Varios puntos en común unen las carreras de Ricardo Lorenzetti y Joaquim Barbosa, el presidente del Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil. Como Néstor Kirchner lo hizo con el titular de la Corte Suprema argentina, Luis Inácio Lula da Silva designó a Barbosa en el máximo tribunal brasileño para dar un aire renovador a la Justicia. Y al igual que Lorenzetti para Cristina de Kirchner, Barbosa terminó convirtiéndose en un dolor de cabeza para el gobierno de Dilma Rousseff y en una esperanza política para sectores opositores.
Hijo de una empleada doméstica y de un obrero de la construcción, Barbosa fue nombrado miembro de la Corte de Brasil en 2003 por el entonces presidente Lula. Luego de nueve años de ejercicio en el cargo, se convirtió en el primer presidente negro del STF. Su historia de ascenso social y superación profesional lo transformaron en un emblema del “milagro brasileño”, en un país en el que el 51% de la población es negra. Este año, la revista estadounidense Time lo incluyó en su lista de las cien personas más influyentes del mundo.
Su deuda personal con Lula no le impidió asumir como juez instructor del caso de corrupción conocido como “mensalão”, ni condenar con independencia y dureza a dirigentes del gobernante Partido de los Trabajadores (PT) por el pago de sobornos a legisladores opositores. Con el “juicio del siglo”, Barbosa saltó al estrellato y la prensa brasileña comenzó a presentarlo como una especie de paladín en la lucha contra la corrupción.
Esa caracterización surtió efecto. Una encuesta de Datafolha realizada a fines del mes pasado entre ciudadanos que participaron en las recientes protestas en San Pablo mostró que, pese a que Barbosa nunca dijo estar interesado en cargos políticos, el magistrado aparece entre los favoritos de los manifestantes para suceder a Rousseff en el Palacio de Planalto.
En un sondeo con un margen de error del 4%, Barbosa fue mencionado por el 30% de los entrevistados, contra un 22% de la ex candidata presidencial Marina Silva que quedó tercera en la última elección.
Al igual que Lorenzetti, el presidente de la Corte brasileña tuvo que aclarar públicamente que no tiene intenciones de saltar a la política, aunque dijo sentirse “halagado” por las especulaciones mediáticas que lo ubican en ese lugar. La relación de Barbosa con la prensa es ambivalente: mientras los editorialistas de los principales diarios brasileños lo presentan como una especie de reservorio moral de la nación, el juez se queja del “racismo” de los grandes grupos mediáticos que casi no contratan a periodistas negros.
Como el kirchnerismo en la Argentina, el PT impulsa una ley para reformar la Justicia y limitar las facultades del STF. Los diputados oficialistas buscan quitarle al máximo tribunal la atribución de declarar la inconstitucionalidad de las enmiendas a la Carta Magna.
Y del mismo modo que Lorenzetti se opuso a la reforma judicial de CFK, Barbosa criticó duramente el proyecto petista y advirtió que su aprobación “debilitará” la democracia. “La separación de poderes no es una noción abstracta. Es parte del derecho de todos los ciudadanos. Integra el conjunto de mecanismos mediante los cuales un poder neutraliza los abusos de otro”, lanzó el magistrado que se transformó en un inesperado cuco de Rousseff.