Por más esfuerzo que hagamos, es imposible imaginar a Mónica Lewinsky revoloteando alegremente bajo el escritorio de George Bush. Quizás nos vengan a la mente imágenes mucho más bizarras. Pero esa no. Hoy, después de tanto conservadurismo recalcitrante, las licencias eróticas del bueno de Bill huelen a juego entrañable.
Sin embargo, apenas unos años atrás, verlo derrapar en manos (es un decir) de esa joven regordeta metía miedo. ¿Y si en el entrevero tocaba el famoso botón rojo? Porque una cosa era Kennedy contándole secretos de estado a Marilyn, y otra muy distinta Clinton, exponiéndose sin pudores frente a la saludable Mónica. ¿Era tan necesario, Bill? Igual ya te perdonamos.
Si algo tiene en claro la sociedad yanqui es: los presidentes son material de descarte. Una persona empieza a morir desde el momento que nace. Un presidente, en el instante en que asume. Jura y es boleta. Como en la vida, la impronta que deje su mandato dependerá de múltiples factores.
Eso sí, hay una realidad que no puede eludir: el tipo está condenado de entrada. Nobleza obliga, acá o en China, el proceso de destete es siempre tortuoso. Hay razones humanas y políticas que complican. Claro que los latinoamericanos, además de tortuoso, lo hacemos prácticamente imposible. ¿Por qué? Confundimos “jefe” con “dueño”, dos términos que ni siquiera son parientes cercanos. Los del norte tienen jefes, líderes a los que les prestan el poder para que jueguen un rato. Viajan, asisten a actos oficiales, declaran guerras y, cuando cumplen su ciclo, se dedican a dar conferencias o mueren asesinados en medio de un complot bastante evidente. Nosotros firmamos escritura. Es lógico que el comprador no quiera irse. Por eso el desalojo violento es tan común en estas desangeladas tierras (como muestra basta La Rioja). Los dueños no sólo terminan aferrados al poder, también se sienten en casa. Contratan parientes, nombran amigos en la función pública y suelen buscar el máximo rendimiento en su inversión. Están en su derecho. Para algo vendimos. En síntesis, terminan haciendo lo que les canta su regalada gana.
Guste o no, debemos admitir que Fidel Castro carece de reemplazo. ¿Qué significa esto? Su afamada revolución se mide en años humanos. Es decir, tiene corta vida. Sería un milagro que perdure otra generación. Algo similar le ocurrirá al bolivariano Chávez. Con buena voluntad y viento a favor, las ideas soportan el paso del tiempo. Las personas decididamente no. De mínima, las figuritas repetidas aburren. De máxima, los excesos se vuelven en contra.
Para los argentinos el amor a la patria es un concepto filosófico e impreciso. Para los gringos tiene un significado concreto: devoción al sistema. Mueren y matan por conservar su estilo de vida. De más está decir que, la mayoría de las veces, las opciones son menos dramáticas. Sólo se trata de usar la cabeza. Pasado Bill y sus excesos de alcoba, Bush simbolizó el regreso al cowboy conservador estilo John Wayne. De la testosterona sexual a la ideológica. Un viaje de ida. ¿Cómo sigue la historia? Ya hay un negro en gateras. Y una mujer. La cabalgata de George dejó un tendal de heridos furiosos. En el mundo, la imagen americana encontró su pico más bajo.
Obama podría ser el primer presidente negro (casi) de EE.UU.. O Hillary Clinton la primera mujer (también casi) en gobernar el imperio. La cosa es recobrar un porcentaje de los puntos perdidos gracias a las bravuconadas del inefable Bush. ¿Cómo? Mostrando flexibilidad de raza y género. Hasta Chávez se verá en problemas. Si llega a ganar Barack Obama, sus feroces críticas deberán moderarse. Llamar demonio a un hombre de color es bravo. Ni hablar de una fémina. Su proverbial galantería le impedirá ser grosero y nominarla bestia. Así de banal es la política.
Mantener la salud del sistema imperante es un arte que sabe de astucias, intrigas y viveza en dosis generosas. En materia de conservación, la Iglesia Católica marca el rumbo. Una luz en el camino. De lejos, la madre patria de todas las supervivencias. A ojos de la mayoría, las últimas decisiones de Benedicto XVI son un retroceso incomprensible. Misa en latín, celibato, etc. Pero el hombre sabe lo que hace. La regla número uno del superviviente avezado dice: consentir a la mayoría es suicida. Con entenderla y escucharla basta.
El discurso inaugural de la Papisa Americana es un viejo e injustamente olvidado libro de Esther Vilar. Su planteo inquieta. Describe a una Iglesia Católica que, acosada por críticas de todo tipo y color, decide embarcarse en un profundo proceso de liberalización. Vende sus tesoros, permite que las mujeres se ordenen, acepta el divorcio. ¿Resultado? Cada día pierde más fieles. El discurso inaugural no es otra cosa que una vuelta a las fuentes. La Papisa entiende que ceder es morir un poco. Aunque Joseph Ratzinger no es el más carismático de los personajes que ocupó el sillón de San Pedro, su lógica funciona. ¿Cambiar? Lo pensaré mañana. Por ahora tiro de la cuerda y remo contra la corriente. Paño queda. En cierto modo, sobrevivir es saber manejar los tiempos con sabiduría. Algún día los curas podrán casarse. Claro que ese día tardará en llegar. ¿Cuánto? Lo máximo posible.
Ahora, una cosa es estirar los tiempos y otra muy distinta congelarlos. En términos políticos Chávez tiene razón: George Bush está fregado. Sin embargo, el sistema que representa derrocha salud. Los americanos no pierden el tiempo juzgando a los presidentes que abandonan el poder ni revisando las décadas pasadas. Su juicio se expresa en el cambio. El sucesor de Bush hará todo lo humanamente posible para caerle bien al planeta. Eso sí, tampoco la pavada, difícilmente marque un antes y un después extremo. Cuestión de formas.
En año de elecciones conviene refrescar lo que sigue: las sociedades sanas viven pensado? “¿Quién sigue?”. Más que una pregunta es una manera de entender el futuro. Porque la historia la hacen los que vienen. ¿Y nosotros? Vivimos pensando en cómo seguir. Una manía que nos lleva a embalsamar cuerpos y exigirles eternidades varias que están fuera de su alcance.
Haciendo cuentas, cada década aparece un revolucionario que nos refunda y, sin más, nos anuncia el nacimiento de un país nuevo. La estructura se repite. Primeros cinco años: atacar al antecesor. Segundos cinco (si llega): preparar el despegue. ¿Por dónde andamos? A mitad del río. Ni sueñen con cambiar de caballo.
* Publicista y filósofo.