INTERNACIONAL

La vida de los beduinos en un Israel caliente

Son casi 200 mil y el 77% es indigente. Fotos. Galería de fotos

Aldea Beduina, las construcciones, a veces, son muy precarias, ya que las continuas demoliciones obligan a armar viviendas de apuro.
| Cedoc

El imaginario popular ubica a los beduinos como pintorescos personajes de túnica y pañuelo que atravesaban el desierto en caravanas de camellos buscando algún oasis donde mitigar las hostilidades de las arenas inabarcables. Relatos románticos de espíritus de trashumaban el mundo árabe desprendidos de toda posesión terrenal para cumplir con un destino escrito en generaciones y generaciones: el de ser libres como el viento que los guiaba hacia el agua.

Hoy, dos mil años más tarde, la realidad de ese pueblo mitológico lejos está de aquellas fábulas de leyenda. A medida que la propiedad privada se fue instituyendo como el fundamento basal de las sociedades capitalistas, los beduinos quedaron convertidos en parias de las organizaciones estatales que, recién siglos más tarde, tomaron posesión de las tierras por las que ellos acostumbraban a desplazarse ya mucho antes, sin pasaportes, barreras ni fronteras.

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Tal es el caso de Israel, donde el elemento beduino supone un problema social al que el Estado, desde su constitución en 1848, aún no ha podido encontrarle una solución que contentara a todas las partes involucradas. Y que hoy, a pesar de este alto de fuego con Palestina, emerge como una problemática postergada que reclama una pronta salida.

 

“Beduino” significa algo así como “morador del lugar donde no existe población fija” según el Badawi, la lengua propia de este pueblo. Son árabes nómades originarios de la península arábiga que a partir del siglo VII comenzaron a expandirse por Medio Oriente y el norte de África. Aunque hubo muchas tribus y varias de ellas mantenían tensos vínculos entre sí, la raza beduina fue la portadora del sentido de unidad cultural que mantuvo cohesionado al mundo árabe hasta que el profeta Mahoma hizo lo propio divulgando el Islam por la región y dotándola a ésta de un carácter identitario que la refleja y la concentra.

 

Su espíritu nómade en procura de aguas y suelos generosos que les permitieran vivir de la agricultura y de la ganadería los llevó a no echar raíces en ninguna zona en particular y, muy por el contrario, moverse libremente por todo el mundo árabe, en gran parte porque durante largos siglos toda la región era dominio del vasto Imperio Otomano y no había en esta ni fronteras ni restricciones de desplazamiento. Pero la caída turca tras la Primera Guerra Mundial cambió el escenario por completo, fragmentando la región en nuevos estados, cada cual con su propio ordenamiento jurídico.

 

Por eso mismo, algunos beduinos decidieron instalarse en países que no ofrecieran hostilidades a su forma de vida. Así fue como unos cinco millones (la mitad de la población beduina mundial) terminaron radicándose en Arabia Saudita, en parte porque esa era su tierra ancestral, y en parte porque la mayor parte del país es un desierto que poco le interesa a un estado dedicado casi exclusivamente a la explotación petrolífera.

 

El resto (otros cinco millones) se fue desparramando por el resto de la zona, quedando unos 200 mil en el territorio que a partir de 1948 pasó a formar parte del Estado de Israel. El problema es que, a diferencia de los demás países, donde el elemento árabe constituye la principal fuerza étnica, los beduinos israelíes debieron comenzar a pulsear con la desventaja de ser una minoría en una demografía compuesta por un 75 por ciento de judíos.

 

Aunque Israel siempre estuvo más preocupado por los conflictos bélicos con los países vecinos y los reclamos territoriales de los palestinos, la cuestión beduina comenzó a instalarse como una preocupación política a partir de la década del ’60. Allí fue cuando las distintas administraciones debieron meterle mano al asunto y ver donde reacomodaban a esos tipos que se les colaban entre los claros urbanos para instalar sus tolderías con pelos de camello, sus cabras y ovejas, y toda la prole que los acompañaba de aquí para allá buscando suelos propicios para sus actividades vitales. 

 

La política israelí siempre tendió a ubicarlos en zonas despobladas o en territorios suburbanos, alejándolos de los asentamientos israelíes y de los campos susceptibles de ser cultivados, algo poco frecuente en un territorio por lo general desértico y pedregoso. Los traslados, lejos de ser aceptados, alentaron reyertas que persisten hoy día, encontrando a la fecha miles y miles de beduinos disconformes con estrategias oficiales que juzgan incompatibles con sus tradiciones culturales de nomadismo y trashumancia. 

