Desde los primeros días de junio de 1982 era fácilmente apreciable que el cerco terrestre se estrechaba en forma inexorable sobre Puerto Argentino. La batalla aeronaval estaba perdida. La flota de superficie se había automarginado de la guerra, sin intentar disputar el control del mar al enemigo. Las acciones y los ataques de nuestra Fuerza Aérea y Aviación Naval fueron heroicos, pero no se pudo lograr nunca la superioridad en el aire, ni incidir posteriormente en el avance terrestre británico sobre Puerto Argentino. El accionar conjunto, para el que no estábamos preparados, es parte y todo del éxito en la batalla. Sin embargo, en el marco táctico en Malvinas,se ejecutó una interesante operación entre aeronaves con asiento en la isla Soledad y el Grupo de Artillería 3 (GA 3). El 11 de junio en horas del mediodía, la artillería de campaña británica comenzó a bombardear con mayor intensidad las posiciones de los regimientos de infantería de primera línea (BIM 5, RI 4, RI 7 y una fracción del RI 6). Sus blancos más buscados eran también nuestras piezas de artillería (GA 3, GA 4 y una batería del BIM 5), empleaban un clásico y doctrinario fuego de contraartillería. Según fuentes británicas, “disponían de no menos de 5 baterías” (30/36 cañones de 105 mm y 17 km de alcance).
El combate en el monte Longdon, un encarnizado cuerpo a cuerpo
Los ingleses, y también nosotros, experimentaban el rigor del combate; pero ellos se hallaban en mejores condiciones, disponían de mayor alcance de su artillería, mayor movilidad helitransportada y, sobre todo, disponían de reservas frescas, mientras que nosotros carecíamos de ellas, estábamos inmóviles y desgastados, en posiciones propias de la Primera Guerra Mundial, ocupadas desde mediados de abril.
En las primeras horas de la tarde, concretamos un ataque coordinado entre el GA 3 y tres aviones Pucará basados en el aeropuerto local. Así lo recuerdo: una de las baterías de los cañones británicos nos tenía a maltraer y “machacaba” las primeras líneas y a la artillería; estaba ubicada cerca del monte Kent, fuera del alcance de nuestros cañones; solo podíamos neutralizarla con medios aéreos. Hablé con el general Oscar Jofre y con el brigadier Luis G. Castellano, quienes estuvieron de acuerdo. Coordinamos el ataque con tres pilotos de los aviones Pucará, los entonces tenientes primeros Juan Luis Micheloud (jefe de escuadrilla), Marcelo Adolfo Ayerdi (jefe sección) y Carlos Murales (numeral). El ataque exigía una precisa coordinación entre el Centro de Dirección de Fuego del GA3 y los Pucará. Nosotros teníamos que “guiarlos” con los proyectiles de artillería tipo fumígenos (humo blanco) hacia el lugar donde se encontraba la artillería inglesa, a la cual la teníamos localizada pero no podíamos batir porque no entrábamos en alcance, ya que nos faltaban más de 2/3 km. Fue la primera acción de aerocooperación en combate entre la artillería y la aviación en nuestra historia.
Misceláneas malvineras: Un arriesgado rescate en el mar que nos mantuvo en vilo
La precisión y la seguridad exigían que cuando los Pucará entraran en el espacio de la trayectoria de los cañones, debíamos suspender el fuego para evitar que alguno de los aviones fuera batido por fuego propio. Establecimos los códigos a emplear en el tráfico de las comunicaciones radioeléctricas, la hora de iniciación del ataque, el recorrido, etc. La misión duraría unos pocos minutos. Cuando despegó el primer Pucará, el nerviosismo se apoderó de todos nosotros; oímos el característico ruido de sus motores y los vimos enfilar en la dirección correcta, hacia el oeste. Dos o tres minutos antes de tener que ordenar “alto el fuego”, según lo coordinado para prevenir accidentes, inexplicablemente se cortó la comunicación con la batería que disparaba los proyectiles fumígenos que guiaban los Pucará al blanco.
¿Qué pasa, carajo? ¡Justo ahora falla esta radio de mierda! ¡Recurran a la frecuencia de alternativa! ¡Está ocupada, carajo! ¡Y el que la usa es un boludo que transmite órdenes rutinarias! Estos y otros improperios más inundaban el gélido ambiente del Centro de Dirección de Tiro del GA3. Entre otros, recuerdo que los pronunciaban —y todos compartíamos— el sargento primero Miguel A. Rubio y el soldado Ramón E. Mango. Justo cuando faltaban unos pocos segundos para que el primer avión entrara bajo la trayectoria de nuestros proyectiles, se restableció la comunicación y nuestro operador, con voz ansiosa y temblorosa, transmitió: ¡alto el fuego, alto el fuego, carajo! Una vez más nos familiarizamos con una buena cuota de adrenalina.
Nos miramos y permanecimos en silencio. No sabíamos si los aviones habían llegado al blanco en la zona del monte Kent. Pasaron los minutos y uno de mis soldados gritó: ¡Ahí regresa un Pucará! Y siguió un sapucay de alegría, al rato uno más, y finalmente un tercero. Muchos días después, en el campo de prisioneros de guerra, en San Carlos, me encontré con los pilotos de los Pucará y uno de ellos me dijo: “El fuego de sus cañones nos guió y nos orientó muy bien sobre la artillería inglesa. Creemos que el ataque fue exitoso, a pesar de que nos dispararon un misil tierra-aire portátil”. Comparto lo expresado, pues la artillería británica ese día estuvo neutralizada por unas horas.
Al día siguiente, habían caído las posiciones de los regimientos de primera línea, con excepción del BIM 5 a órdenes del capitán de fragata Hugo Robacio. La aproximación y el ataque final fueron conducidos por el general Jeremy Moore, digno soldado y excelente profesional, a quien conocí en Londres en 1996.
Los soldados, suboficiales y oficiales que combatieron en Malvinas son merecedores de lo expresado por San Martín: “Una derrota peleada vale más que una victoria casual”.