La frase “La historia no se repite, pero rima”, atribuida al escritor Mark Twain, expresa que los hechos del pasado no regresan de manera idéntica, pero sí reaparecen con parecidos significativos.
Ahora que el ministro de Economía, Luis Caputo, sostiene que mantendrá la banda del dólar -lo que esencialmente termina siendo un dólar fijo porque nadie imagina que pueda ir al piso de la banda y solo cuenta el techo de 1.500 pesos con su actualización mensual-, en diálogo con distintos entrevistados surgió la idea de que el Gobierno es una “convertibilidad abreviada”.
Es decir, una suerte de “rima” de aquel período del menemismo en el que la paridad entre el dólar y el peso, conocida justamente como Convertibilidad, daba estabilidad económica a cambio de recesión.
Ese esquema generaba que, aunque no pocos cayeran en la pobreza, parte de la clase media mejoró su capacidad de consumo.
Obviamente, primero no hubo recesión. Todo sostenido primero sobre la base del ingreso de divisas producto de las privatizaciones de las empresas públicas y acabado ese recurso, de un endeudamiento externo a largo plazo insostenible.
Hoy hablamos de una convertibilidad abreviada en varios sentidos. Primero, no hay paridad peso-dólar, pero sí una correspondencia en torno a los 1.500 pesos, un precio artificialmente sostenido porque aun no compra dólares el Gobierno para construir sus reservas, ni las empresas internacionales pueden comprar dólares para girar sus dividendos que deben a sus casa matrices. Además, logró bajar la inflación a valores mejores que los del gobierno anterior y con un correlato de competitividad electoral similar. Sin embargo, hay diferencias que hacen que esta sea una convertibilidad abreviada también en su duración.
La convertibilidad de los años '90 duró una década. Empezó a mostrar sus efectos secundarios alrededor del séptimo año, cuando la economía se estancó y el desempleo se volvió estructural, pero logró sobrevivir tres años más gracias al crédito externo y a la confianza residual. La actual “convertibilidad mileísta”, si se la puede llamar así, difícilmente llegue a tanto. La velocidad del deterioro es mayor y el margen político, mucho menor. Metafóricamente, Javier Milei en 2026 está como Carlos Menem en 1998, y no en 1992, que correspondería a su tercer año de gobierno.
Hay una diferencia de escala y de contexto que acorta los plazos. En los '90, el modelo tuvo un arranque expansivo: la llegada de inversiones extranjeras, la privatización de empresas públicas y la apertura comercial generaron un shock de consumo y una sensación de modernización además de modernización real. Hubo crecimiento, reactivación y mejora en los ingresos de la clase media urbana. Hoy, las inversiones se concentran en sectores extractivos, como minería y energía, ubicados lejos de las grandes ciudades. Son capitales que no derraman hacia el empleo ni el consumo, y que además pueden generar resistencias políticas y ambientales en los territorios donde se instalan. Esos conflictos anticipan el desgaste que tardó años en manifestarse en los años '90.
Por otro lado, los “claros” de esta versión abreviada también existen. En los '90 había un fuerte déficit fiscal; hoy, aunque sin reponer la obra pública que se desgasta, no lo hay. En aquel momento, el crecimiento inicial se sostuvo con dólares de “stock”: la venta de empresas públicas, algo que se acaba como cualquier stock una vez que vendió todo. Ahora, en cambio, el Gobierno apuesta a un flujo más permanente: las exportaciones de energía y minería, una fuente de divisas que no se agota por lo menos durante algunas décadas. Esa diferencia estructural explica por qué algunos economistas creen que el modelo actual puede tener un rebote si logra ordenar las cuentas externas.
Es decir, ahora Donald Trump y Scott Bessent le prestan a Milei un puente, por decirlo de algún modo, para llegar al momento Vaca Muerta y el cobre más el litio generen la suficiente cantidad de dólares de exportaciones para que no exista déficit de cuenta corriente o sea se cuenten con todos los dólares necesarios para satisfacer las importaciones, el ahorro en dólares de los argentinos, el turismo, las compras con tarjetas y el pago de los intereses de la deuda asumiendo que para entonces el riesgo país sea lo suficientemente bajo como para que nunca sea necesario pagar la deuda, sino que se renueven continuamente sus vencimientos.
