Acabo de llegar a Beijing, y en Beijing no hay cielo. A menos que quieran llamar cielo a esa mole gris, uniforme, que se extiende por arriba de nuestras cabezas. Me dicen que no hay cielo por la contaminación.
—Algunos días se ven las nubes –dice Yi.
—Y otros el sol –agrega Vicente.
Yi tiene unos cincuenta o sesenta años, y es espía. Es el “acompañante” que el gobierno chino ha dispuesto para acompañarnos durante todo el rodaje. Nos fusilan, y tenemos que pagar la bala: Yi nos cobra cincuenta dolares al día más las comida, y él se hace cargo de los traslados aéreos. Yi habla inglés, un inglés británico, de tía resfriada, y nos cuenta que estuvo diez años en México, algunos en Cuba, pero que no conoce Buenos Aires. Todos sospechamos que habla español, pero no lo dice. Pregunta adónde vamos y lo anota en un cuadernito marrón que siempre tiene entre las manos. También anota a quién vemos, pero no lo vive como un secreto, lo pregunta en voz alta y lo escribe con dedicación. No se llama a sí mismo espía, claro; nos cuenta que depende del Departamento de X y X, que normalmente acompañan a las comitivas los funcionarios junior, pero esta vez él hizo una excepción y quiso encargarse personalmente. Yi es amable, y nada puede quitarle de encima su apariencia de empleado estatal: hombros abatidos, valijita, piloto, infinita paciencia.
Vicente es la otra cara de la moneda: inquieto, pequeño, movedizo, cara de niño con lentes preguntones. Vicente no se llama Vicente. Vicente se llama Jun, o Hao, o Lin, o Wei, pero se bautizó Vicente al empezar a estudiar español. La mayoría de los chinos que tienen contactos con extranjeros tiene, también, otro nombre: la chica que sirve café en el bar del Radisson se llama Doreen, y no le gusta.