Mirtha Legrand esperaba escondida detrás de un árbol con su peinado sólido, a base de spray, y un maquillaje impecable. Ya, en la década del ´60, era una estrella del cine. La diva vio cómo su marido, Daniel Tinayre, despedía a otra con un apasionado beso en la boca. Le salió al cruce. Tal vez dijo carajo, tal vez dijo mierda y cacheteó a la amante, que oscilaba entre el susto y la sorpresa. Mirtha amaba a Tinayre y sabía de sus escapadas, pero verlo en vivo y en directo no era lo mismo. Se quiso morir y terminó internada en el Sanatorio Mater Dei. Él montó guardia junto a su cama hasta que ella estuvo recuperada. Siguieron unidos, sonriendo para los fotógrafos, trabajando juntos en el programa de televisión y compartiendo los veranos de relax en Punta del Este. Si los afectó la crisis, nunca lo contaron.
Mirtha no sólo cultiva la discreción en público: reina y señora de la familia más mediática de la Argentina, el mismo silencio que les pide a los medios es el que impone puertas adentro. Esta familia se construyó así: sobre la base de secretos ancestrales, tabúes y verdades dichas a medias. Quizás exigidos por el vértigo mediático que impone una fachada siempre glamorosa, reproducen hacia el interior del clan la misma lógica de escamoteo de información. El maquillaje familiar es algo que no se agrieta nunca, una muestra de la doble vida y la hipocresía que salen a escena cada vez que se prenden las cámaras.