A partir de las 0:01 horas locales de mañana comenzará a regir en Ucrania el alto el fuego anunciado esta semana en Minsk, como parte del acuerdo de paz alcanzado entre los gobiernos de ese país y de Rusia, Alemania y Francia. Sin embargo, observadores y analistas coinciden en señalar la fragilidad de un pacto que mantuvo cuestiones claves irresueltas y evidenció serias diferencias entre las partes involucradas. Los términos del acuerdo dejaron suficiente espacio para que el éxito o el fracaso del trato dependa en buena medida de la estrategia que adopte un actor tan decisivo como impredecible: el primer ministro ruso, Vladimir Putin.
Además del cese del fuego, Putin, Petro Poroshenko, Angela Merkel y François Hollande acordaron el retiro de la artillería pesada de las zonas de conflicto, la entrega mutua de prisioneros, el retiro de mercenarios y formaciones extranjeras del territorio ucraniano y una reforma legal para facilitar la descentralización de las regiones orientales rebeldes que debería concretarse antes de fin de año. Si para esa fecha se cumplen todas las condiciones, Ucrania podrá tomar el control de la frontera con Rusia.
Sin embargo, Poroshenko reconoció ayer que el camino hacia la paz no estará libre de obstáculos. “No quiero que nadie se haga ilusiones ni parecer un ingenuo –aseveró el presidente ucraniano–. Todavía falta mucho para lograr la paz y nadie tiene la certeza de que las condiciones que fueron firmadas en Minsk se cumplirán”. En efecto, apenas unas horas después del fin de las negociaciones, los reportes de las tropas regulares ucranianas y de las milicias separatistas prorrusas arrojaron un saldo total de 18 muertos en el último día.
La delicada situación podría verse agravada por la “diplomacia Kalashnikov” de Putin, como la bautizó días atrás la revista especializada estadounidense Foreign Policy. El temor de las potencias occidentales es que el objetivo real del jefe de Estado ruso sea ganar tiempo en la mesa de diálogo mientras los rebeldes afines a Moscú consolidan sus posiciones militares sobre el terreno.
Desde esa perspectiva, en el mejor de los casos el conflicto en Ucrania permanecerá “congelado” y las regiones controladas por los rebeldes seguirán fuera del control político de Kiev en el futuro inmediato. En el peor escenario, Putin se mantendrá a la ofensiva para desestabilizar al gobierno prooccidental de Poroshenko, lo que a su vez podría catalizar finalmente el envío de apoyo militar y logístico al Ejército ucraniano por parte de los Estados Unidos.
Esta semana, la revista británica The Economist resumió las tres teorías que existen en el ámbito académico sobre la estrategia de Putin en torno a la cuestión ucraniana: busca restablecer la hegemonía rusa sobre Ucrania, aprovechando un momento de debilidad de Occidente; está realmente imbuido por algún tipo de “nacionalismo étnico” y de nostalgia soviética; o es una acción populista para seducir a los ciudadanos rusos, desalentados por el estancamiento económico y la corrupción de la clase política. En cualquier caso, la sombra de Putin aún se ciñe sobre Ucrania, en cuyo conflicto murieron más de 5.400 personas desde que estalló.
El papel de Polonia
El presidente polaco, Bronislaw Komorowski, aseguró que la paz en Ucrania es aún una “perspectiva lejana” para Varsovia, aunque señaló que “la clave militar y política para la resolución de este conflicto se encuentra en Moscú” y no en manos del Ejecutivo ucraniano.
Polonia es uno de los socios comunitarios más activos en el intento de acercar a Ucrania a la Unión Europea y, de hecho, uno de los impulsores del fallido acuerdo de asociación que desencadenó las protestas en Kiev. Parte de ese interés se explica por razones históricas, relativas tanto a la compleja relación entre Varsovia y Moscú como al hecho de que la franja occidental de Ucrania perteneció a Polonia hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando pasó a engrosar la poderosa Unión Soviética.