Era una noche oscura con tormentas que relampagueaban para donde uno quisiera mirar. Estábamos volando a más de 10 mil metros de altitud. Por un hueco entre las colosales nubes se podían ver las titilantes luces de un pequeño y perdido villorrio en el corazón del Africa profunda. Decidí sintonizar alguna radioayuda de Monrovia, que nos permitiera cruzar con un poco más de precisión el territorio de Liberia para llegar a la isla de Sal en Cabo Verde. Busqué un par de frecuencias sin éxito. Al tercer o cuarto intento, el comandante –un sudafricano muy simpático–, que estaba reconcentrado en esquivar el núcleo de las tormentas, se percató de mi accionar.
—¿Qué hacés? –preguntó.
—Estoy tratando de sintonizar el VOR de Monrovia.
Me dispensó una mirada entre extrañada e incrédula, y con una media sonrisa me explicó:
—Están en guerra, debe estar todo roto.
Esa breve frase me devolvió la conciencia situacional y un rayo como los que destellaban afuera me cruzó la mente. Estábamos sobrevolando una zona beligerante. Samuel Doe y Charles Taylor se disputaban el control del país. Extendían la guerra a Sierra Leona y asolaban el territorio liberiano cometiendo todo tipo de atrocidades. Inundaron Guinea y Costa de Marfil de refugiados que corrían por sus vidas. Tuve un escalofrío al pensar qué martirios les depararía el destino a los habitantes del villorrio, que desde el avión se veía como un plácido racimo de luces en la oscuridad. Cuando la tormenta quedó atrás, vimos unos destellos que iluminaban el cielo. Nada que temer: era una guerra civil que se combatía con ametralladoras y machetes. A 10 mil metros parecíamos invulnerables, por lo menos a eso. Más tranquilo me dejaba pensar que no llevábamos pasajeros. Era un vuelo de traslado de un Boeing 737 de Ciudad del Cabo a Buenos Aires. Sobrevolar zonas hostiles con pasajeros a bordo siempre fue un problema.
Poco sabía yo por ese entonces que muchos años después filmaría una película llamada Fuerza Aérea Sociedad Anónima, y que allí se escucharía a un comandante de Lufthansa decirle a Baires Control que, poco después de su despegue de Ezeiza, cruzó un cohete balístico muy cerca de su avión. Fue un lanzamiento involuntario de la Armada argentina.
Algunos aviones que vuelan sobre zonas hostiles donde las discrepancias se dirimen con misiles y cohetes de largo alcance, y ya no con machetes y ametralladoras, tienen dispositivos de alerta temprana y contramedidas. Es decir, los pilotos son advertidos de que un misil se dirige hacia el avión y proceden a hacer disparos pirotécnicos que confunden y desvían el misil que los tenía por blanco. Sistemas más modernos usan rayos láser. El derribo intencional o inadvertido de aviones de línea no es un problema nuevo. Antecedentes sobran, y algunos jamás fueron declarados, como el DC-9 de Alitalia que cayó en Ustica. Equipar aviones con dispositivos que protejan de eventuales ataques está muy bien, pero las enseñanzas de las artes marciales parecen no ser tenidas en cuenta: la mejor manera de evitar un golpe es simplemente no estar cuando el golpe llegue. En general, hay una actitud morosa de las aerolíneas en lo que respecta a dejar de volar una ruta por la razón que fuere: deficiencias de infraestructura, poca solvencia en el idioma inglés por parte de los controladores, conflictos bélicos, etcétera. La tecnología hace su parte, pero las políticas proactivas de seguridad hacen mucho más.
Si lo del Malaysian 017 fue o no el impacto de un misil está por verse. En la desmedida avidez mediática por las hipótesis rápidas se saltea la ardua tarea inicial que tiene por delante la investigación de un accidente. Determinar el ángulo y la velocidad de impacto, mapear los restos del avión, escuchar los diálogos del voice recorder, etc. Más si tenemos en cuenta que se trata de dos bandos enfrentados que están tratando mutuamente de echarse la culpa por el derribo (si fue esto lo que ocurrió). Sólo una investigación profunda podrá establecer una causa probable.
*Ex piloto y cineasta.