Si Nueva York es la capital del sueño, Río de Janeiro es la del deseo: esta ciudad está llena de frutas, y de camisas entreabiertas, y los cariocas corren contra el tiempo desde las seis de la mañana en la Avenida Atlántica y caen muertos de un paro cardíaco, en línea y con una sonrisa. Los cariocas deitan. Deitar es algo así como enrrollarse con el piso, como un gato. Deitan y rolan. Ahora, para colmo, intuyen un destino de grandeza. Los sociólogos llaman a eso “clase C”, para los cariocas significa que quizá puedan comprarse un lavarropas, o un plasma, o edificar un pisito arriba, será que las putas tendrán mas turistas que llegarán antes a su sueño imposible del negocito propio allá donde nadie las conozca.
Señores de edad avanzada con chicas de piernas largas en el Copacabana Palace, lanchonetes vacíos en los que suenan pedagizas canciones tristes (¿alguien escuchó alguna vez la letra de un samba?), el sol, que quema como una venganza, el agua de coco, la Policía que bosteza o mata por la espalda, la Unidad de Policia Pacificadora (UPP) convirtiéndose en un chiste malo, el aroma nauseabundo, pero encantador de la cachaça, y sobre todo, el mar. Todo, a mi alrededor, desea. Yo simplemente me derrito con terno y gravata y busco el ritmo que deberé volver a encontrar después de un mes de operación que atrasó el rodaje.
“Al lado de esto Buenos Aires parece Montevideo”, me dice Tamara, mientras cruzamos los 11 kilómetros del puente Río-Niteroi. Cuento los barcos que están en lista de espera en la entrada del puerto y son más de veinte. Es cierto: en Buenos Aires debe haber un gomón. Y el puerto más activo no es éste, sino el de Santos, a 70 kilómetros de Sao Paulo.
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