El asesinato del kiosquero en Ramos Mejía, puso nuevamente a la seguridad como uno de los temas principales de los medios de comunicación y generó fuertes debates que sacuden a la opinión pública. En esta nota abordaré el flagelo de la violencia, con datos y estudios científicos (evitando fanatismos ideológicos) y con el respeto que las víctimas y sus familiares se merecen.
Las letras y números que a continuación se plasman no justifican ningún delito ni sirven de consuelo de ninguna muerte, porque donde haya un homicidio, es evidente que algo falló, a nivel individual y/o colectivo. En medio de tanto ruido y dolor, he aquí un intento por hallar causas y relaciones que permitan conocer qué está sucediendo en materia de seguridad y dónde estamos parados en un triste ranking regional de violencia. Empecemos…
La ONU (en 2017) comunicó que América es la única región en la que esa tasa de homicidios ha crecido desde 1990. El estudio mundial sobre el homicidio de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, de 2019, señala que la actividad criminal es responsable de muchas más muertes en todo el mundo que el conflicto armado y el terrorismo combinados. Y destaca que en América los hombres jóvenes están especialmente en riesgo, con una tasa de homicidios para hombres de 18 a 19 años estimada en 46 cada 100 mil habitantes. Este indicador es muy superior a los que sucede en otras regiones del planeta. Las armas de fuego también están involucradas con mayor frecuencia en los homicidios en América que en otras partes del mundo. Si hacemos un análisis mundial, la tasa de homicidios cada 100 mil habitantes, arroja este ranking: América (17,2); África (13), Europa (3), Oceanía (2,8) y Asia (2,3).
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Es importante no dejar afuera del análisis las variaciones que ha sufrido la concepción de seguridad. El paradigma de seguridad clásica, basado en una visión Estado-céntrica, tuvo su auge durante la Guerra Fría. Ponía especial énfasis en la protección de la integridad territorial de los Estados. Con la implosión de la URSS y la metamorfosis del statu quo global como consecuencia del fin de la era bipolar, la comunidad internacional acuñó un nuevo paradigma para intentar contener las nuevas demandas sociales. Naciones Unidas denominó a este nuevo enfoque “Seguridad humana”. Esta nueva perspectiva pone a las personas en el centro de la escena, contempla a la seguridad como un fenómeno integral y multidimensional e incluyen siete categorías: seguridad económica, seguridad alimentaria, seguridad en la salud, seguridad ambiental, seguridad personal, seguridad comunitaria y seguridad política. Las dificultades de los gobiernos para cumplir con estos desafíos, están a la vista en América Latina. En esta región, vive el 9% de la población mundial, se comete el 35% de los homicidios del planeta, y la inequidad supera los niveles observados en todo el mundo –al terminar 2020, 209 millones de personas (el 33,7% de la población) vivía en la pobreza en América Latina y el Caribe, 22 millones más que el año anterior, señaló la CEPAL).
Pero esto no es todo, en esta zona está el país que ostenta la mayor cantidad de homicidios de la Tierra: Brasil. Ya en 2019, un informe de Seguridad Ciudadana en América Latina, del Instituto Igarapé, reveló que la región tiene 17 de los 20 países con más asesinatos del mundo y el último informe de las 50 ciudades más violentas del mundo en 2019, elaborado por la ONG mexicana, Seguridad, Justicia y Paz, explicita que, en la región, están 42 de las 50 ciudades con más homicidios a nivel mundial. México posee las 5 ciudades más violentas del planeta y en las 42 ciudades latinoamericanas, no hay ninguna argentina. Seguramente a algunos lectores les sorprenda este dato, más aún, cuando la seguridad es una demanda social que ocupa los primeros lugares en los sondeos de opinión pública en la Argentina. Sucede que se emplean tres variables claves para medir la inseguridad de un país: a) tasa de homicidios cada 100 mil habitantes; b) tasa de robos cada 100 mil habitantes y c) sensación de inseguridad. Y los rankings de violencia exhibidos por organizaciones internacionales y tanques de ideas, por lo general se centran en los homicidios, el peor de los males de nuestra especie, en términos de violencia.
El año 2019 estuvo frecuentado por convulsiones sociales en varios países de América Latina, y 2020 tuvo como protagonista al covid-19, que sacudió al mundo entero. Aún es muy pronto para determinar con precisión el impacto de la pandemia en los niveles de violencia, pero hay estadísticas que reflejan significativas reducciones de la violencia en El Salvador, Guatemala, Honduras y Venezuela, (algunos de los países históricamente más violentos de América Latina y el Caribe).
InSight Crime puso en números los niveles de violencia de los países de la región. La lista la encabeza Jamaica (con 46,5 homicidios cada 100 mil habitantes), seguido por Venezuela con 45,6 (país que registró una disminución de casi el 30% de los homicidios en 2020, comparado con el año previo). Honduras presenta una tasa de 37,6 cada 100 mil habitantes; México (27); Colombia (24,3); El Salvador 19,7 (país que en 2020 reflejó una baja de casi el 45% comparado con el año anterior). En el listado Brasil aparece con una tasa de 19,3; Guatemala 15,3; Haití 13; Uruguay 9,3; Perú 8,3; y Paraguay 6,6. Argentina aparece con una tasa de 4,6, una de las menos peores de la región en materia de homicidios, superada por Chile (3,7), que sufrió un incremento del 28% con respecto a 2019.
Una nota en Clarín del 08/07/19 ya mostraba estos indicadores comparativamente bajos de la Argentina. El texto dice: “Según el estudio mundial sobre el Homicidio de 2019 publicado en Viena por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), la tasa de homicidios intencionales (dolosos) en Argentina fue de 5.1 cada 100.000 habitantes, por debajo del promedio mundial de 6.1 y muy inferior a la tasa general del continente americano que trepa a 17.2 cada 100.000 habitantes”.
