En 1963, Joseph “Joe” Kennedy, padre de JFK y patriarca de la gran familia de la política norteamericana, podía enorgullecerse de un hijo presidente, otro senador y otro fiscal general. Cincuenta años más tarde, la dinastía Kennedy no es ni la sombra de lo que supo ser. Apenas un legislador y una embajadora son los últimos miembros del clan que conservan espacios de poder y que, a duras penas, mantienen viva la llama del linaje político que marcó a los Estados Unidos.
Luego de los asesinatos de John Fitzgerald en 1963 y de Robert, “Bob”, en 1968, Edward, “Ted”, el menor de los hermanos Kennedy, se convirtió en la cabeza de la familia. Su muerte en 2009 fue un golpe letal para el clan. Sus esperanzas se centran ahora en Caroline, hija de JFK y flamante embajadora en Japón, y Joseph Patrick Kennedy III, nieto de Bob y representante por Massachussetts en el Capitolio.
La elección de Joe III en enero puso fin a una verdadera vergüenza familiar: entre 2011 y 2013, luego del fin del mandato de Patrick Joseph II, los Kennedy se habían quedado sin representantes en Washington por primera vez en 64 años. Esa sequía explica por qué la llegada de Caroline a Japón esta semana provocó un revuelo inusual para una designación diplomática.
A diferencia de los Clinton, que conservan intacta su influencia en el Partido Demócrata, las nuevas generaciones de los Kennedy se dedicaron más al activismo desde organizaciones sin fines de lucro que a la política. A eso se agregan algunos pequeños escandaletes, como el de Kerry, hija de Bob, quien en julio de 2012 fue detenida conduciendo bajo el efecto de drogas.
Un par de años atrás, su hermano Robert Jr. aseguró que “alrededor de la mitad de los 85 primos de la cuarta generación piensa entrar en política, por lo que se viene un tsunami Kennedy”. Por ahora, su pronóstico parece lejos de cumplirse