En 2022 se estrenó la película Top Gun Maverick como continuación de Top Gun, un éxito de 1986, donde la “estrella” era el avión F-14, mientras aparecía en el horizonte el F-18°, el cual, con el tiempo, se transformaría en su eventual reemplazo. La frase movilizadora de dicha película era “no es el avión, es el piloto”, cuando un atribulado Tom Cruise –“Maverick”– debe enfrentar en su obsoleto avión a un potente caza enemigo.
Existe una realidad en la Fuerza Aérea Argentina: desde el punto de vista del estado del arte, existe una distancia en extremo amplia entre lo que se opera y lo que se debería operar. Los aviones que cumplen actualmente la función de caza y ataque –hoy conocidos como “multirrol”, los nobles A-4AR recibidos en 1995–, eran aviones que distaban de ser modernos en aquella época.
La modernización de las Fuerzas Armadas del país es un pendiente más que existe cuando se discute acerca de política de defensa. En el contexto geopolítico actual es un dato de la realidad, que ningún candidato pareciera soslayar, aunque no todos coinciden en las razones para invertir los recursos necesarios para dicha modernización.
Desde hace años que la Fuerza Aérea Argentina (FAA) busca de manera infructuosa los medios para disponer de una aviación de combate efectiva, que vuelva a volar más allá de dos veces la velocidad del sonido como lo hacía hasta 2015. Esa posibilidad aparece un poco más cercana en el horizonte, pero se encuentra atrapada entre tres lógicas: recursos inexistentes, un nacionalismo obstruccionista, y una dinámica internacional de rivalidad político militar entre China y Estados Unidos. Esta elección no solo determinará la capacidad operativa de la Fuerza Aérea, también tendrá un impacto crucial en la posición de Argentina en el escenario internacional y en la cooperación con sus vecinos.
Con la ya otorgada autorización de la Administración Biden para que Argentina adquiera un lote de aviones F-16 A/B MLU Bloque 15 de Dinamarca, junto a los Aviones P-3C de Noruega, plantea una oportunidad excepcional para mejorar la capacidad aérea y la interoperabilidad regional, aparte de la soberanía aérea y naval.
Asimismo, representa un salto cualitativo a aquello que se dispone actualmente con la posibilidad de agregarle capacidades en función de requerimientos futuros. Vale decir que el avión no viene “sin armas”, como usualmente argumenta cierta clase de nacionalismo obstruccionista. Junto al argumento del veto británico, bloquean la incorporación de equipamiento de Occidente como táctica dilatoria de dicha modernización.
La elección de un avión de combate es –en el último de los casos–, el resultado de una decisión política que se construye sobre una base técnica. Una forma de presentar dicha decisión es la “vejez” relativa de la opción norteamericana, frente a la de China, que ofrece un avión “nuevo” con amplia disponibilidad de armas. La decisión parecería ser obvia: la mejor es la segunda opción, ya que deja satisfecho a un público que entiende por soberanía un arraigado antinorteamericanismo y la creencia por la cual China es un “par” y, por lo tanto, más alineado con nuestros intereses. Esta es solo una fracción de la argumentación. Las implicancias políticas son mayores.
De optar por el F-16 supondríamos una mejora en la dinámica existente del ambiente de seguridad de la región, en tanto Chile y Brasil ya trabajan en estrecha colaboración y agenda común con Estados Unidos en temas de seguridad y defensa. Si bien se puede argumentar que la opción china no empeoraría la condición de seguridad en el Atlántico Sur, el argumento de adquisición que utilizan los defensores del JF-17 es que no tienen “restricciones de uso”, o lo que es peor, desde el punto de vista político, comprarle a China obligaría al Reino Unido a destinar más recursos a la defensa de las islas Malvinas y, por lo tanto, van a tener que negociar. Una razón por demás imprudente para pensar la adquisición de un avión de combate, más en un país que, por razones de sus vulnerabilidades económicas, demanda una modernización que no sea vista como provocativa o que está diseñada para modificar el statu quo regional.
Además, existe una realidad operacional, aun cuando se realizaron esfuerzos por desarticular la relación de cooperación con numerosos elementos de occidente –entre ellos Estados Unidos–, la matriz material sobre la que se estructura nuestra defensa proviene de occidente en su vasta mayoría. Entonces, habría que preguntarse hasta qué punto la incorporación de un sistema de armas de China sería compatible con lo existente y cuáles serían los costos directos e indirectos de variar una matriz por otra, la cual es incierta en el actual contexto.
Finalmente existe una cuestión más a saldar. Quienes se unen a las FF.AA. lo hacen por una vocación de servicio. Hace años que la FAA y la Armada Argentina son relegadas debido a que su grado de sofisticación y costos tanto operacionales como de reequipamiento son difíciles de afrontar desde lo presupuestario, cuando existe un consenso por mantener el gasto de defensa debajo del 1% del PBI. Las restricciones económicas juegan su rol y si se quiere demostrar que “algo se hace” en materia de defensa, usualmente se destinan fondos a elementos con menor sofisticación. Eso tiene una contrapartida, se entrena a los hombres, pero no acorde a los estándares del siglo XXI, sino con lo que se dispone, generando límites en su carrera profesional.
El avión que se defina contribuirá a que el joven que ingresa a servir como militar, sepa que tiene una carrera en una fuerza moderna y acorde a su desarrollo profesional como hombre de armas, haciendo honor a quienes lo precedieron en esa tarea. En la dura realidad del combate, es tanto el hombre como la máquina.
*Profesor de la Escuela de Política, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad Austral.