sea por apuesta o por ingenuidad, un peronismo a la carta. En todo caso, Perón volvió de su exilio tan de “derecha” como lo era cuando se subió a la cañonera paraguaya para, luego de un periplo centroamericano, terminar pasando la mayor parte de su exilio en la España franquista. En verdad, la presencia en su entorno de grupos de civiles y militares que se inspiraban en un populismo nacionalista de cuño antimarxista no representaba ninguna novedad.

Menem y su mosaico de plastilina 

Al volver al gobierno en 1989, de la mano del recientemente fallecido Carlos Saúl Menem, el peronismo devino de colorido mosaico en maleable plastilina. En ese arte, el riojano era un experto. En la campaña electoral de 1973, cuando todavía era un opaco dirigente político provincial al que el candidato presidencial Héctor Cámpora llamaba “Dr. Nemen”, fue el primero en adherir al lema del “socialismo nacional”.

Pero no tardó en reubicarse ni bien los jóvenes turcos cayeron en desgracia y hacia 1975 se encontraba entre aquellos ortodoxos que, aún después de la crisis del “Rodrigazo” y el exilio de José López Rega, seguían agitando la bandera ya algo extemporánea de la “Revolución Peronista”. Así, integró el listado de dirigentes justicialistas que sufrieron prisión durante la última dictadura militar. La empezó en el buque Treinta y Tres Orientales, que poblaban buena parte de las figuras más salientes entre las élites políticas y sindicales derrocadas.

Volviendo a los noventa, si la glásnost ya la había iniciado la Renovación Peronista (sintetizada en el balcón compartido entre Antonio Cafiero y Raúl Alfonsín), Menem se dispuso a darle al peronismo su perestroika. La comparación con los avatares de la Unión Soviética intenta dar cuenta de que el riojano no hizo más que adaptarse, sin dudas con particular entusiasmo, a aires que provenían de allende las fronteras.

Una vez designado embajador en Chile por el gobierno menemista, un asesor le preguntó a Cafiero si no se estaban deslizando hacia posiciones excesivamente liberales. Cafiero le contestó al joven que el Consenso de Washington era un fenómeno internacional, y agregó: “El error de Menem fue que con el neoliberalismo había que ponerse de novio. Y él, se casó”. Semejante plasticidad peronista resulta con frecuencia invocada para destacar su incoherencia política. Pero, desde una mirada atenta al realismo político, el razonamiento también encuentra un reverso que no deja bien parados a sus históricos adversarios. Después de todo, el único plan de reforma económica liberal sustentable, por fuera de los que se apoyaron en la fuerza dictatorial, necesitó ser implementado bajo la presidencia de un político justicialista.

El actual oficialismo parece encontrarse frente a la posibilidad del triste destino de no ser ni chicha, ni limonada

El peronismo de Duhalde, los K y ¿Alberto?

Luego de que el modelo de la convertibilidad estallara en la crisis del 2001, Eduardo Duhalde y un grupo de economistas del peronismo tradicional (Jorge Remes Lenicov, Roberto Lavagna, Aldo Pignanelli) comenzaron un cambio en el modelo económico, que, grosso modo, implicó reorientarlo desde un eje financiero hacia uno de carácter productivo.

Aunque, una vez más, una narrativa ha pretendido alterar los hechos para revestirlos de tonos épicos, y más allá de contingencias y habilidades propias que distinguen a todo político de estatura, lo cierto es que ese fue el asfalto que facilitó el aterrizaje del santacruceño Néstor Kirchner. Siguiendo, a modo de mero ejercicio de imaginación literaria, claro está, con las alegorías soviéticas, podríamos decir que Duhalde fue el León Trotsky de la “Revolución Kirchnerista”. Lo que al exjefe del Ejército Rojo le había ocurrido materialmente, al exgobernador de la provincia de Buenos Aires le aconteció simbólicamente. En cierto modo, a él también lo quitaron de la foto. 

A diferencia de Menem, Kirchner y Cristina Fernández, al calor de los nuevos vientos latinoamericanos, implementaron políticas económicas que retomaron algo del espíritu del peronismo clásico (aun cuando, en contextos también diferentes, el intervencionismo económico y la reforma social fueron comparativamente más tenues). Aunque la homologación entre el kirchnerismo y los partidos armados de los años setenta no resiste análisis, si puede afirmarse que, en tanto cultura política, esta nueva versión del peronismo abrevó en cierto ethos del juvenilismo setentista y se nutrió de elencos políticos e intelectuales de un progresismo no necesariamente peronista.

Su alianza con sectores más moderados y tradicionales del justicialismo fue lo que le permitió ganarle las elecciones a Mauricio Macri. Pero recordemos que este también ha reclutado algunos de sus cuadros en el peronismo y en su afán de disputarle el caudal electoral llegó a inaugurar un monolito al líder de un movimiento al cual, una vez llegado al gobierno y ya con una actitud más sincera, no se demoró en acusarlo de haber iniciado el largo ciclo de la decadencia argentina.

A diferencia de Menem, Kirchner y Cristina Fernández, al calor de los nuevos vientos latinoamericanos, implementaron políticas económicas que retomaron algo del espíritu del peronismo clásico

El lugar que ocupará el porteño Alberto Fernández en la larga saga peronista constituye aún un enigma. No sólo porque no se ha cumplido ni siquiera la mitad de su mandato, sino porque en la actual coyuntura su mentada “vocación de diálogo”, que podía representar una fortaleza en circunstancias más halagüeñas, amenaza con transformarse en su talón de Aquiles. Los gestos conciliadores del oficialismo no alcanzan a conmover a un establishment que lo considera un gobierno ajeno, al unísono que la insuficiencia de medidas económicas destinadas a revertir el creciente deterioro social erosiona sus bases.

El propio carácter nimio del “escándalo” de las vacunas de privilegio (compáreselo con los que rodearon al menemato), no hace más que revelar la opacidad reinante. Sin los éxitos y los fracasos (y ni siquiera los escándalos) de Menem y los Kirchner, sumada a una falta de volumen político de los elencos ministeriales ante una situación excepcional, el actual oficialismo parece encontrarse frente a la posibilidad del triste destino de no ser ni chicha, ni limonada.

*Historiador. Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”.