Ese puente fue el que le faltó a Domingo Cavallo en 2001, cuando la soja costaba menos de 300 dólares la tonelada, mientras que pocos años después valía el doble y no permitió que la convertibilidad se transformara, como en Brasil lo pudo hacer su equivalente.
Cavallo llamó a Estados Unidos pidiendo ayuda, pero el presidente norteamericano, George Bush, ya estaba preocupado por otros temas. Hacía sólo dos meses, un grupo de terroristas habían tirado las Torres Gemelas y la atención estaba centrada en Medio Oriente y no en su patio trasero. Sin puente, aquellos argentinos, preocupados, fueron a los bancos a cambiar sus pesos por dólares. Salvando las distancias, eso hubiera sucedido previao a las elecciones de octubre pasado si Bessent y Trump no hubieran tendido su puente.
Pero los paralelismos son más potentes que las diferencias. Ambos modelos se sostienen sobre la ilusión de estabilidad comprada a crédito, con un dólar barato que pacifica momentáneamente los precios, pero erosiona la competitividad. En los '90, esa ilusión duró diez años y terminó en la implosión de 2001. Hoy, con un contexto internacional más volátil y con un malestar social más inmediato, el ciclo podría ser mucho más corto.
Por eso hablamos de una “convertibilidad abreviada”: porque condensa en meses lo que antes tomó años. Porque rima con aquel experimento, pero en un mundo más impaciente y con menos margen para la ficción económica. Y porque, como en toda rima, las palabras cambian, pero el sentido profundo se repite: la Argentina vuelve a creer en un proyecto económico.

Si la convertibilidad original de los '90 trajo primero todo lo bueno y luego todo lo malo, la versión actual parece haber invertido el orden: comenzó con todo lo malo, como recomendaba Maquiavelo. Esa inversión temporal puede ser, paradójicamente, su única oportunidad de sobrevivir. La década menemista empezó con euforia y terminó con desolación. El mileísmo, en cambio, comenzó con ajuste, recesión y caída del consumo. Su apuesta, implícita o no, es que la sociedad resista el dolor inicial a la espera de un eventual beneficio posterior.
La convertibilidad original fue, en sus primeros años, un pacto de prosperidad: estabilidad, consumo y apertura al mundo. Fue popular porque mejoró el poder adquisitivo de los sectores medios y dio la sensación de haber domado la inflación para siempre. Pero ese bienestar era de base frágil: dependía de las privatizaciones, del endeudamiento y de la confianza externa. Cuando esos recursos se agotaron, el modelo se quedó sin oxígeno.
En cambio, el programa actual, sin los amortiguadores de los '90 ni el respaldo político de un sistema bipartidista fuerte, nació con la etapa recesiva ya desplegada. Esa diferencia temporal lo vuelve más incierto pero también más breve. Habrá que ver si la gente espera a Milei y vuelve a votarlo en 2027 como lo hizo en 2025.
La pregunta central es si un modelo económico que arranca con sufrimiento puede sostener la esperanza el tiempo suficiente como para ver sus frutos. En la Argentina, los gobiernos que comenzaron con dolor y promesas de futuro nunca lograron completar el ciclo de redención. Pero esta vez hay un matiz: la sociedad parece dispuesta a tolerar más, quizás porque el miedo a volver atrás sigue siendo más fuerte que el malestar presente.
Ahora es cuando entendemos mejor la centralidad que para el Gobierno tiene su llamada “batalla cultural”. Si logra convencer a una mayoría social o por lo menos a una primera minoría de que todo lo que vino antes de Milei (salvo justamente Menem) es una historia de decadencia y socialismo, y que esta es la última oportunidad para Argentina de salir de las garras de una casta de políticos empobrecedores, los márgenes de esperanza serán mayores.
