Nunca antes fue tan cierto aquel dicho que dicta que "no todo lo que reluce es oro". De otra forma no se explicaría por qué muchas de las familias reales, con una enorme fortuna en su haber, pueden ser tan desgraciadas.
A fines de 1977, un horrendo africano se hizo consagrar Emperador de la República Centroafricana en una hilarante ceremonia copiada de la coronación de Napoleón. Usó una corona y un trono de oro, millones de diamantes y otras joyas que costaron la tercera parte del contenido de las arcas del país.
Se llamaba Jean-Bédel Bokassa, incurrió en toda clase de excesos (corrupción, ejecuciones y canibalismo) y sabía que su esplendor no iba a durar mucho. Veinte años más tarde, y cuando “el emperador de los diamantes” ya había muerto en la pobreza, su hijo Charlemagne era un “homeless” en París y pasaba el día en mendigando en las estaciones del subte y en los parques parisinos.
Había perdido contacto con su familia: unos 200 hermanos, según dicen, diseminados entre África y Europa. Uno de ellos está preso porque fue hallada en su poder un arma utilizada para un asalto.
Casi el mismo destino, pero mucho más digno, es el que sufrieron los últimos reyes de Egipto, destronados en 1952. El rey Farouk, de irremediable cleptómano y megalómano pasó a ser un exiliado más y su familia vive hoy en situación muy precaria.
Los fulgores de la realeza nunca fueron eternos. Lo supo Eduardo VIII, rey de Inglaterra y emperador de la India, que cayó rendido a los pies de una impresentable estadounidense, dos veces divorciada. Su enamoramiento le costó el trono y el poder del imperio más grande del mundo, y la enemistad férrea de toda su familia durante décadas.
Eso le había pasado, tiempo atrás, a la vivaz Eulalia de Borbón, tía del rey de España. Mordaz como ella misma, se animó a hablar de feminismo y democracia, y a criticar la falsa moralidad de la sociedad española. Ello y su separación matrimonial, la condujeron al exilio, despreciada por toda su familia.
Su hijo menor pasó por lo mismo: declarado homosexual, abiertamente dado a lujos vergonzosos, le fue quitado el pasaporte, el título y hasta el apellido. No lo quisieron ni ver en España, y tampoco en Francia, donde mató a un amante y pretendió esconderlo en la embajada española. Murió solo, tras una enfermedad horrible, sin un centavo y ningún familiar en su entierro.
Fiestas, sexo, sobornos y cárceles jalonaron la caída en desgracia del hijo del último rey de Italia. Víctor Manuel de Saboya, detestado por la comunidad italiana, hubiera sido rey de no ser por la proclamación de la República en 1946. Desde entonces, su vida fue un ir y venir de desenfrenos que lo enemistaron con su padre.
Creció creyendo que el mundo existía para pagar sus gastos y para rendirle honores. Hizo safaris, corrió en Ferraris, navegó, trabó amistad con mafiosos, golpeó a un pariente durante una boda real y fue acusado de tráfico de armas. En un muelle, alguien rozó sin querer su lancha y el príncipe -que estaba ebrio- le disparó.
La víctima murió y un tribunal lo condenó a a seis meses de prisión por uso ilegal de armas, pero le absolvió de la acusación de homicidio. En 2006, fue encarcelado por fraude, asociación ilícita y explotación de prostitutas. Los italianos vieron atónitos las imágenes de la TV que mostraban al príncipe, al hijo del rey, esposado durante el juicio. En la cárcel se mostró feliz: "Me tratan como a un rey".
Otro gran príncipe de opereta en la Europa de reyes es Ernesto de Hannover, el tercer esposo de Carolina de Mónaco. Iracundo, bebedor, y tremendamente rico, hoy se lamenta de los años de escandaloso estilo de vida, que le valió titulares en la prensa como "príncipe iracundo", "el impresentable" o "as de copas". Golpeó a periodistas, fotógrafos y vecinos, y causó un escándalo diplomático al orinar en el pabellón turco durante la Exposición Universal de Hannover.
La imagen de Carolina llegando sola al casamiento del príncipe Felipe de España -triste, apagada, ausente- hizo disparar sospechas: ¿dónde estaba el consorte? Algunos lo vieron ese día en un aeropuerto, otros lo vieron tremendamente ebrio en un bar de Madrid. La realidad es que apareció unas horas después en el banquete nupcial, nadie sabe cómo. Hace dos semanas, tampoco fue a la boda de su todavía cuñado Alberto de Mónaco.
Pero si hablamos de desgracias, ninguna como la que sufrió la dinastía Pahlevi, heredera del imperio persa. El emperador Mohammed Reza fue uno de los poquísimos hombres que tuvieron la soberbia -junto con Napoleón- de coronarse a sí mismos. Corría el año 1967, poco después de que visitara Argentina.
La Revolución iraní apagó los brillos en 1979. Ya enfermo de cáncer, el que había tenido la osadía de autoproclamarse “Rey de Reyes” fue depuesto y tras viajar por varios países -que le dieron la espalda- buscó asilo junto a su familia en Egipto, donde murió en 1980.
Hoy, la familia imperial vive en el exilio. La emperatriz Farah vio como sus hijos nunca se recuperaron del trauma ni pudieron superar la injusticia del exilio. En 2001, la princesa Leila (su hija menor) aparecía muerta por una sobredosis de somníferos y diez años más tarde se suicidaba otro hijo, Ali Reza, por la misma razón. Ninguno había logrado aceptar la idea de haberlo perdido todo.
(*) Redactor, especial para Perfil.com