La música de Joaquín Sabina me ha llevado al mes de abril. Y tiene que ver con que hoy, en los países sajones, que no son de habla hispana, se celebra el Día de los Tontos. El 1° de abril para muchos es el equivalente invertido: en nuestros países de cultura latina es el Día de los Inocentes, en diciembre. Y me parece que es una metáfora para comenzar este día previo al 2 de abril y plantearse hasta qué punto no fue tonta la manera en que los militares plantearon la ocupación a las Malvinas y reflexionar sobre la banalidad del mal de esa dictadura sanguinaria y, al mismo tiempo, tonta. Hoy vamos a dedicar gran parte del programa a reflexionar sobre aquella operación Malvinas, sobre aquel 2 de abril, aquella guerra justa comandada por gente tonta.
Un punto que me parece crucial es la banalidad del mal. Este conjunto de términos que construye una figura que podríamos relacionar con la estupidez, y que se conecta con la visión griega de que el mal es ignorancia, fue acuñado por Hanna Arendt, la famosa filósofa y teórica política alemana de origen judío que desarrolló toda su carrera en los Estados Unidos; desarrolló esa idea cuando le tocó cubrir como periodista de la revista New Yorker el juicio a un jerarca nazi de la Segunda Guerra Mundial, Adolfo Heichman, por genocidio, quien estaba en la Argentina y fue tomado por las Fuerzas Israelíes y llevado por la fuerza a Israel. Allí se llevó adelante el juicio.
La filósofa, después de participar días completos de análisis de los testimonios de este jerarca nazi, llegó la conclusión controversial de que lo que había era banalidad. Que el mal tenía un componente de estupidez, que a mí siempre me hizo reflexionar sobre la dictadura militar argentina.
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Más allá de las atrocidades, siempre me preocupaba al mismo tiempo las tonterías que percibía en esta maldad. Era lo peor de lo peor. El mal y la estupidez.
Yo quiero contar el testimonio de mi propio 2 abril, cuando comienza la guerra, que cubría una publicación que en esa época editaba Perfil, una semanario llamado, justamente, La Semana. Publicamos un artículo de quién era en ese momento probablemente el periodista de temas militares más importante del mundo, se llamaba Jack Anderson, y había sido premio Pulitzer por los Papeles del Pentágono. Este hombre escribió un artículo a los pocos días de comenzar la guerra en el Atlántico Sur, que anticipó todo lo que iba suceder.
Sintetizando, él decía que la Fuerza Aérea argentina iba a tener un gran papel porque por la distancia que había a las islas le permitía, a los aviones que Argentina tenía, en aquella época eran razonablemente modernos, llegar al campo de batalla y volver con autonomía. Pero que la Marina argentina no iba a poder competir con la inglesa y que, una vez que llegara la flota británica, la marina argentina se iba a tener que retirar del mar alrededor de las Malvinas y por lo tanto el Ejército iba a quedar aislado. Pasado cierto tiempo, la Argentina iba a perder la guerra y eso le iba a costar al dictador Galtieri, le iba a costar su presidencia y a Margaret Thatcher, la iba a hacer reelegir.
En ese contexto, cuando publicamos eso, muy enojados, me citan del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, me dan una perorata y me anuncian que me iban a fusilar.
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Allí me citó el general (Ramón) Camps, y en ese momento yo no tenía conciencia de quién, aunque más tarde se supo que había sido unos de los mayores asesinos. El había sido jefe de la policía de la provincia con Buenos Aires. Y me dice: "Jovencito, usted es un idiota útil de los norteamericanos, no existe la flota inglesa de cuarenta barcos, esto lo hacen para bajar la moral de los soldados argentinos, esto lo hacen los norteamericanos como lo hicieron en Radio Rosa de Tokio, en la segunda guerra mundial, para desmoralizar en su momento a los japoneses. Nosotros vamos a ganar la guerra. Esto es propaganda de los norteamericanos y los ingleses y a usted lo vamos a fusilar por traición a la patria. No ahora, porque vamos a usar todas las balas para matar primero a los ingleses".
Esa visión de que no existía la flota inglesa y que era simplemente un artilugio de propaganda para desmoralizar a los soldados argentinos, que este general Camps decía convencido, demuestra también el grado de imprevisión, de superficialidad que tuvieron.
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Para poner en contexto a los más jóvenes, la dictadura militar en ese momento se había preparado para una guerra con Chile. De hecho, había invertido una enorme cantidad de recursos económicos en armamento. Guerra que se frustró por la intervención del Vaticano y un famoso cardenal, Samoré, que vino a la Argentina a lograr la paz entre Chile y Argentina. Algo que finalmente logró, porque tanto del lado chileno, Pinochet, como del argentino, Videla, eran profundamente católicos, pero quedó toda un ala dura de las Fuerzas Armadas con deseos de guerra.
Como la dictadura había fracasado en todos sus objetivos, querían de alguna manera construir alguna narrativa, algún legado de éxito y suponían que el éxito tenía que venir por las por las armas.
Con toda sinceridad confieso que, dentro de todos los males, si hubieran hecho una guerra con Chile, la situación hubiera sido aún mucho más grave. Hubiese tenido consecuencias históricas imborrables, una herida en Sudamérica monumental. Todo esto me lleva a la reflexión de éste grado de tontería que hablaba al principio y quedarán como reflejo de la banalidad del mal.
Finalmente, para terminar de contar la historia de aquel 2 de abril, cuando me citan en el Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, uno muy distinto del actual de Martín Paleo, al punto de que el que estaba al frente de la comunicación de la guerra era nada más y nada menos que uno lo más sanguinarios represores que era el general Camps. Finalmente, no cumplió aquello de que "cuando terminemos la guerra y de matar a todos los ingleses, lo vamos o fusilar usted por traición a la patria", pero pocos meses después de esa situación, clausuraron la publicación que yo hacía, que se llamaba La Semana.
Poco después, me pusieron a disposición del Poder Ejecutivo, acusado de traición a la patria y el triste privilegio de ser el último argentino puesto a disposición del Poder Ejecutivo y con un cargo tan deshonroso. Era tan ridículo el argumento del decreto presidencial firmó en ese momento es que yo había sido un espía inglés. Ni siquiera tenía visa para poder entrar a a Inglaterra pero ese era el nivel de superficialidad, de improvisación con el que el gobierno de entonces que actuaba.