Hay una hipótesis benigna, según la cual el hecho de que la “convertibilidad mileísta” sea abreviada puede, en el fondo, ser positivo. Una versión corta del dólar barato, que permita luego una salida no traumática, como la que Brasil consiguió a fines de los '90, manteniendo su estabilidad macroeconómica tres décadas después.
Si el equilibrio fiscal y la baja inflación logran consolidarse como legados estructurales, el próximo gobierno podría reintroducir cierta flexibilidad sin romper todo el esquema. Sería, en términos históricos, una transición más madura: una Argentina que aprende a corregir sin destruir.
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Ya que nombramos a Brasil, podemos preguntarnos cómo salió el país vecino de su versión de la convertibilidad, el llamado Plan Real. A comienzos de los años 90, Brasil vivía atrapado en una hiperinflación crónica que devoraba salarios y gobiernos. Entre 1980 y 1993, el país tuvo cinco planes económicos fallidos. Recién en 1994, bajo la conducción del ministro de Hacienda, Fernando Henrique Cardoso, surgió un programa que cambiaría el curso de su historia reciente. Fue, en cierto modo, la versión brasileña de la convertibilidad argentina, aunque más flexible y menos dogmática.
El plan se lanzó en julio de 1994 e introdujo una nueva moneda, el real (R$), que reemplazó al cruzeiro real, y fue anclada al dólar estadounidense. La lógica era simple: si la moneda nacional mantenía su valor frente al dólar, los precios internos dejarían de subir. Para lograrlo, el Banco Central fijó un régimen de tipo de cambio semifijo, interviniendo activamente para mantener el real dentro de una banda de flotación muy estrecha.
El resultado inmediato fue espectacular. En un país donde la inflación había superado el 2.000% anual, los precios se estabilizaron en cuestión de meses. El poder adquisitivo de la población aumentó, la clase media recuperó la confianza y Cardoso, convertido en símbolo de la estabilidad, fue electo presidente a fines de 1994. El “milagro” brasileño era celebrado en Washington y citado como ejemplo de ortodoxia responsable, aunque tenía 2,5% de déficit fiscal sobre el PBI.
Pero debajo de esa superficie ordenada se acumulaban desequilibrios. El dólar barato estimuló el consumo y la importación de bienes, pero redujo la competitividad industrial. El déficit fiscal se mantuvo alto y el endeudamiento externo creció para sostener el tipo de cambio. Era una convertibilidad “blanda”, sostenida por el flujo constante de capitales extranjeros y la confianza en que el Banco Central podía seguir interviniendo.
Cuando en 1997 y 1998 estallaron las crisis de Asia y Rusia, los capitales comenzaron a retirarse de los mercados emergentes. Brasil, como Argentina, sintió el golpe. Fue algo muy parecido a lo que le ocurrió a Mauricio Macri en 2018. Las reservas internacionales cayeron a ritmo alarmante y el país se vio obligado a solicitar un rescate del Fondo Monetario Internacional (FMI), que otorgó un paquete de más de 40 mil millones de dólares. Pero ni siquiera eso alcanzó.
En enero de 1999, la presión especulativa se volvió insostenible. El Banco Central abandonó la banda cambiaria y permitió que el real flotara libremente. En pocos días, la moneda se devaluó más del 40%. Esto también es similar a lo que ocurrió en la Argentina antes del puente de Bessent y Trump, cuando el dólar pasó de 1.100 a 1500 pesos.
Sin embargo, a diferencia de la Argentina en 2001, Brasil logró una salida ordenada. Cardoso mantuvo el poder, el sistema financiero resistió y el país adoptó un nuevo régimen de política económica basado en tres pilares: metas de inflación, superávit fiscal primario y flotación cambiaria administrada. La devaluación trajo un breve rebote inflacionario, pero el país recuperó rápidamente la estabilidad. Lejos de colapsar, la economía volvió a crecer al año siguiente. El costo social fue menor y el trauma político, limitado.
En retrospectiva, el Plan Real fue una transición exitosa de una economía hiperinflacionaria a una economía de estabilidad monetaria. Funcionó mientras tuvo respaldo político y reservas; cuando éstas se agotaron, Brasil eligió ajustar a tiempo antes del colapso. Esa decisión marcó la diferencia con la Argentina, que intentó sostener su convertibilidad hasta el final y terminó en una implosión.
