Nacido y criado, la esperada realización de Pablo Trapero, concluyó su campaña de siete semanas con 24.767 espectadores, apenas 266 en la semana número siete. Trapero (Mundo grúa, El bonaerense) es un director confiable y popular. Sin embargo, la audiencia apenas lo tuvo en cuenta.
El custodio, de Rodrigo Moreno, sin dudas la mejor película argentina del año (con una enunciación inteligente, en la que se construye un espacio “comprometido” para el espectador), alcanzó algo más de 55.700 compradores de entradas. Para la flaca performance actual no es una mala cifra. Las manos (Alejandro Doria), una obra nada más que sensible, con demasiados premios, vendió 217.500 entradas en 17 semanas. Para unos y otros, las cifras son magras. Sólo Bañeros III, todopoderosos y El Ratón Pérez, productos pensados para la familia en vacaciones de invierno superaron (apenas) el millón de entradas vendidas.
Sesenta y tantos estrenos argentinos poblaron la cartelera del año, con un par de sorpresas, Cándido López, los campos de batalla y Bialet Massé, un siglo después, con 6.821 y 25.750, respectivamente. El total de personas que vieron cine nacional alcanzaba a 4.055.764, hace una semana: constituye el 11,60 por ciento de 34.958.748 (el total de público que fue al cine en 2006), un 3 por ciento menos que en 2005 (35.942.826), según los cálculos en circulación.
Del total, casi cincuenta películas no llegaron a los 10.000 espectadores y algunas apenas hicieron 2.000 (La mala hora), 1318 (Gelbard, historia secreta del último burgués nacional), 1.086 (El último confín), 950 (Samoa), 4.059 (El regreso de Peter Cascada), 4.602 (Agua), 592 (Fantasma, con un estreno especial en la sala Lugones), 2.686 (Los suicidas), 5.311 (Monoblock”), 2.429 (El último bandoneón), 2.300 (Chile 672), con casos seguramente en que las ganancias de la segunda semana fueron aportes del Instituto de Cine (INCAA) a sala casi vacía.
Nuestra medida de comparación es el tamaño de la vieja sala del Gran Rex, que con sus 2.350 butacas, se llenaba más de una vez por día. No pedimos tanto, pero para quienes se preguntan si el cine argentino ha sido dejado por su público, las cifras marcan la evidencia. Se ha ido modelando una tendencia que ha desangelado los productos a los que las audiencias deberían acercarse naturalmente. Por años, el cine nacional fue la estrella de las carteleras y, en muchas oportunidades, no demasiado lejanas, motivo de preocupación para las cinematografías preponderantes, que veían en el producto argentino una seria competencia.
Tienen responsabilidad cierta politización de los “mensajes” y su exceso de cercanía con lo que se ve en la televisión, tanto en materia de ficción como de noticieros. Hay que advertir que la televisión le arrebató a nuestro cine audacias, creatividad, estrellas, buenas narraciones. La TV tiene claro que su formato apresurado y directo no debe competir con el fílmico, pero las fórmulas que el cine encontró (o busca) para deshacerse de la afición por la TV y para competir con ella no son las adecuadas. Esto es otra evidencia.
Se les ha dado demasiado lugar a los principiantes que, por lo general, hacen lo suyo para alcanzar la opera prima, sin mayor preocupación por sostener un modelo industrial que desconocen y en el que no creen ni les preocupa. Estos principiantes –en su inmensa mayoría, jovencitos– llegan con guiones de apuro, sin contenido humano y sin experiencia de vida, pero colmados de indicaciones de riesgo, tomas académicas aunque insensibles, cámaras fijas, personajes que deambulan como los describen los grandes teóricos y una propuesta que no denota una verdadera afición por convertir la opera prima en una profesión.
A esta práctica se adaptó en los años más recientes el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA): inclinarse por la cantidad, antes que por la cualidad. Los films se convierten en meros objetos pronto desechables. No se hace diferencia entre filmes que harían mejor carrera en un canal cultural y aquellos que deberían convocar al público. Recuerdo, no hace mucho, haber visto un film nacional en el que más de una tercera parte transcurría contra la nuca de una motociclista. Éramos cuatro espectadores, un domingo a la tarde, en un cine de la Recoleta. Terminó la película y yo había quedado solo.
