El dramaturgo brasileño Nelson Rodrigues solía decir que envidiaba la estupidez, porque es eterna. Esperemos que se haya equivocado y que, por lo menos esta vez, sea solo una dimensión pasajera. Pero en tiempos futuros de tanta falta de armonía ideológica entre los gobiernos de países vecinos tan profundamente conectados hace décadas, la frase de este agudo denunciador de hipocresías insinúa lo que más necesitan Brasil y Argentina en este momento: la sensatez.
Cuando Jair Bolsonaro llegó al Palacio del Planalto y su canciller, Ernesto Araújo, dio su primer discurso en Itamaraty, todo quedó muy claro. La larga tradición de la política exterior brasileña, que antes era tan coherente y por eso admirada, la tiraron por los amplios ventanales de la Cancillería y la reemplazaron por una orientación de extrema derecha en la cual no hay espacios para una visión global, el respeto a los principios básicos de la convivencia pacífica entre las naciones y, por más absurdo que parezca, los intereses nacionales. Por fortuna, en algunas ocasiones la realidad trató de aplacar el tono fundamentalista.
Idas y vueltas. En diez meses de gobierno, parte de las decisiones y de los anuncios del gobierno de Bolsonaro se revirtieron por la reacción de los empresarios y ante los datos de la economía y el comercio. Dieron marcha atrás con el traslado de la embajada de Brasil en Israel a Jerusalén, anunciado durante la visita presidencial a Benjamin Netanyahu, debido a los US$ 9.800 millones en exportaciones brasileñas a Medio Oriente y la capacidad de inversión de los fondos soberanos de los países del Golfo en las obras de infraestructura y las privatizaciones de empresas brasileñas.
Del mismo modo, las declaraciones de Bolsonaro contra China en los comicios de 2018 cambiaron una vez que salieron las estadísticas de comercio exterior. El entonces candidato a la presidencia había hablado sin siquiera conocer que China era la principal compradora de productos brasileños: US$ 66.700 millones el año pasado, un 28% de las exportaciones del país. Una vez más, el mandatario tuvo que tragarse los datos de la realidad, aceptar la invitación del comunista Xi Jinping a visitarlo y salir de Beijing con proyectos de inversión y cooperación imposibles de rechazar.
Así como en estos dos casos, se espera que Brasilia también dé marcha atrás con las más recientes declaraciones sobre el Mercosur de Bolsonaro, e incluso las de su ministro de Economía, Paulo Guedes, que aún no tienen ni idea del valor del bloque para el comercio y la supervivencia de los sectores manufactureros de Brasil.
Mercosur. Una vez más, como en los episodios con la embajada en Jerusalén y China, un simple comentario formal contra el Mercosur seguramente llevará al gobierno brasileño a sentir el peso de las empresas nacionales y extranjeras que dependen del mercado extendido del bloque. Es así de simple. Desde el punto de vista del comercio exterior, Brasil es más pequeño solo. Lo saben bien los empresarios europeos que apoyan el acuerdo comercial entre el Mercosur y la Unión Europea, cuyo texto original todavía no han leído ni analizado las sociedades de los cuatro países miembros del Mercosur.
El alineamiento de la política externa de Brasil con la de Estados Unidos, parecido al intento de Buenos Aires de mantener “relaciones carnales” con Washington en tiempos de Carlos Menem, ha sufrido contratiempos menos de ocho meses después de la visita de Bolsonaro a Donald Trump. Uno es el incumplimiento de la promesa de apoyo formal al acceso de Brasil a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). A pesar de la declaración literal de amor de Bolsonaro a Trump, Washington mantuvo cerrado su mercado a la carne brasileña y seguramente no recibió con gusto la noticia de los acuerdos de Brasil con China.