El Plan Real dejó un legado duradero: la cultura de disciplina fiscal, el Banco Central independiente y un régimen de metas de inflación que aún hoy estructura la política económica brasileña. Fue un modelo que, pese a sus desequilibrios, enseñó que la estabilidad podía sobrevivir a la devaluación, si el gobierno tenía reflejos antes de caer.
Volviendo a nuestro país y a la comparación con la era menemista, la clave está en el tiempo político. La convertibilidad de Menem tuvo siete años de crédito social antes de empezar a mostrar su rostro oscuro, que era el desempleo. Milei, en cambio, enfrenta el desgaste casi desde el inicio. El desempleo, la caída del poder adquisitivo y el parate productivo golpean antes de que el relato de la recuperación tenga tiempo de instalarse. Y aunque el gobierno apueste a un rebote de la mano de las exportaciones de energía y minería, esos flujos no se traducen de manera inmediata en bienestar urbano. Son rentas concentradas, lejanas, que difícilmente reanimen el consumo en Buenos Aires, Rosario o Córdoba, donde además se define la suerte electoral.
La “abreviación”, entonces, puede tener dos lecturas. Una, la optimista: un ciclo más corto de dólar barato que permita salir con menos trauma, dejando como herencia el orden fiscal y la desinflación. Otra, la pesimista: una versión condensada de los noventa donde el sacrificio llega antes y la recompensa nunca. En esa tensión se juega el 2027.
Si el Gobierno logra mantener la estabilidad y mostrar indicios de crecimiento, podría repetir por partida doble, aunque en escala reducida, el fenómeno político del menemismo: ganar dos elecciones en medio del ajuste. Es decir, ya ganó este año y estamos hablando del caso hipotético de que ganara en 2027.
Pero si el malestar social se acumula más rápido que los beneficios tangibles, la historia podría rimar con 1999, y no con 1995 desde el punto de vista electoral. En aquel entonces, la gente votó por continuidad hasta que la fatiga del modelo se volvió insoportable. Hoy, esa fatiga podría llegar en apenas dos años.
Volviendo a la hipótesis en la que el plan libertario “sale bien”, habría que hacerse una pregunta aún más profunda. ¿Qué significa esto para la mayoría de la sociedad? ¿Qué tipo de país construye el éxito libertario? En el caso del menemismo, fue una sociedad más individualista que necesitaba mirar hacia otro lado para seguir adelante mientras una cantidad inédita de la población caía en el desempleo. La convertibilidad del menemismo nos heredó los piquetes y el inicio de una pobreza estructural que nunca resolvimos a ritmo del avance de la desindustrialización y el cierre de pymes.
¿Cómo sería una Argentina con importaciones abiertas, pymes que siguen cerrando y los sectores competitivos alejados de las grandes concentraciones urbanas y generando poco empleo? ¿Podrán trabajar todos de Uber, Rappi u otras aplicaciones de servicios o caerá tanto el poder adquisitivo que tendremos un mercado interno que no podrá absorber a los caídos del mileismo?
La paradoja de esta “convertibilidad abreviada” es que su brevedad puede ser su condena o su salvación. Si se llega al auge de Vaca Muerta antes del colapso, podría dejar una base macroeconómica más ordenada, con inflación baja y cuentas públicas equilibradas. Si se estira un poco más de la cuenta, puede terminar igual que la anterior: en una implosión política y social.
Quizás esa sea la rima más exacta de Twain: los modelos argentinos no se repiten, pero conservan la métrica del exceso. Cambian las melodías, las promesas y los rostros, pero el compás es el mismo: primero la fe, después la duda, finalmente el desencanto. La diferencia es que ahora, en vez de diez años, ese ciclo se comprime en cuatro.
Y si la historia rima, como decía Twain, la pregunta es si esta vez el país logrará cambiar la letra antes de que vuelva a sonar el mismo final.
Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi
TV/ff cp