Cuando se aprobó la Ley de Medios en la Argentina en 2009, el oficialismo utilizó como argumento a su favor las declaraciones del relator especial de las Naciones Unidas para la Libertad de Expresión, el guatemalteco Frank La Rue, quien afirmó que la norma era un “ejemplo mundial”. Ese mismo especialista de la ONU advirtió la semana pasada que la ley de medios que acaba de promulgar Ecuador “tiene elementos que afectan gravemente la libertad de prensa y la libertad de expresión”.
La normativa argentina se gestó con el apoyo de diversos sectores políticos, aunque luego el espíritu del texto original se desvirtuó tanto por las trabas judiciales que impuso el Grupo Clarín sobre artículos clave, como por la aplicación selectiva de la ley por parte de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca). Por ejemplo, la Afsca se valió de un tecnicismo para permitir que Telefe –propiedad de Telefónica– siga operando su licencia de TV pese a que la Ley de Medios prohíbe que los prestadores de servicios públicos ofrezcan servicios de radiodifusión. Otro caso polémico es el del grupo Vila-Manzano, que presentó un plan de adecuación voluntaria que prevé una distribución de acciones y licencias entre sus mismos dueños y que hasta incluye a la hija de Daniel Vila como una de las beneficiarias. La Afsca todavía no rechazó ese plan.
Si la ley argentina fue virtuosa en su texto y defectuosa en ciertos puntos de su aplicación, la Ley Orgánica de Comunicación ecuatoriana presenta desde su gestación aspectos que provocaron críticas de sectores diversos. La figura más controvertida es la de “linchamiento mediático”, equivalente a la de calumnias e injurias que CFK despenalizó en la Argentina.
La ley define el linchamiento como la “difusión de información concertada y reiterativa, de manera directa o por terceros, a través de los medios de comunicación destinada a desprestigiar a una persona natural o jurídica o reducir su credibilidad pública”. La pena por incurrir en esa práctica es publicar una disculpa pública “tantas veces como fue publicada la información lesiva”.
Además, la norma aclara que esa sanción no excluye la posibilidad de que “los autores de la infracción respondan por la comisión de delitos y/o por los daños causados y por su reparación integral”. Según La Rue, la figura de linchamiento mediático “pretende ser una forma irónica de limitar las expresiones críticas de la prensa hacia las políticas públicas o funcionarios de Estado”.
Otro punto polémico es la incorporación de un organismo de control sin equivalente en Argentina, la Superintendencia de la Información y Comunicación, cuyo titular surge de una terna propuesta por el presidente. Es un “organismo técnico de vigilancia, auditoría, intervención y control, con capacidad sancionatoria sobre todos los medios de comunicación”, con la facultad de “fiscalizar a los medios de comunicación e imponer sanciones a cualquier medio que incurra en alguna de las faltas que la ley consagra”.
De acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el riesgo que implica la Superintendencia es que “los comunicadores tendrían que soportar afectaciones a su derecho a la libertad de expresión impuestas por las autoridades durante todo el tiempo que dure un proceso judicial, dado que las decisiones de los órganos creados por la ley surten efecto inmediato”.
Uno de los puntos de coincidencia entre la ley ecuatoriana y la norma argentina es el reparto de frecuencias en tres segmentos: 33% para medios públicos, 33% para medios privados y 33% para medios comunitarios. Y una diferencia fundamental entre ambas normativas es su ámbito de aplicación: mientras que la ley ecuatoriana abarca a la totalidad de los medios de comunicación, la argentina no alcanza a la prensa escrita.