En la región, las declaraciones oficiales, las decisiones precipitadas, la ausencia de estrategia y la falta de compromiso con los principios básicos de la diplomacia han derretido el liderazgo de Brasil para aplacar los ánimos e impulsar soluciones pacíficas. El gobierno de Bolsonaro quedó rápidamente aislado de sus principales socios. En el caso de Venezuela, Brasilia se ha negado a intermediar con Caracas, rechazando incluso la solución que defendió el vicepresidente, el general Hamilton Mourão, para la salida de Nicolás Maduro y sus aliados. El Grupo de Lima no se radicalizó más porque el sector militar del Planalto contuvo a Araújo y a la banda ideológica palaciega.
Los homenajes de Bolsonaro a los dictadores de la región y a sus más prominentes torturadores y secuestradores fueron repudiados incluso por jefes de Estado conservadores, como Sebastián Piñera, de Chile, los sectores progresistas de Brasil e incluso por su derecha tradicional. Sus palabras sobre la ex presidenta chilena Michelle Bachelet, comisaria de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, y su padre, el general de la Fuerza Aérea Alberto Bachelet, asesinado bajo tortura por el régimen de Augusto Pinochet, han sido inexcusables y, para disgusto de por lo menos la mitad de los brasileños, inolvidables. Una vez más, Piñera tuvo sus razones para alejarse del gobernante de Brasil.
Todo mal. Con Argentina, el gobierno de Bolsonaro hizo todo mal, sin darse cuenta de que Brasil va de la mano con ese país en tiempos de vacas gordas y flacas. No hay integración y cooperación más arraigada y benéfica en Sudamérica que entre estos dos vecinos. El presidente brasileño insistió en apoyar públicamente a uno los candidatos a la Casa Rosada y en insultar a su principal adversario. Aunque no se tratara del presidente Mauricio Macri y el peronista Alberto Fernández, que ganó las elecciones con Cristina Kirchner, esa actitud sería condenable. Bolsonaro también se metió en Uruguay, donde el candidato de la derecha a las elecciones presidenciales, Luis Lacalle Pou, rechazó su apoyo y le reprochó su iniciativa de entrometerse en su país, como debería haber hecho Macri.
Los insultos del presidente de Brasil alcanzaron a todos los argentinos, a quienes Bolsonaro les dijo que estaban “equivocados” por elegir a Fernández. Después, amenazó con aislar a la Argentina en el Mercosur e incluso retirar a Brasil del bloque. No llamó a Fernández para felicitarlo, algo que hasta Trump hizo, ya sea por interés o cortesía. Tampoco salió un mensaje del Itamaraty, siempre entre las primeras cancillerías en saludar los resultados de procesos electorales democráticos. Bolsonaro ya anticipó que no viajará a la asunción del peronista y le prohibió a su vicepresidente que lo represente.
Todo esto demuestra la grave crisis que atraviesa la política exterior de Brasil, desconectada incluso de los avances en materia de derechos humanos y perspectivas de justicia social. Si no se puede exigir sensatez de su gobierno, ni siquiera que al menos lea sobre un tema antes de tomar decisiones que alteren políticas de Estado, no queda otra que pedirle sensatez al nuevo gobierno de Argentina. Por lo menos uno de los lados de esta sociedad tiene que mantenerse dentro de la razonabilidad, del respeto y de los principios que han sostenido la relación bilateral y el Mercosur. Y de ese lado Brasil no está.
Naturalmente, esto no significa agachar la cabeza ante las demandas y argumentos de Brasilia. Al contrario, significa mantener el tono de respeto, evitar las respuestas inmediatas y las provocaciones y, sobre todo, fijarse en los intereses nacionales y regionales. Las declaraciones de Bolsonaro desnudan cómo piensa y reacciona, y dan a los demás jefes de Estado los elementos para torearlo. Hay que evitar los riesgos de un diálogo a los gritos, de mutua agresión verbal y de amenazas de lado a lado a toda costa, porque argentinos y brasileños tienen mucho que perder si Argentina no adopta una conducta sensata en este momento.
La esperanza de los brasileños de que se preserven las relaciones bilaterales y avance el Mercosur, un proyecto común que caminó junto a nuestra reconstrucción democrática y nuestra decisión por la paz, y que va mucho más allá del comercio, están puestas en Buenos Aires, no en Brasilia.
*Editora de Internacionales de la revista Veja.