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Un dato complementario que contribuye a comprender la complejidad de la violencia a nivel continental, es el que publicó el FBI, en su Reporte Uniforme Anual de Delitos para 2020. Este documento muestra que la cantidad de homicidios en Estados Unidos aumentó casi un 30% desde 2019, el mayor aumento en un año que la agencia ha registrado desde que comenzó a rastrear estos delitos en la década de 1960. Esto dio como resultado una tasa de homicidios en 2020, de 6,5 por cada 100 mil personas, para la primera potencia mundial.
Los indicadores exhibidos no pretenden minimizar el problema, ni oficiar de consuelo, sólo intentan conocer con objetividad el problema. Las alarmas suenan fuerte en Argentina cuando se analiza la cantidad de robos, ya que la tasa de robos cada 100 mil habitantes duplica la tasa promedio del hemisferio. Este es el dato que ya en 2013 lo reflejaba un informe de la ONU y otro de la OEA (de 2012). Esas pesquisas expresaban que Argentina era en promedio el país con más robos de América Latina, seguido por México y Brasil. Con una tasa de 973,3 robos cada 100 mil habitantes, Argentina figuraba primero en el ranking. Tal vez este dato (la tasa de robos) explique la sensación de inseguridad que se respira y que asoma como demanda social prioritaria en las encuestas.
Es necesario decir que no pocas veces se escuchan voces que responsabilizan a los pobres por la inseguridad. Al respecto, un estudio del Banco Mundial realizado en 2 mil municipios mexicanos confirmó que cuanto mayor es la inequidad, mayor es la cantidad de homicidios, derrumbando los mitos estigmatizantes que asocian erróneamente a la inseguridad con la pobreza.
También los datos duros, reflejan que no es verdad que los extranjeros son mayoría en la población carcelaria. Ya en 2017, la información publicada por el Sistema Nacional de Estadísticas de Ejecución de la Pena (SNEEP), del Ministerio de Justicia de la Nación, evidenciaba que en la Argentina (ya sea en las cárceles federales como en las provinciales) había más de 85 mil personas detenidas. De ese total, un 6% son extranjeros (4.943). Estos datos contundentes nos obligan a mirarnos al espejo como sociedad y reconocer que el problema es bien nuestro.
En este contexto regional y nacional frecuentado por episodios violentos y copados por el dolor que rodea siempre a las víctimas de homicidios, la pena de muerte ha vuelto a ser invocada, seguramente buscando electoralizar el tema y generar impacto mediático. Veamos la tendencia mundial en esta materia y los efectos que tuvo el empleo de esta medida extrema en los niveles de violencia. En el mundo hay 193 países, de los cuales 144, más de dos tercios, han abolido la pena de muerte en la ley o en la práctica, según datos de un informe de Amnistía Internacional, que también revela que en 2020 disminuyó 26% las ejecuciones en todo el globo, comparado con 2019.
La pena de muerte no sólo niega el derecho a la vida, proclamado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sino que además es una práctica en la que se cometen errores irreversibles (como ejecutar a un inocente). En Estados Unidos, desde 1976, 150 condenados a muerte han sido absueltos (en algunos casos, la absolución llegó cuando ya habían sido ejecutados). Los tres países que más usan la pena capital son China, Irán y Arabia Saudí.
Quién es responsable de la seguridad
En lo que atañe a los efectos de la pena de muerte como medida disuasiva, hay evidencia empírica que revela que no bajaron las tasas de homicidios en los países donde se aplicó.
Unas investigaciones realizadas en los Estados Unidos en los años sesenta, demostraron que el aumento del temor no estaba correlacionado con un aumento de la criminalidad. El temor es un fenómeno autónomo que no necesariamente se mueve en la misma dirección que la victimización. Existen países donde la violencia es alta (comparados con los países de la región) y la percepción disminuye por un reconocimiento de los avances logrados en materia de seguridad; y países donde la delincuencia es baja y la percepción aumenta por el incremento de la inseguridad respecto del pasado.
Latinoamérica, en general, y Argentina, en particular, requieren de mecanismos de contención social, más que del incremento de armas y balas en las calles para combatir la violencia. Las ciudades inteligentes que están en pleno auge, ponen a disposición de los gobiernos, herramientas tecnológicas para conocer en profundidad la problemática de seguridad en cada barrio, con rigor científico, y sin relatos que distorsionan la realidad. El urbanismo, el deporte, la identidad barrial, la inserción escolar y laboral, los comedores escolares, son medicamentos imprescindibles para combatir este flagelo que azota al continente. La OEA informó que el incremento de pena y la estrategia de mano dura en América, no logró mejoras en el campo de la seguridad. El Centro de Estudios Hemisféricos de Defensa de Washington señala, en sus cursos sobre seguridad y defensa, que el combate a la inseguridad tiene dos componentes imprescindibles: disuasión e inclusión social, y sostiene que cuando el tejido social se rompe, los que quedan a la intemperie, postergados y excluidos del sistema formal, no se amedrentarán con penas más duras o balas yendo a su encuentro.
En definitiva, cuando el Estado, que es el gran articulador, falla en su deber de distribución y contención, la desigualdad triunfa, con el correr del tiempo se hace obscena y genera violencia. La película termina con familias llorando muertos y con la una frase de Thomas Hobbes: “El Hombre es el lobo del hombre”.
*Licenciado en Relaciones Internacionales, especializado en Seguridad en la Universidad Nacional de Defensa de Washington; Magister en Smart Cities; Director de Gestión de Gobierno en la UB; autor del libro “Grietas y Pandemia”.