INTERNACIONAL
Desde Madrid

Diario de la peste: la nostalgia

De momento, en la capital española se niega, mientras se pueda, estar perdiendo el pulso frente al virus

madrid coronavirus 20201006
Madrid | AFP y AP

Ayer por la tarde a la caída del sol, la estación de ferrocarril de Atocha en el sur de Madrid, registraba un movimiento menor que el resto de los días, pero no demasiado notorio. Se supone que la ciudad está bajo estrictas restricciones, que los desplazamientos solo obedecen a razones laborales, educativas o médicas y que nadie puede ingresar o salir de la ciudad. Sin embargo, se calcula que el tráfico, al menos en Atocha, donde circulan a diario unas trescientas mil personas solo se ha reducido un diez por ciento. Ayer, sobre las siete de la tarde, los controles policiales no excedían el número del personal habitual que controla la seguridad de la estación. Es más, dos policías asignados a una de las áreas por las que se desplazan los pasajeros de tomaban tranquilamente un café y ni me miraron al pasar junto a ellos: venía de Aravaca, un barrio situado al oeste de la ciudad pero podría haber descendido de un tren procedente de Alicante. Da igual.

Saliendo de la estación y rodeando el museo Reina Sofía, se accede a la calle Argumosa que conduce, unas pocas calles hacia arriba, al popular barrio de Lavapiés, donde confluyen emigrantes de todas partes, salas de teatro oficiales e independientes, librerías y una atmósfera que siempre está cargada de cierta algarabía. La calle Argumosa, sembrada de terrazas, tampoco parecía ayer deprimida. Si bien se conserva la distancia sanitaria de más de un metro entre las mesas y no se veían, como es costumbre, grupos demasiado numerosos alrededor de ellas, el clima apenas defería del de cualquier tarde normal.

En los barrios periféricos el clima cambia, pero no solo por las restricciones. En las radios se escuchan las voces de los dueños de pequeños bares y restaurantes que la disminución de clientes, en buena parte, es causa de los seguros que se cobran por la caída de la actividad económica, mucho menores a la retribución normal. Y estamos hablando de quienes aún no han perdido el trabajo. 

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Hoy el día no ha amanecido distinto al de ayer, con el mismo movimiento y una supuesta normalidad, nueva o vieja, que no es tal. Cada día más ciudades se van sumando a las restricciones y ya en España son más de cinco millones las personas afectadas. Salvo Madrid, que mantiene una guerra sanitaria suicida con el Gobierno central –prueba de ello es la laxitud de los controles– el resto de las regiones y ciudades que extreman medidas lo hacen con un rigor sanitario bastante firme. El último choque entre Madrid y la Moncloa es la acusación del ministerio de Sanidad hacia la comunidad por el manejo opaco de las cifras de contagio: el viernes se registraron 814 casos y ayer 207, un descenso, sin duda, raro. 

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En Francia la segunda ola ya está instalada y París, con una tasa de 270 de casos positivos por cada 100.000 habitantes se empieza a acercar a Madrid rápidamente (337) y cierra los bares, restringiendo a los restaurantes, cines, teatros y museos a un protocolo más severo. En Italia las cosas no están mejor: suben a 2.600 casos por día y se extiende el Estado de emergencia hasta el próximo 31 de enero, dato que hiela la sangre a todo el sur europeo porque responde con una elipsis a una cuestión que está en el aire: ¿cuál será la situación en Navidad? Es verdad que el asunto es la pesadilla del comercio y el turismo, pero también derrumba el anhelo que se mimaba en verano con el que se vislumbraba una lenta caída de la pandemia. 

Nada de eso flota en el ambiente y es por ello que, de momento, en Madrid se niega, mientras se pueda, estar perdiendo el pulso frente al virus: con una caña de cerveza en la mano en cualquier terraza o subiendo o bajando del tren. 

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La negación, sin embargo, tiene poco recorrido ya que debajo de las mascarillas, todos sabemos que el pasado que aconteció ayer, hace unos meses, antes de la pandemia, poco a poco comenzará a ser nostalgia. Como en aquella lista en la que Georges Perec acumuló imágenes, experiencias y recuerdos («Me acuerdo del Andrea Doria», «Me acuerdo de mayo del 68», «Me acuerdo de que Citroën puso un luminoso gigantesco en la Torre Eiffel»… ),  rememoraremos la última vez que bailamos apretujados, unos con otros, en alguna disco o en una fiesta en la playa. O peor, cuando nos besábamos y abrazábamos al encontrarnos fortuitamente después de tiempo sin vernos. Tampoco olvidaremos el día que Donald Trump dijo, enfermo de COVID-19 y con dificultad para respirar, que nunca se había encontrado tan bien en veinte años.