El día T. Es decir, los MTV Music Awards de 2013: ése fue el día que Hannah Montana, estrella pop edulcorada a la manera y los modos industriales de Disney y álter ego de Miley Cyrus, murió para siempre. Fue allí donde Cyrus no sólo colonizó el twerking, ese polémico movimiento de pelvis que usó descaradamente sobre Robin Thicke, sino que logró reinventarse como franquicia. Desde ese instante, Miley Cyrus mutó en la nueva “heredera de Madonna” (con el propio aval de la Ciccone) y se lanzó por completo a su rol de estrella pop posmoderna, cuyo (segundo) gesto más reconocible es tocarse las partes íntimas en público. Una estrella salvaje con millones de seguidores en Twitter (18) y Facebook (49); o sea, una franquicia que mantiene un imperio que para sostenerse utiliza anualmente cerca de 150 millones de dólares.
La lasciva princesa pop, provocadora en sus desnudos y sus gestos en vivo, llega por segunda vez a Buenos Aires el viernes. Sin cocinero propio y con un equipo de setenta personas, y después de un paso polémico (siempre) por México –donde usó una nariz consolador y fue azotada, a lo bondage, con la bandera de México (después declaró que “su bandera irritó mi trasero”)–, Brasil y Chile, la jovencita llega con pedidos extraños (ver recuadro).
¿En qué consiste el show que es parte del Bangerz Tour, cuya entrada más barata en nuestro país cuesta $ 600, que lleva recaudados casi US$ 70 millones a nivel mundial y que ha convertido (junto con los 4 millones que vendió el disco) a Cyrus en la joven más millonaria de la industria del entretenimiento? La blonda ha generado para su gira un diorama excesivo, que afianza esa figura de sexualidad irreverente y desenfrenada cortada con gustos de niña inocente: pantallas gigantes saturadas de gatos de YouTube y colores dignos de carpeta de niña de 14 años, de guiños que van desde los Monty Python hasta Andy Warhol. Cyrus, que llega al escenario tirándose por una lengua-subibaja para después cantar SMS (Bangerz) rodeada de bailarines disfrazados de peluches, es embajadora de su propia caricatura: trajes que simulan estar hechos de marihuana o mallas de leopardo que dejan nada a la imaginación. No por nada en el mismo escenario se frota contra una 4x4 que asemeja ser de oro (en Love Party Money) o simula felaciones a lo Mónica Lewinsky (hombre con máscara de Bill Clinton incluido), o le ha dicho a su público “mis queridas putitas”, o golpea en el trasero a sus bailarines. Cyrus ha hecho de la vulgaridad pop su himno y su vitamina: durante el show, en la canción Someone Else atraviesa el escenario montando un hot dog con ruedas antes de irse a los bises. O, bajo la misma premisa, en #GETITRIGHT se retoza simulando una orgía en una cama mientras sus bailarines usan pijamas.
Asimismo, Cyrus posee una “cámara de besos” donde hace que la multitud comience a besarse entre sí (“cuanta más lengua, mejor”). Algunos sostienen que es la forma de darle vida a un show que carece de hits (más allá de Wrecking Ball y We Can’t Stop, considerando que sus hits pre-twerking ya no existen y prefiere hacer covers de Flaming Lips, Bob Dylan y Arctic Monkeys). Cyrus mezcla esa “anemia” con un tsunami visual de influencias chillonas que asemejan movimientos pop que han sabido generar revoluciones y ahora crean más millones para el imperio Cyrus.
Pero, digan lo que digan, Cyrus crea un show como nadie. Sea bañando con agua de su boca a su público o hablando de su amado y fallecido perro Floyd (dueño de un monumento inflable de veinte metros que lanza rayos por los ojos, que suele aparecer en sus shows) o incluso de su grave y reciente enfermedad. Cyrus es íntima con sus fans: no pone la distancia de diva que crea Beyoncé o la distancia fría de Justin Bieber, o la ñoñez pop de Kate Perry. Los fans de Miley se sienten en concordancia con su ídola y su necesidad de rebeldía. O de sincero interés en cosas que suelen ser desaprobadas.
Aun así, la polémica artista ha dicho que buscará ser cuidadosa en nuestro país (hablando específicamente sobre un pene inflable que usa, todo muy elegante). Aunque también dijo que estaba poniendo todo su dinero en el tour, algo que, para ser un integrante de la lista de Forbes de millonarios más jóvenes, suena cuando menos a un gran gesto. O, con todo ese salvajismo en venta, como la forma de una franquicia adolescente de mutar y seguir facturando millones, mezclando sinceridad pop y artística con la realidad de sus costos.
Los pedidos
Las exigencias de Cyrus no son muy excéntricas. Primero, lo básico: electrodomésticos (“limpios”, aclara desconfiada, y no sólo con este ítem sino con cualquier utensilio), mesas rectangulares de 2,5 metros (con manteles negros o blancos), dos sofás, tres sillones grandes y cómodos, una heladera, una tostadora, un cuchillo bien afilado, una tabla de picar, diez vasos y tazas descartables y bowls para sopa que sean de porcelana.
A la hora de la comida: pan (Udi) y pretzels sin gluten, manteca Earth Balance, avena instantánea, chicles sin azúcar, caramelos o gomitas para celíacos, almendras orgánicas, arándanos, frutillas y moras orgánicas en bowls (cada uno en un bowl individual), 900 gramos de pavo orgánico cortado en fiambre y sellado al vacío, una caja de té Throat Coat, un limón sin cortar, miel orgánica y jengibre fresco. ¿Y las bebidas para Miley? Doce botellas de Gatorade (que incluyan, sí o sí, el sabor lima limón) y de agua de coco (Harmless Harvest, Vita Coco o O.N.E.), 48 botellas de agua (naturales y refrigeradas), 16 botellas de agua Perrier y ocho botellas de Perrier sabor lima. ¿Y las bebidas que hacen al pop-rock y a la leyenda de Cyrus un fenómeno actual? Dos botellas de vodka (ambas Ciroc, pero una de sabor durazno y otra de sabor Red Berry) y, para finalizar, un clásico: una botella de Jack Daniels etiqueta negra.