El "efecto invernadero" no resultó finalmente una fantasía de la ciencia-ficción. Sus efectos se hacen sentir todos los días en todo el planeta -a veces de manera inédita- y las previsiones de una catástrofe ambiental para dentro de unos 50 años podrían alterarse en el peor de los sentidos.
Las señales son constantes, e inequívocas. En China y Australia, lo que en un principio se creyó eran alteraciones pasajeras fueron de mal en peor; por ejemplo, la disolución de las nieves eternas en el Himalaya (con su consecuencia de destertificación e inutilización de las tierras cultivadas) ya es una cuestión de Estado. El agotamiento del caudal del río Amarillo, en el Tíbet, anticipa su sequía definitiva, para desesperación de los lugareños.
Los tibetanos migran como bandadas de pájaros sedientos: desaparece la vegetación, la escasez de agua mata a zorros y a lobos, pero proliferan los ratones salvajes, algunos gigantescos, que sin predadores a la vista tienen sus cosas resueltas. Los geólogos han dicho que en unos 40 años no habrá más glaclares en esa región: el aumento de la temperatura (3 grados), será suficiente para esa tarea de demolición.
Los chinos representan el 22 por ciento de la población total del planeta, y tienen el 8 por ciento de las reservas de agua potable: no es mucho pero tampoco es nada, y sin embargo no alcanzará. las sequías están reduciendo la superficie de cultivo por habitante a 600 metros (contra 1900 de los estadounidenses). En 20 años está previsto que esos 600 sean 540, una cifra que paralizará la industrialización extendida y forzará a la urbanización compulsiva. Los verdaderos problemas recién están comenzando.