Madrid.- La muerte voluntaria de Inmaculada Echevarría, una tetrapléjica de 51 años que por petición propia fue desconectada del respirador que la mantenía con vida después de permanecer dos décadas postrada en la cama de un hospital, reabrió en España el debate sobre la eutanasia, una práctica ilegal en el país.
Castigada desde los once años por una distrofia muscular progresiva e incurable, Echevarría vio cumplido anoche su deseo de morir "dignamente y sin dolor", tal y como lo venía implorando desde hace mucho tiempo. En un hospital de Granada, en el sur del país, la mujer fue sedada y después se le retiró la ventilación mecánica, lo que causó su fallecimiento minutos después.
Para Echevarría, que ya sólo podía mover los músculos de la cara y las puntas de los dedos, la muerte significaba libertad. Y lo dejó claro en su último testimonio público, recogido hoy por el diario "El País".
"Para ser libre tienes que luchar", dijo, al tiempo que animó a otros en su situación a no darse por vencidos: "Esto sirve para que la gente no tenga miedo, que no se rinda, que luche." A ella misma, dijo, le gustaría que la recordaran como "La guerrera".
Y no es para menos, porque la vida de Inmaculada -nombre que ella adoptó porque el suyo, Juana, nunca le gustó- fue una dura batalla toda la vida: A los once años le diagnosticaron la enfermedad, a los 17, murió su padre, y a los 25, su madre. Pero el golpe más duro lo recibió un año antes: ocho meses después de dar a luz a su hijo, el compañero sentimental de Echevarría perdió la vida en un accidente de tráfico. Ella ya no podía valerse sola y tuvo que entregarlo en adopción. Eso fue hace 27 años. Fue entonces cuando decidió que quería morir.
Hace dos semanas, el gobierno regional de Andalucía aceptó la solicitud de Inmaculada, al dictaminar que no se trataba de un caso de eutanasia, sino de una interrupción voluntaria del tratamiento terapéutico, algo que permite la ley.
Eso desencadenó duras críticas de la jerarquía católica. El cardenal primado de España y arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares, consideró que sí se trataba de eutanasia y que, por lo tanto, el caso de Echevarría es "un atentado contra la dignidad y la vida humana".
El cardenal y arzobispo de Sevilla, Carlos Amigo, incluso hizo una comparación con la pena capital, al pronunciarse "en contra de todo tipo de pena de muerte, tanto la legal como la autoadministrada".
En la misma línea, el portavoz de la Conferencia Episcopal, el jesuita Juan Antonio Martínez Camino, manifestó que la vida humana "nunca puede ser eliminada ni por acción ni por omisión".
En cambio, la Asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), a la que pidió asesoramiento la tetrapléjica, afirmó que el caso de Echevarría "abre la puerta a otros enfermos que quieran exigir sus derechos dentro de los límites que marca la ley".
César Caballero, portavoz de la organización, explicó que se trató de un caso de "eutanasia pasiva indirecta", que en el Código Penal no constituye un delito, porque no se trata de poner fin a una vida sino de interrumpir el tratamiento por voluntad del paciente.
Para esta asociación, "morir con dignidad significa morir con libertad, que cada ser humano pueda finalizar su vida cuándo y cómo desee, con las garantías asistenciales que toda persona se merece". Algo que no ocurrió en el caso del tetrapléjico gallego Ramón Sampedro, quien luchó durante décadas sin éxito por su derecho a morir y en 1998 finalmente tuvo que recurrir a una "mano amiga" que le suministró el veneno con el que se quitó la vida.
Este caso quedó inmortalizado en la película "Mar adentro", de Alejandro Amenábar. A Inmaculada Echevarría, las críticas de la Iglesia le traían sin cuidado. "Que se metan en su vida. Que les den morcillas a todos. Si no me entienden, que se pongan en mi lugar. Si a ellos Dios les llena, pues que sigan. Pero que respeten la libertad de cada uno", dijo pocos días antes de morir.
Paradójicamente, esta mujer pasó los últimos diez años en un hospital dependiente de una orden religiosa, la de San Juan de Dios. Su deseo era morir en ese lugar, que se había convertido en su casa.
Sin embargo, las presiones de la jerarquía eclesiástica, tanto en España como desde Roma, hicieron que Inmaculada, horas antes de fallecer, fuera llevada a un aledaño hospital público. Fue allí donde cerró sus ojos para siempre, tras despedirse de sus amigos y su hijo, con el que se había reencontrado apenas dos años antes.