Mi relación con el Teatro Colón coincide casi con mi vida. En el Teatro atravesé distintas etapas. La de espectador, curioso y apasionado, siempre se mantiene. La de alumno del Instituto Superior de Arte, a mediados de los 80, despreocupado de cualquier vaivén institucional, fascinado por ver el Teatro desde adentro. La del director del CETC (el Centro de Experimentación del Teatro) junto a Diana Theocharidis, durante cinco inolvidables temporadas en las que pudimos introducir un clima de audacia y agitación por el que pasaba la cultura hacia 2002. Y, en estos últimos años, invitado por Pedro Pablo García Caffi, como director del programa Colón Contemporáneo, para cumplir con el desafío de completar y actualizar la oferta artística con grandes obras que habían quedado al margen de las sucesivas programaciones.
Frente a estas diversas etapas, advierto que, pese a su complejidad y su singularidad artística, el Teatro siempre desarrolló su actividad en sintonía con lo que ocurría en el país y en la ciudad. Esto puede sonar a una paradoja, en un teatro que es único en lo que hace y que muchas veces se piensa a sí mismo como una isla. Pero en un país tan complejo, cambiante e imprevisible, es imposible que exista una impermeabilidad que deje estas características afuera. Pretender luchar contra eso es una pérdida de tiempo. Modificarlo es un paso natural, que obliga al Teatro a establecer alguna sincronía con la comunidad y a abandonar su proverbial endogamia.
En el Teatro, vi y escuché las cosas más increíbles, las más admirables y también las más insólitas y absurdas. En el escenario y en los pasillos. Conocí a los personajes más sublimes, y a algunos de los más miserables. Como puede suceder en cualquier lado. Pero eso sí, siempre con la potencia y la expansión que corresponde a una casa de ópera.
Con la asunción de Darío Lopérfido, evidentemente el Teatro entró en una nueva etapa y tiene que encarar un desafío que en realidad es el mismo de siempre: justificar su existencia, darle un sentido.
No es obligatorio para la Argentina tener un teatro como el Colón con sus orquestas y sus cuerpos funcionando plenamente, así como quedó tristemente demostrado que no era obligatorio para la Argentina tener una red ferroviaria integrada y desarrollada. No hay tradición ni orgullo que pueda resistir un ataque de terca mediocridad. Y en la Argentina, estas cosas suceden.
Parte del desafío del Colón es enriquecer y renovar el repertorio, y desafiar al público. Dado que el Teatro tiene en la taquilla una fuente muy importante de sus ingresos, la búsqueda de nuevos públicos es fundamental, y debería ser una obsesión. Queda claro que buscar nuevos públicos no excluye mantener al que está, cuya fidelidad es admirable y conmovedora, y que, para pensar en un público nuevo, hay que hacerlo de la manera más desprejuiciada posible: sin subestimarlo, y sin sumarse a los prejuicios que suponen que el Colón es elitista. No debe existir artista que le gane a Beethoven en las encuestas.
¿Cómo llevar al Teatro a aquel que, en el living de su casa, puede bajar en la computadora una miniserie que tiene a los mejores guionistas del mundo, ofrece con singular éxito los argumentos más estrafalarios, los mejores actores y las mejores producciones? Parecieran ser los nuevos Shakespeares, y quizás lo sean. Pero hay algo que el Colón siempre ofrece, y que, como el talento, es inexplicable pero sin dudas existe: la magia. La magia y la belleza del instante fugaz, que, como bien decía Goethe, pasa y nunca se detiene. La magia, el nivel y la contundencia.
Tener, para una ciudad como Buenos Aires, y para un país como la Argentina, al Teatro Colón funcionando a pleno requiere la misma exigencia que le requiere a un equipo presentarse en el Mundial de Fútbol. Es alta competencia. No hay opción. Aun cuando esta exigencia esté eventualmente desfasada con el estado de la economía. Hay que extremar el ingenio, pero hay que disponer de los recursos.
El Teatro tiene una oferta muy variada, y mi intuición es que, poco a poco, el público se va a ir acercando cada vez más a los espectáculos que le representen algún desafío estético nuevo, ya sea desde el punto de vista escénico o musical. Volver a escuchar a Barenboim o a Martha Argerich sigue siendo un desafío estético. Estas visitas ilustres –como lo fueron también las de Helmut Lachenmann, András Schiff, o recientemente Pierre-Laurent Aimard, o como puede ser en otro ámbito la de Laurie Anderson– producen sin dudas un gran estímulo y siempre traen alguna novedad. La novedad, que excita la curiosidad, es el combustible que enciende la mecha. El resto, sin que eso signifique entregarse a alguna inercia, suele darse por añadidura.
* Compositor y programador.
Presenta la obra Dedicatorias, con Margarita Fernández y Marilú Marini, en la BP15 (Primera Bienal de Performance en la Argentina), del 28 al 31 de mayo, en Prisma-KH (Wenceslao Villafañe 485, CABA), y como director del programa Colón Contemporáneo trae obras de Gérard Grisey, el 14 de agosto