 

Si bien Israel siempre solicitó el amparo de los estrados judiciales para desplazar a los beduinos y expropiar sus tierras, tuvo por si acaso el recurso de grupos comando que completaban entre penumbras la letra que los fallos dejaban inconclusa.

 

Así, por ejemplo, operaba la Unidad 101, creada originalmente para contrarrestar ataques terroristas en la frontera y que entre 1953 y 1954 provocó crueles matanzas a niños y mujeres beduinas, mientras que varios aún recuerdan los jeeps de la Escuadra Verde, dependiente del Ministerio de Agricultura, que acechaba a los judíos que colaboran con los beduinos y que entre 1977 y 1980 redujo de 220 mil a 80 mil las cabezas de ganado de las poblaciones nómades. 

 

Si bien hubo unos largos años de tregua tácita entre ambas partes, el gobierno redobló su ataque en los últimos tiempos, fundamentalmente bajo la gestión de Benjamín Netanyahu, el actual Primer Ministro, quién tuvo particular ensañamiento con los beduinos de los arrabales de Jerusalén, la capital israelí, a donde a su vez habían sido vez amontonados a principios de la década del ‘50 luego de ser expulsados del desierto de Néguev, su hábitat originario. Allí todavía viven unos cien mil beduinos, muchos ellos en la ilegalidad, con precarias construcciones de zinc o adobe edificadas a lo largo de 45 poblados.

 

Uno de ellos, en la localidad de Al-Araqib, fue demolido y reconstruido más de treinta veces en los últimos dos años. Y cuando lo insólito y lo despiadado parecían habarse agotado en el absurdo de lo recurrente, le apareció a sus pobladores una demanda civil por 500 millones de dólares, tal el valor que le significó al estado desplazar una y otra vez sus topadoras para hacer escombros la tenaz resistencia beduina. 

 

Las órdenes de desalojo llegan en forma de manuscrito de papel o, cuando no hay tanta suerte, al ritmo de tanquetas y camiones. Los motivos abundan: porque las zonas ocupadas ni están urbanizadas o ni siquiera figuran en el mapa, porque los animales de los beduinos arrasan con los suelos tomados o porque el Estado guarda para los beduinos planes más ambiciosos. La propuesta es, siempre, reubicarlos en zonas donde se les pueda ofrecer agua corriente, energía eléctrica, redes cloacales, educación y centros de salud, a veces al alto costo de enajenarlos de sus tierras ancestrales y reubicarlos en otras donde los suelos no son tan prósperos para las actividades que ellos desarrollan. Y aceptar ni siempre significa dignificar. A veces, por ejemplo, son mezcladas tribus que guardan añejos conflictos entre sí. O, lo que es peor, descubren que su nuevo lugar en el mundo es la adyacencia de un kilométrico basural, tal como le sucedió a los que fueron trasladados a la zona de Abu Dis, cerca de Jerusalén.

 

Son pocos los recursos que tienen los beduinos para contrarrestar décadas y décadas de despojo. Un poblado de Beerseba (una localidad al sur que fue el blanco favorito de Hamas en el último episodio bélico de palestinos e israelíes) construyó sus viviendas sobre un cementerio, último remedio al agobio de demoliciones, persecuciones e intimidaciones, y también una provocación a los límites profanadores de quienes demostraron, hasta el momento, no tener mucho empacho en ampliarlos y extenderlos. 

 

Viven en Israel casi 200 mil beduinos, y el 77 por ciento de ellos están por debajo de la línea de la pobreza. Su tasa de desempleo orilla el 20 por ciento (entre los israelíes, la cifra no llega al 6) y alarma al gobierno que su alta tasa de natalidad, cercana al 4 por ciento, propicie una duplicación de la población en una década y media. Ellos, que se precian de ser los habitantes originales de las tierras, reclaman unas 80 mil hectáreas que les fueron arrebatadas a lo largo de medio siglo. Como en un pasado milenario, las familias se siguen juntando por las noches, alrededor del fuego del desierto, para seguir recordando el acervo cultural que les permitió sobrevivir a lo largo del tiempo. Tal vez al otro día, con un poco de suerte, sigan habitando esos ranchos sin que se los derrumbe alguna topadora. 

 

(*) Especial para Perfil.com