Sí, es cierto. Pepe Biondi miraba a cámara y hablaba con el espectador en medio de un sketch.
También es verdad que Marrone guiñaba el ojo a los televidentes. Los dos buscaban la
complicidad de los que estaban del otro lado de la pantalla, pero
sólo él consiguió esa
comunión casi mística con el público.
Lo hizo a través de su
espontaneidad. Ésa fue la gran diferencia. Porque Olmedo fue un buen actor de
comedia, pero también -y sobre todo- un
gran cómico aún cuando no hubiese un guión marcándole qué decir. O mejor dicho,
sobre todo
cuando se apartaba de él.
Aquellos momentos en que él agregaba, omitía o cambiaba los diálogos escritos por Hugo
Sofovich eran, justamente, los instantes en que se producían los mayores
picos de risa de los espectadores.
No hubo, en estos veinte años, un actor que haya podido recoger el guante. Nadie consiguió,
como él, trascender a sus personajes. Convertirse en ese amigo con el que todos quisiéramos
compartir una cena.
Por eso, cuando en alguna repetición lo vemos mirando cómplice a cámara y mordiéndose el
labio inferior mientras "descarga" a Adriana Brodsky lo sentimos
próximo, único. Como siempre.