Uno se pegunta si el joven director no siente la responsabilidad de que su película debería juntar por lo menos la cantidad de público que justificara los subsidios posteriores al estreno. ¿Cuántas de estas realizaciones reciben subsidios? Se trata de entre 400.000 y 500.000 pesos por productos que, con sólo verlos, no justifican esas cifras. ¿Es sensato que a quien consiguió apenas 200 espectadores en toda la carrera de una película se le otorguen nuevos créditos o se le prometan los subsidios que salen del a veces rogado “interés especial”? Ocurre. Nadie le dice que se dedique a otra cosa.
Esto lleva a preguntarnos si a las autoridades del INCAA no les interesaría que nuestros productores de mayor creatividad y los directores más renombrados retornen al set de filmación con obras más caras, establecidas en los precios internacionales reales, pero finalmente confiables.
¿Por qué no se busca en nuestra mejor literatura el resultado de una gran película? ¿Por qué no se convoca a Juan José Jusid o a Luis Puenzo para que se comprometan en las piezas fílmicas que están haciendo falta? ¿Por qué no se le pide a Pino Solanas que abandone por un tiempo “la camarita documentalista” y se incline hacia el modelo de alguno de los grandes films con los que ya ingresó en la historia? ¿Por qué no se solicita a Héctor Olivera que deje de pensar sólo en la manutención de su necesario estudio, en bien de que su inmediato proyecto pueda competir con la gran producción extranjera, tanto en lo técnico como en la sustancia narrativa? ¿Qué hacen Juan José Campanella o Daniel Burman que no son convocados con la imaginación que debe tener el funcionario, para que se esfuercen en uno de sus humanizados retratos de familia o de barrio?
Estos nombres son ejemplos posibles. Nuestro cine se ha olvidado de la sociedad en que habita, de su complejidad, de su adultez y la sociedad se lo devuelve con indiferencia. Hay que pedirles a las asambleas, a los comités y a los consejos que actualicen su mirada cultural, que abandonen la muy comentada frivolidad y que le den mayor responsabilidad y poder de decisión a la autoridad del INCAA, que debe poner más interés en los procesos productivos.
Menos festivales, más ideas. Entre tanto, el cine argentino se ha convertido en un producto digitado por el Estado. Lo han estatizado. Como en las dictaduras. El Estado no es creativo, acciona poco, provee según su entender y no le importa el fracaso. El Estado paga todo y llena las estanterías con rollos de celuloide sin vida propia, olvidado de que es el público que va al cine quien soporta con el diez por ciento de las entradas esos rollos sin vida.
Hay que imaginar una industria que apoye la gestión privada, a la que se le controle su eficiencia productiva, sin negarle los fondos necesarios para competir internacionalmente. Hay que abandonar la mirada dirigida a los festivales y recuperar la audiencia local. Hay que abandonar tanto viaje superfluo y sentarse a trabajar dos años, apoyando el trasero en la silla del funcionario, imaginando un sistema posible y recuperable y gestionando con intercambio de ideas, con mesas de discusión y con formación de consejos menos ciegos que los que establece la ley, pues ya se ve qué resultados se alcanzan. No hablamos de otra cosa que del espíritu de la ley del cine.
Todos sabemos que se han firmado a lo largo del tiempo infinitos acuerdos adormilados (para la foto) con España y con Italia.
Hace unos cuarenta años, Amorina, de Hugo del Carril, ganó el premio en el festival de Calcuta. Como corresponde, el galardón fue para el director y ningún organismo del Estado buscó apropiárselo para su mentida vanidad. Tampoco nuestro cine pasó a tener a la India como principal cliente. No es difícil colegir que los festivales del exterior buscan títulos en los países periféricos y expresan su asombro porque “hacen películas”. Por su lado, los avispados locales y la prensa enceguecida por la prebenda consuetudinaria de los viajes al exterior (aceptada por los grandes medios) hacen la vista gorda.